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A partir de ese momento nuestra amistad floreció con la fuerza de los torrentes de una montaña en primavera. Antes, los demás jóvenes del reino y yo imaginábamos las jornadas de Freen repletas de arduas instrucciones de combate, pero ahora conocía la verdad; ella solo recibía clases de música por orden de su padre y realizaba breves entrenamientos con Heng. La realidad es que la princesa era un espíritu libre. Algunos días íbamos a nadar en los lagos cristalinos y otros trepábamos los árboles más altos del bosque.     También inventamos nuestros propios juegos, como echar carreras a través del campo o dar volteretas en los alrededores del palacio. Nos tendíamos sobre el pasto suave y nos desafiábamos a adivinar lo que la otra estaba pensando.

Y mientras andábamos, jugábamos o charlabamos, una sensación parecida al miedo nos envolvía; o al menos así era como yo lo sentía. Venía tan rápido como las lágrimas, pero era su antítesis. Esto era ligereza, mientras que las lágrimas eran pesadas; eso era luz y las lágrimas no brillaban. Había saboreado la satisfacción antes, había disfrutado de momentos breves de placer solitario mientras jugaba, cantaba o soñaba, pero esa alegría se debía más a una ausencia que a una presencia, un efecto colateral de mi miedo; ni mi padre ni los demás estaban cerca. No estaba enferma, ni cansada y mucho menos hambrienta.

Este sentimiento era diferente. Me descubrí sonriendo de oreja a oreja, con las mejillas encendidas. El mareo de la libertad destrabó mi lengua por completo. Le conté esto, aquello y lo de más allá. No temía hablar de más, ni me preocupaba si era demasiado lenta o más delgada.

Le enseñé a sumergirse en el agua y ella me enseñó a saltar más alto. Me deslumbró con su talento con la lira y yo reuní el valor para cantar frente a ella, siempre recibiendo sus halagos. Freen me decía que nunca había escuchado una voz tan melodiosa como la mía y sus palabras hacían que cada terminación nerviosa de mi cuerpo cobrara vida, que sintiera incluso el menor roce del aire sobre mi piel.

Algunas noches, mientras ella tocaba, yo me animaba a cantar. No me preocupaba que los demás nos escucharan; solo me importaba que ella lo hiciera.

Canta otra vez. — Me pedía siempre.

Y yo lo hacía mientras las cuerdas de su lira vibraban hasta que sus dedos se fundían con la oscuridad.

Entonces tomé conciencia de todo lo que había cambiado. Ya no me preocupaba perder en nuestras carreras ni en nuestras travesías hasta las rocas. No me importaba si mis dagas caían lejos del blanco o si mis saltos no alcanzaban la altura de los suyos. ¿Cómo podía sentir vergüenza al perder frente a ella? Me bastaba con verla ganar, con observar el rítmico ascenso de su pecho al recuperar el aliento y el danzar de su cabello al compás del viento. Eso era todo lo que necesitaba.

Los días en que debía mantenerme alejada de ella se alargaban interminablemente, como si el tiempo mismo se resistiera a avanzar. Mientras realizaba mis tareas, me sorprendía preguntándome qué estaría haciendo la princesa, si estaba bien, incluso si pensaba en mí al igual que yo. Extrañaba el sonido de su risa y la reconfortante calidez de su presencia. Estas ausencias me llenaban de inquietud, haciéndome cuestionar qué sería de mí cuando regresara a Thalassia.

Me preguntaba también qué pensaría Freen de mí si lograba robar el corazón. Imaginaba una situación en la que nos veríamos obligadas a enfrentarnos, con espadas desenvainadas y miradas llenas de dolor. Pero, por encima de todo, me atormentaba la idea de que ella me odiaría por el resto de su vida si conseguía mi objetivo. El pensamiento de traicionarla y ver su rostro lleno de decepción y rabia era insoportable. Temía que me persiguiera incansablemente hasta terminar con mi vida por haberle mentido de una manera tan cruel. La culpa y el miedo siempre terminaban entrelazándose en mi mente.

Zephyria's Heart - FreenbeckyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora