No estas solo [Trolls 3: se armó la banda]

| Capítulo III |

Los engranajes del elevador retumbaban en las paredes, como un horrible lamento, una queja constante. Mas sólo deseaba que el elevador fuera más rápido. Sus dedos golpeaban con nerviosismo la palanca del ascensor mientras sus ojos se movían con una energía frenética.
Múltiples escenarios llegaban a ella con la fuerza de un tornado y la constancia de una lluvia salvaje. Cada una traía más incertidumbre que la anterior; pero debía mantener la cordura, como su prometido siempre lo hacía en momentos como ese.

Respiró hondo, tratando de tomar el control de su mente; podía sentir el aire entrar por sus fosas hasta llenar por completo sus pulmones. Exhaló con fuerza con un peso menos en su pecho.
El elevador llegó a la planta baja del lugar; la entrada al refugio apagado y tan bien equipado que tanto amaba.
Las luces de los hongos luminosos seguían intactas, los muebles parecían no tener ningún rasguño, salvo un poco de polvo en los alrededores. El olor a mora era ligero a diferencia del aroma a pasto mojado y las cosas del lugar estaban ordenadas a la perfeccion, como si cada cosa, por muy insignificante que fuera, tuviera prohibido salirse de su lugar. Era la viva imagen de un hogar solitario.

La princesa caminó con pasos pequeños por la sala; el ruido de su caminata era la única compañía que tenía y las sombras acechando en cada rincón mirándola.
Había estado más de una vez, conocía el lugar como si fuera su hogar y, en ese momento, se sentía cada aspecto tan lejos de sus memorias, de sus emociones.
Una profunda tristeza la envolvió, comos si tuviera una manta pesada cubriendo todo su cuerpo y, el único modo de aligerar la cargar, era por medio de amargos sollozos.

Atravesó la sala hasta llegar a una habitación llena de armas: trampas para oso, lanzas de madera, piedras de diferentes tamaños, algunas navajas, accesorios para un mejor golpe, entre otras cosas. Era como ver el armamento de la Policía Federal, solo que en versión pequeña.
La princesa tomó todo lo que pudo; lo que consideraba más importante, lo que podía ayudar y lo que se pudiera necesitar. Otra enseñanza por parte de su prometido que no se arrepentía de tener.

Llenó su bolsa hasta parecer una frambuesa tamaño jumbo. Avanzó con pasos largos en dirección a la entrada del elevador, pues no había tiempo que perder, más una puerta entre abierta la detuvo a mitad del camino.
Miró por unos segundos el simple dieño de la entrada, como si estuviera contemplando uno de su libros de recortes. Dejó caer la mochila; el sonido no inmutó su mirada.
Se acercó con el brazo extendidos. Las yemas de los dedos tocaron la lisa y gélida textura. La puerta se abría poco a poco; un ligero chillido apareció en la habitación y la luz del pasillo penetró las sombras del lugar.

Era algo simple.
Una cama con sábanas gruesas y ásperas. Un librero en el rincón con múltiples obras y un pequeño escritorio hecho con piedra.
Al entrar varias conversaciones llegaron, como si fueran espíritus dianbulantes. Conversaciones que fueron divertidas, otras no tan alegres y algunas que los unía más como pareja, pero hubo una en particular que la golpeó como no imaginó, una que se volvió un arma de doble filo y sentía su pecho ser atravesada por la misma.
<<¿Por qué no lo dejé terminar?, ¿y si no lo vuelvo a ver?, ¿y si realmente se fue para siempre?>>. Las dudas brotaban con rapidez, como las burbujas del agua hirviendo.

Se acercó a la mesa de noche, recordando las pijamadas qué realizaban con frecuencia; hablando de lo que hoy terminó siendo el peor día para una novia.
Estaba por irse; sus dedos rozan las fibras delgadas de la almohada, despertando un aroma a hierbabuena. Sin embargo, la punta de una hoja sobresalía del escondite.

La reina lo sacó con lentitud. Era una postal con la imagen del bosque del sur con el cielo despejado. Volteó la tarjeta en espera de una respuesta; entrecerró los ojos con el ceño fruncido. La letra cursiva se impregnó como el viento en las hojas.