Capítulo 7: El deseo de la noche.

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Vivíamos en un pueblo llamado Trest, súper alejado de todo, como en el medio de la nada. El lugar era tan desconocido que nadie sabía cómo llegar a New York o Hollywood y el que lo conocía duraba horas de trayecto, como cuatro días. Un pueblo tan solitario y perdido en el mapa.

Teníamos un gran apartamento con balcón rebosante de muchas violetas, las favoritas de papá. Desde allí admiramos el gran atardecer donde el sol lentamente se ocultaba formando un arco crepuscular de un color rojo y naranja, un sueño indeleble donde aquello sigue siendo las calles doradas de un gran cielo.

Nuestro hogar era muy pequeño; tenía una cocina con sólo una estufa y nevera. Nos tocaba lavar la ropa a mano, y para usar el baño teníamos en la puerta un horario para así todos poder entrar sin tener que esperar, aunque eso no funcionaba.

Dormíamos los tres en la misma habitación; ellos dormían en una colchoneta en el piso, y yo en una cómoda cama. La sala era modesta en el mismo espacio de la cocina, con una mesa redonda de madera y unas sillas a su alrededor. En lugar de TV teníamos un radio de antena, por las mañanas papá lo prendía para escuchar las trágicas noticias del mundo.

A pesar de tal apartamento, lo mostraban con orgullo a sus amigos como si fuera un gran lujo y los invitaban a pesar de que no cabían ni diez personas. Decían que cada hogar era especial a su modo. Pero, aunque fuera de esta manera, ellos no estaban bien, peleaban, gritaban y a veces papá se iba de la casa dejándonos solas. Mamá lloraba en silencio y en la mañana se maquillaba alrededor de los ojos para ocultarlo. Seguía sin comprender por qué lo hacía. Eso me hacía sentir muy incompetente, la idea de mantener una sonrisa a mis padres cuando los veía serios y procurar darles alegría. Me preguntaba si no era buena hija y si los estaba atormentando de tanta responsabilidad. Si era mejor irme. Mi lema era “si ellos no están felices, yo tampoco lo seré”

Con mi papá la relación se volvió más distante, poco conversábamos, ya no salimos a comer helado o reíamos por emisoras. Su sonrisa se esfumó con el tiempo, al menos eso no me afectaba tanto, él era otro círculo borroso, un humano más, pero seguía queriéndolo como una hija. Dejó de abrazarme y los besos de buenas noches desaparecieron. Parecía una máquina sin sentimientos, que la de un humano, como si hubiera olvidado expresarlos o incluso cómo sentirlos

Fue en una de esas noches, me aferraba a un peluche de felpa que me había regalado mi abuelita años atrás, mientras permanecía en el balcón divisando el gran cielo desprovisto de estrellas y la luna. Apoyada en el frío cristal que dividía la entrada al balcón y la salida a la sala, dirigí un deseo al gran empíreo.

Le pedí un deseo, solo uno, para mí lo era todo; necesitaba comprender por qué su dolor. Sentía una congoja cuando sus sollozos los dejaban en las noches; partía mi alma.

—Dicen que, si te hablo — susurré— podrás cumplirme cualquier deseo … entonces … porfa has feliz a mis padres, dales un motivo más para su tranquilidad.

Me quedé allí por un largo tiempo contemplando con el intranquilo nudo en la garganta, con el frío escandaloso que posaba sobre mi rostro y en mis delgados huesos; en esos momentos anhelaba desesperadamente un abrazo. «Eso te pasa por ser tan sentimental» Pensé.  Volteé mi mirada hacia la habitación de ellos, y un escalofrío pasó por todo mi cuerpo con un sentimiento vago y sosegado.
Tenía ansias de aquel deseo se cumpliera lo más rápido posible…

El 16 de junio de 2006, en esta fecha mamá anunció la noticia de que un nuevo miembro en la familia nos estaría acompañando. Lo recuerdo tan bien…
Papá saltó de felicidad como nunca lo había hecho y gritó lo más fuerte posible ¡VOY A VOLVER A SER PAPÁ!

Al principio sentí alegría por los dos. Suponía que el cielo había concedido mi deseo. Mamá dejó de llorar, mantenía una gran sonrisa en su rostro agotador, y eso me tranquilizaba. Por eso pensé que era la mujer más feliz del mundo.

ALCANZANDO EL LÍMITE  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora