Capítulo 19

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Había hecho yo algo más de una legua de camino, y bregaba ya por abrir la puerta de golpe que daba entrada a los mangones de la hacienda del padre de Calixto. Vencida la resistencia que oponían los goznes y eje enmohecidos y la más tenaz aún del pilón, compuesto de una piedra tamaña enzurronada, la cual, suspendida del techo con un rejo, daba tormento a los transeúntes manteniendo cerrado aquel aparato singular, me di por afortunada de no haberme atascado en el lodazal pedregoso, cuya antigüedad respetable se conocía por el color del agua estancada.

Atravesé un corto llano en el cual el rabo-de-zorro, el friega-plato y la zarza dominaban sobre los gramales pantanosos; allí ramoneaban algunos caballejos molenderos rapados de crin y cola, correteaban potros y meditaban burros viejos, tan lacrados y mutilados por el carguío de leña y la crueldad de sus arrieros, que Buffon se habría encontrado perplejo al tener que clasificarlos.

La casa, grande y antigua, rodeada de cocoteros y mangos, destacaba su techumbre cenicienta y alicaída sobre el alto y tupido bosque del cacaotal.

No se habían agotado los obstáculos para llegar, pues tropecé con los corrales rodeados de tetillal; y ahí fue lo de rodar trancas de robustísimas guaduas sobre escalones desvencijados. Vinieron en mi auxilio dos negros, varón y mujer: él sin más vestido que unos calzones, mostraba la espalda atlética luciente con el sudor peculiar de la raza; ella con follao de fula azul y por camisa un pañuelo anudado hacia la nuca y cogido con la pretina, el cual le cubría el pecho. Ambos llevaban sombrero de junco, de aquéllos que a poco uso se aparaguan y toman color de techo pajizo.

Iba la risueña y fumadora pareja nada menos que a habérselas con otra de potros a los cuales había llegado ya su turno en el mayal; y supe a qué, porque me llamó la atención el ver no sólo al negro sino también a su compañera, armados de rejos de enlazar. En gritos y carreras estaban cuando me apeé bajo el alar de la casa, despreciando las amenazas de dos perrazos inhospitalarios que se hallaban tendidos bajo los escaños del corredor.

Algunas angarillas y sudaderos de junco deshilachados y montados sobre el barandaje, bastaron a convencerme de que todos los planes hechos en Bogotá por Calixto, impresionado con mis críticas, se habían estrellado contra lo que él llamaba chocheras de su padre. En cambio habíase mejorado notablemente la cría de ganado menor, de lo cual eran prueba las cabras de varios colores que apestaban el patio; e igual mejora observé en la volatería, pues muchos pavos reales saludaron mi llegada con gritos alarmadores, y entre los patos criollos o de ciénaga, que nadaban en la acequia vecina, se distinguían por su porte circunspecto algunos de los llamados chilenos.

Calixto era un excelente muchacho. Un año antes de mi regreso al Cauca, lo envió su padre a Bogotá con el objeto de ponerlo, según decía el buen señor, en camino para hacerse mercader y buen tratante. Óscar, que vivía conmigo en aquel entonces y se hallaba siempre al corriente hasta de lo que no debía saber, tropezó con Calixto, yo no sé dónde, y me lo plantó por delante un domingo de mañana, precediéndolo al entrar en nuestro cuarto para decirme: «¡Hombre! te voy a matar del gusto: te traigo la cosa más linda».

Yo corrí a abrazar a Calixto, quien parado a la puerta, tenía la más rara figura que imaginarse puede. Es una insensatez pretender describirlo.

Mi paisano había venido cargado con el sombrero de pelo color de café con leche, gala de don Lorenzo, su padre, en las semanas santas de sus mocedades. Sea que le viniese estrecho, sea que le pareciese bien llevarlo así, el trasto formaba con la parte posterior del largo y renegrido cuello de nuestro amigo, un ángulo de noventa grados. Aquella flacura; aquellas patillas enralecidas y lacias, haciendo juego con la cabellera más desconsolada en su abandono que se haya visto; aquella tez amarillenta descaspando las asoleadas del camino; el cuello de la camisa hundido sin esperanza bajo las solapas de un chaleco blanco cuyas puntas se odiaban; los brazos aprisionados en las mangas de una casaca azul; los calzones de cambrún con anchas trabillas de cordobán, y los botines de cuero de venado alustrado, eran causa más que suficiente para exaltar el entusiasmo de Óscar.

CamilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora