Capítulo 27

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Hasta entonces había conseguido que Óscar  no me hiciera confidencia alguna sobre las pretensiones que en mala hora para él lo habían llevado a casa.

Mas luego que nos encontramos solos en mi cuarto, donde me llevó pretextando deseo de descansar y de que leyésemos algo, conocí que iba a ponerme en la difícil situación de la cual había logrado escapar hasta allí a fuerza de maña. Se acostó en mi cama, quejándose de calor; y como le dije que iba a mandar que nos trajeran algunas frutas, me observó que le causaban daño desde que había sufrido intermitentes. Acerquéme al estante preguntándole qué deseaba que leyésemos.

-Hazme el favor de no leer nada -me contestó.

-¿Quieres que tomemos un baño en el río?

-El sol me ha producido dolor de cabeza.

Le ofrecí álcali para que absorbiera.

-No, no; esto pasa -respondió rehusándolo.

Golpeándose luego las botas con el látigo que tenía en la mano:

-Juro no volver a cacería de ninguna especie. ¡Caramba! mire usté que errar ese tiro...

-Eso les sucede a todos -le observé acordándome de la venganza de Pablo.

-¿Cómo a todos? Errarle a un venado a esa distancia, solamente a mí me sucede.

Tras un momento de silencio, dijo buscando algo con la mirada en el cuarto:

-¿Qué se han hecho las flores que había aquí ayer? Hoy no las han repuesto.

-Si hubiera sabido que te complacía verlas ahí, las habría hecho poner. En Bogotá no eras aficionado a las flores.

Y me puse a hojear un libro que estaba abierto sobre la mesa.

-Jamás lo he sido -contestó Óscar-, pero... ¡no leas hombre! Mira: hazme el favor de sentarte aquí cerca, porque tengo que referirte cosas muy interesantes. Cierra la puerta.

Me vi sin salida; hice un esfuerzo para preparar mi fisonomía lo mejor que me fuera posible en tal lance, resuelto en todo caso a ocultar a Óscar lo enorme que era la necedad que cometía haciéndome sus confianzas.

Su padre, que llegó en aquel momento al umbral de la puerta, me libró del tormento a que iba a sujetarme.

-Óscar -dijo don Sebastián desde afuera-: te necesitamos acá -había en el tono de su voz algo que me pareció significar: «eso está ya muy adelantado».

Óscar se figuró que sus asuntos marchaban gloriosamente. De un salto se puso en pie contestando:

-Voy en este momento -y salió.

A no haber yo fingido leer con la mayor calma en aquellos instantes, probablemente se habría acercado a mí, para decirme sonriendo: «En vista de la sorpresa que te preparo, vas a perdonarme el que no te haya dicho nada hasta ahora sobre este asunto»... Mas yo debí de parecerle tan indiferente a lo que pasaba como traté de fingirlo; lo cual fue conseguir mucho.

Por el ruido de las pisadas de la pareja, conocí que entraba al cuarto de mi padre.

No queriendo verme de nuevo en peligro de que Óscar me hablase de sus asuntos, me dirigí a los aposentos de mi madre. Camila se hallaba en el costurero: estaba sentada en una silla de cenchas, de la cual caía espumosa, arregazada a trechos con lazos de cinta celeste, su falda de muselina blanca; la cabellera, sin trenzar aún, rodábale en bucles sobre los hombros. En la alfombra que tenía a los pies, se había quedado dormido Santiago, rodeado de sus juguetes. Ella, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, parecía estar viendo al niño: habiéndosele caído de las manos el linón que cosía, descansaba sobre la alfombra.

CamilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora