Capítulo 59

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Al sentarnos a la mesa manifesté a T*** que deseaba continuar el viaje la misma tarde si era posible, suplicándole venciese inconvenientes. Él pareció consultar a Eugenio, quien se apresuró a responderme que las bestias estaban en el pueblo y que la noche era de luna. Le di orden para que sin demora preparase nuestra marcha; y en vista de la manera cómo lo resolví, T*** no hizo observación de ninguna especie.

Poco rato después me presentó Eugenio los arreos de montar, manifestándome por lo bajo cuánto le complacía el que no pernoctásemos en Juntas.

Arreglado lo necesario para que T*** pagase la conducción de mi equipaje hasta allí y lo pusiera en camino nuevamente, nos despedimos de él y montamos en buenas mulas, seguidos de un muchacho, que caballero en otra, llevaba al arzón un par de cuchugos pequeños con mi ropa de camino y algo de avío que se apresuró a poner en ellos nuestro huésped.

Habíamos vencido más de la mitad de la subida de la Puerta cuando se ocultaba ya el sol. En los momentos en que mi cabalgadura tomaba aliento, no pude menos de ver con satisfacción la hondonada de donde acababa de salir, y respiré con deleite el aire vivificador de la sierra. Veía ya en el fondo de la profunda vega la población de Juntas con sus techumbres pajizas y cenicientas: el Dagua, lujoso con la luz que entonces lo bañaba, orlaba el islote del caserío, y rodando precipitadamente hasta perderse en la revuelta del Credo, espejeaba a lo lejos en las playas de Sombrerillo.

Por primera vez después de mi salida de Londres me sentía absolutamente dueña de mi voluntad para acortar la distancia que me separaba de Camila. La certeza de que solamente me faltaban por hacer dos jornadas para terminar el viaje, hubiera sido bastante a hacerme reventar durante ellas cuatro mulas como la que cabalgaba. Eugenio, experimentado de lo que resulta de tales afanes en tales caminos, trató de hacerme moderar algo el paso, y con el justo pretexto de servir de guía, se me colocó por delante a tiempo que faltaba poco para que coronáramos la cuesta.

Cuando llegamos al Hormiguero, solamente la luna nos mostraba la senda. Me detuve porque Eugenio había echado pie a tierra allí, lo cual tenía en alarma a los perros de la casa. Recostándose él sobre el cuello de mi mula, me dijo sonriendo:

-¿Le parece bueno que durmamos aquí? Ésta es buena gente y hay pasto para las bestias.

-No seas flojo -le contesté-: yo no tengo sueño y las mulas están frescas.

-No se afane -me observó tomándome el estribo-: lo que quiero es ventear estos judas, no sea que se nos achajuanen por estar tan ovachonas. Justo viene con mis mulas para Juntas -continuó descinchando la mía-, y según me dijo ese muchacho que encontramos en la Puerta, debe toldar esta noche en Santana, si no consigue llegar a Hojas. Donde lo encontremos, tomamos chocolate e iremos a dormir un ratico por ahí donde se pueda. ¿Le gusta así?

-Por supuesto: es necesario llegar a Cali mañana en la tarde.

-No tanto: dando las siete en San Francisco iremos entrando; pero yendo a mi paso, porque de no, daremos gracias en llegar a San Antonio.

Hablando y haciendo, bañaba los lomos de las mulas con buchadas de anisado. Sacó fuego de su eslabón y encendió cigarro; echó una reprimenda al muchacho, que venía atrasándose, porque diz que su mula era cueruda, y emprendimos nuevamente marcha mal despedidos por los gozques de la casita.

No obstante que el camino estaba bueno, es decir, seco, no pudimos llegar a Hojas sino pasadas las diez. Sobre el plano que corona la cuesta blanqueaba una tolda. Eugenio, fijándose en las mulas que ramoneaban en las orillas de la senda, dijo:

-Ahí está Justo, porque aquí andan el Tamborero y el Frontino, que nunca desmanchan.

-¿Qué gente es ésa? -le pregunté.

-Pues machos míos.

Silencio profundo reinaba en torno de la caravana arriera: un viento frío columpiaba los cañaverales y mandules de las faldas vecinas, avivando a veces las brasas amortiguadas de dos fogones inmediatos a la tolda. Junto a uno de ellos dormía enroscado un perro negro, que gruñó al sentirnos y ladró al reconocernos por extraños.

-¡Avemaría! -gritó Eugenio, dando así a los arrieros el saludo que entre ellos se acostumbra al llegar a una posada-. ¡Calla, Barbillas! -agregó dirigiéndose al perro y echando pie a tierra.

Un mulato alto y delgado salió de entre las barricadas de zurrones de tabaco, que tapiaban los dos costados de la tolda por donde ésta no llegaba hasta el suelo: era el caporal Justo. Vestía camisa de coleta con pretensiones a blusa corta, calzoncillos bombachos, y tenía la cabeza cubierta con un pañuelo atado a la nuca.

-¡Ole! ñor Eugenio -dijo a su patrón reconociéndolo; y agregó-: ¿éste no es la niña Lauren?

Correspondimos a sus saludos, Eugenio con un pampeo en la espalda y una chanzoneta, yo lo más cariñosamente que el estropeo me lo permitía.

-Apéense -continuó el caporal-; traerán cansada alguna mula.

-Las tuyas serán las cansadas -le respondió Eugenio-, pues vienen a paso de hormiga.

-Ahí verá que no. ¿Pero qué andan haciendo a estas horas?

-Caminando mientras tú roncas. Déjate de conversar y manda al guión que nos atice unas brasas para hacer chocolate.

Los otros arrieros se habían despertado, así como el negrito que debía atizar. Justo encendió un cabo de vela, y después de colocarlo en un plátano agujereado, tendió un cobijón limpio en el suelo para que yo me sentase.

-¿Y hast'onde van ahora? -preguntó, mientras Eugenio sacaba de sus cojinetes provisiones para acompañar el chocolate.

-A Santana -respondió-. ¿Cómo van las muletas? El hijo de la García me dijo al salir de Juntas que se te había cansado la rosilla.

-Es la única maulona, pero ten con ten, ahí viene.

-No vayas a sacar carga de fardos en ellas.

-¡Tan fullero que era yo! Y qué buenas van a salir las condenadas: eso sí, la manzanilla me hizo en Santa Rosa una de toditicos los diablos: quien la ve tan tasajuda y es la más filática; pero ya va dando: con los atillos la traigo desde Platanares.

La olleta de chocolate hirviendo entró en escena, y los arrieros a cual más listo ofrecieron sus matecillos de cintura para que lo tomásemos.

-¡Válgame! -decía Silverio mientras yo saboreaba aquel chocolate arrieramente hecho y servido, pero el más oportuno que me ha venido a las manos-. ¿Quién iba a conocer a la niña Lauren? Al reventón llevará a ñor Eugenio; ¿no?

En cambio de su agua tibia de calabazo dimos a Silverio y a sus mozos buen brandy, y nos dispusimos a marchar.

-Las once irán siendo -dijo el caporal alzando a ver la luna, que bañaba con blanca luz las altivas lomas de los Chancos y Bitaco.

Vi el reloj y efectivamente eran las once. Nos despedimos de los arrieros, y cuando nos habíamos alejado media cuadra de la tolda, llamó Silverio a Eugenio: éste me alcanzó pocos instantes después.

CamilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora