Capítulo 21

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Al día siguiente al amanecer tomé el camino de la montaña, acompañado de Carlos Miguel, que iba cargado con algunos regalos de mi madre para Dinah y las muchachas.

Seguíanos Mayo: su fidelidad era superior a todo escarmiento, a pesar de algunos malos ratos que había tenido en esa clase de expediciones, impropias ya de sus años.

Pasado el puente del río, encontramos a Andrés y a su sobrino Pablo que venían ya a buscarme. Aquél me habló al punto de su proyecto de caza, reducido a asestar un golpe certero a un tigre famoso en las cercanías, que le había muerto algunos corderos. Teníale seguido el rastro al animal y descubierta una de sus guaridas en el nacimiento del río, a más de media legua arriba de la posesión.

Carlos Miguel dejó de sudar al oír estos pormenores, y poniendo sobre la hojarasca el cesto que llevaba, nos veía con ojos tales cual si estuviera oyendo discutir un proyecto de asesinato.

Andrés continuó hablando así de su plan de ataque:

-Respondo con mis orejas de que no se nos va. Ya veremos si el valluno Gustavo es tan jaque como dice. De Bartolo sí respondo. ¿Trae la munición gruesa?

-Sí -le respondí-, y la escopeta larga.

-Hoy es el día de Pablo. El tiene mucha gana de verle hacer a usted una jugada, porque yo le he dicho que usted y yo llamamos errados los tiros cuando apuntamos a la frente de un oso y la bala se zampa por un ojo.

Rió estrepitosamente, dándole palmadas sobre el hombro a su sobrino.

-Bueno, y vámonos -continuó-: pero que lleve el negrito estas legumbres a la señora, porque yo me vuelvo -y se echó a la espalda el cesto de Carlos Miguel, diciendo-: ¿serán cosas dulces que la niña Camila pone para su primo?...

-Ahí vendrá algo que mi madre le envía a Dinah.

-Pero ¿qué es lo que ha tenido la niña? Yo la vi ayer a la pasada tan fresca y lucida como siempre. Parece botón de rosa de Castilla.

-Está buena ya.

-Y tú ¿qué haces ahí que no te largas, negritico -dijo Andrés a Carlos Miguel-. Carga con la guambía y vete, para que vuelvas pronto, porque más tarde no te conviene andar solo por aquí. No hay que decir nada allá abajo.

-¡Cuidado con no volver! -le grité cuando estaba él del otro lado del río.

Carlos Miguel desapareció entre el carrizal como un guatín asustado.

Pablo era un mocetón de mi edad. Hacía dos meses que había venido de la Provincia a acompañar a su tío, y estaba locamente enamorado, de tiempo atrás, de su prima Sonia.

La fisonomía del sobrino tenía toda la nobleza que hacía interesante la del anciano; pero lo más notable en ella era una linda boca, sin bozo aún, cuya sonrisa femenina contrastaba con la energía varonil de las otras facciones. Manso de carácter, apuesto, e infatigable en el trabajo, era un tesoro para Andrés y el más adecuado marido para Sonia.

La señora Dinah y las muchachas salieron a recibirme a la puerta de la cabaña, risueñas y afectuosas. Nuestro frecuente trato en los últimos meses había hecho que las muchachas fuesen menos tímidas conmigo. Andrés mismo en nuestras cacerías, es decir, en el campo de batalla, ejercía sobre mí una autoridad paternal, todo lo cual desaparecía cuando se presentaban en casa, como si fuese un secreto nuestra amistad leal y sencilla.

-¡Al fin, al fin! -dijo la señora Dinah tomándome por el brazo para introducirme a la salita-. ¡Siete días!... uno por uno los hemos contado.

Las muchachas me miraban sonriendo maliciosamente.

CamilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora