Capítulo 38

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Pasados diez días, mi padre estaba convaleciente, y la alegría había vuelto a nuestra casa. Cuando una enfermedad nos ha hecho temer la pérdida de una persona amada, aquel temor aviva nuestros más dulces afectos hacia ella, y hay en los cuidados que le prodigamos, alejado ya el peligro, una ternura capaz de desarmar a la muerte misma.

Había recomendado el médico que se procurase al espíritu del enfermo la mayor tranquilidad posible. Se evitaba cuidadosamente hablarle de negocios. Luego que pudo levantarse, le instamos que eligiera un libro para leerle en algunos ratos, y escogió el Diario de Napoleón en Santa Elena, lectura que siempre lo conmovía hondamente.

Reunidos en el costurero de mi madre, nos turnábamos para leerle Taylor, Camila y yo; y si lo notábamos alguna vez dominado por la tristeza, Taylor tocaba la guitarra para distraerlo. Otras veces solía él hablarnos de los días de su niñez, de sus padres y hermanos, o nos refería con entusiasmo los viajes que había hecho en su primera juventud. En ocasiones se chanceaba con mi madre criticando las costumbres del Chocó, por reír al oírla hacer la defensa de su tierra natal.

-¿Cuántos años tenía yo cuando nos casamos? -le preguntó una vez, después de haber hablado de los primeros días de su matrimonio y de un incendio que los dejó completamente arruinados a los dos meses de verificado aquél.

-Veintiuno -respondió ella.

-No, hija; tenía veinte. Yo engañé a la señora (así llamaba a su suegra) temeroso de que me creyese muy muchacho. Como las mujeres, cuando sus maridos empiezan a envejecer, nunca recuerdan bien los años que ellos tienen, fácil me ha sido luego rectificar la cuenta.

-¿Veinte años no más? -preguntó Taylor admirada.

-Ya lo oyes -respondió mi madre.

-Y usted ¿cuántos, mamá? -preguntó Camila.

-Yo tenía dieciséis: un año más de los que tienes tú.

-Pero dile que te cuente -dijo mi padre- la importancia que se daba para conmigo desde que tuvo quince, que fue entonces cuando yo resolví casarme con ella y hacerme cristiano.

-A ver, mamá -dijo Camila.

-Pregúntale a él primero -respondió mi madre-, a qué se resolvió por eso que él llama la importancia que para con él me daba.

Todos nos volvimos hacia mi padre; y él dijo:

-A casarme.

Interrumpió aquella conversación la llegada de Carlos Miguel, que venía del pueblo trayendo la correspondencia. Entregó algunos periódicos y dos cartas, ambas firmadas por el señor P***, y una de ellas de fecha bastante atrasada.

Luego que vi las firmas, se las pasé a mi padre.

-¡Ah! sí -dijo devolviéndomelas-; esperaba cartas de él.

La primera se reducía a anunciar que no podría emprender su viaje a Europa sino pasados cuatro meses, lo cual avisaba para que no se precipitasen los preparativos del mío. No me atreví a dirigir una sola mirada a Camila, temeroso de provocar una emoción mayor que la que me dominaba; pero vino en mi ayuda la reflexión que hice instantáneamente de que si mi viaje no se frustraba, me quedaban aún más de tres meses de felicidad. Camila estaba pálida, y pretextaba buscar algo en su cajita de costura que tenía sobre las rodillas. Mi padre, completamente tranquilo, esperó a que yo concluyese la lectura de la primera carta, para decir:

-Qué se va a hacer: veamos la otra.

Leí los primeros renglones, y comprendiendo que iba a serme imposible disimular mi turbación, me acerqué a la ventana como para ver mejor, y poder dar así la espalda a los que oían. La carta decía literalmente esto, en su parte sustancial:

CamilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora