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El tiempo para un dios era muy distinto que para un humano.
Lo que para Gwyndolin no parecía ser más que un parpadeo, para Edric habían sido poco más de siete años, habiendo entrado ya en sus treintas. Se le había hecho costumbre no llevar el casco, solamente su armadura inmaculada. Había cambiado su espada por una poderosa alabarda oscura, pues había desarrollado su fuerza más allá de lo humanamente posible.

¿Cómo lo había hecho?
Con la guía de Gwyndolin, el sol oscuro.
La confianza que había entre ambos había logrado llevar a un humano, sin ningún tipo de maldición, a un plano mortal desconocido. La sombra de Gwyndolin, le llamaban. Gozaba de una libertad que ni los mismos caballeros plateados tenían, pues podía viajar a territorio humano en todo momento, pudiendo visitar a sus familiares. Sin embargo, su lugar era al lado del dios.

   ─ Este milagro fue utilizado en la gran guerra que dio origen a este reino. Lo utilizó mi padre, Gwyn, el rey de los dioses, para alcanzar a los dragones en los cielos; El milagro legendario, Lanza de Luz Solar.

Cerca de las escaleras principales, en una pequeña plataforma que se alzaba sobre la toda la ciudad, Gwyndolin levantó su brazo por encima de su cabeza, atrapando la luz en la palma de su mano. Esta luz rápidamente se convirtió en electricidad, la cual recorrió todo su brazo durante unos instantes, mientras se posicionaba para hacer un lanzamiento. Con una gracia que solo él podría tener, disparó hacia las nubes la energía del milagro. Un relámpago partió por completo cualquier bruma, permitiendo poco después que la luz se proyectara sobre los cuerpos de ambos presentes.

   ─ ¡Qué milagro tan espectacular! Pensar que acabo de presenciar un hechizo utilizado para derribar dragones hace miles de años me hace vibrar de emoción por completo. La historia de los dioses empezó con este milagro, y un humano como yo ha podido verlo en persona ─ hablaba Edric, completamente emocionado. Gwyndolin sonreía amablemente, halagado.

   ─ Es correcto, esta forma de manipular el sol con las palmas de las manos es algo que fue creado para las deidades. Sin embargo, esto no quiere decir que sea de nuestro uso exclusivo. Te he enseñado ya varios hechizos, junto con milagros menores. Algo me susurra que un alma como la tuya sería capaz de utilizar la fuerza que alguna vez perteneció a mi padre.

Había cierta expectativa en las palabras de Gwyndolin, junto con algo de orgullo.
Su semblante, al lado de Edric, era cálido como una hoguera en la noche más fría. Su lenguaje corporal y su manera de referirse a él eran únicas, pues con nadie más él hablaba tan armoniosamente.

   ─ Si Gwyndolin lo cree, entonces yo debo ser capaz de hacerlo ─ exclamó el de cabellos negros, con una sonrisa confiada. 

Edric también había cambiado.
Dejó hacía años de tratar a Gwyndolin como un superior, no por falta de respeto, sino por el más profundo cariño que le tenía. Ellos no tenían una relación de soldado-capitán, no, ellos mantenían una amistad que cada día se hacía más fuerte.

   ─ Sabía que no era una equivocación haberte perdonado la vida aquel día, Edric.

   ─ Me prometí a mí mismo jamás dejar que tus esperanzas se derramaran, Gwyndolin. Espero seguir siendo tan terco y temerario como el día que nos conocimos, porque si no, entonces mi existencia carecería de sentido.

Gwyndolin realizó una mueca por primera vez.

   ─ ¿He dicho algo inoportuno? ─ articuló Edric, preocupado. Nunca le había visto una expresión así. Gwyndolin relajó un poco su rostro, dándose cuenta de su actuar.

   ─ Así ha sido, Edric ─ habló el sol oscuro, con un tono ligero de molestia ─ Tú existes fuera de mi voluntad, de mis deseos, de mis esperanzas. Mortal, no eres una simple herramienta con la que yo esté experimentando, ni mucho menos. Tienes valor porque eres Edric, no porque seas la mano derecha del sol oscuro. No quiero oír a mi querido humano declarar tales barbaries.

Edric calló, mas una sonrisa apareció.
No preguntó, ni avisó, simplemente se acercó al dios y lo abrazó con fuerzas. Era tan pequeño, a comparación de Gwyndolin, que con suerte le llegaba a la altura del ombligo. Era como un niño. El dios de Anor Londo no supo cómo reaccionar. Nunca antes le habían abrazado.

Se quedó petrificado un momento, hasta que un sentimiento de profunda calidez y amor lo invadió. Rodeó la espalda de Edric con un par de sus serpientes, luego, acarició el cabello del menor con cuidado.

   ─ ¿Abrazar a un dios te complace, mi caballero? ─ preguntó, con un atisbo de burla en su voz.

   ─ Así es, su majestad ─ contestó, sin intención de soltarlo.

Miró al horizonte, sin saber qué más decirle.
El fuego que comenzó en su interior duraría toda la eternidad. 
Incluso cuando las cenizas eran todo lo que quedaba, seguían ardiendo como aquel día.

ɢᴡʏɴᴅᴏʟɪɴ: 𝒞𝑒𝓃𝒾𝓏𝒶𝓈 𝒹𝑒 𝒮𝑜𝓁𝑒𝒹𝒶𝒹 𝐼𝓃𝒻𝒾𝓃𝒾𝓉𝒶Donde viven las historias. Descúbrelo ahora