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Como la brisa, refrescó brevemente.

Edric murió a los cuarenta y tres años de edad.
Gwyndolin lo encontró sin vida al despertar una mañana ahí, el rostro tranquilo, como si se encontrara soñando algo bello. Su alma se había hecho cenizas.

De un día a otro, había perdido todas sus fuerzas.

Pese a que el caballero estaba en su punto máximo, seguía siendo un humano.
Su mortal cuerpo no fue capaz de soportar su poderosa alma. Murió mientras dormía, ignorante de su destino.

El menor del linaje solar se arrodilló a su lado.
Había visto morir a un número incontable de humanos. Cerraba sus ojos un segundo y, para cuando volvía en sí, estos habían envejecido tanto como para morir. Eran tan efímeros, tan frágiles, inclusive. Conoció a Edric durante veintidós años, nada más que un mero
instante de su vida.

Nunca esperó que fuese el más doloroso de su existencia.
Como cicatrices, procuró dejar marcada en su memoria la imagen de Edric, yaciendo recostado frente a él. La corona sobre el cabello, pues procuraba no retirársela nunca, ni siquiera al dormir. Las manos juntas sobre el pecho, los dedos entrelazados, descansando con armonía. Un anillo sobre su dedo anular reflejaba tenuemente la luz que entraba por el gran ventanal de la habitación. 

Edric de Anor Londo, el príncipe consorte del rey dios Gwyndolin, había fallecido.
Las memorias sobre el evento eran difusas. La mente de la deidad se encontraba cada vez más comprometida, como un papel consumiéndose lentamente conforme el fuego avanzaba en su imperturbable camino. Era mucho más difícil escapar de la cruel realidad.

Los caballeros plateados rindieron un gran homenaje a ese gran hombre.
Se permitió a los familiares de Edric asistir a velarle, celebrándose una gran fiesta en su honor, pues la tristeza no era una de las facetas del príncipe. Gwyndolin no festejó. Tampoco sonrió mientras acompañaba a sus soldados; él simplemente deambuló alrededor de la muerte de su humano. Fue de un lado a otro, la mente en blanco, mientras las horas pasaban. Palabras salían de su boca, sin ser capaz de recordar ninguna. Se encontró, por primera vez, abrumado.

El ataúd fue cargado solemnemente a lo largo y ancho del pasillo donde alguna vez Gwyndolin manejaba su pacto, protegido del mundo cenizo que sucumbía ante la maldición de los no muertos. Le pareció acorde que él descansara eternamente en su antiguo refugio, convirtiéndolo ahora en un mausoleo. Las pisadas de los caballeros resonaban mientras el dios iluminaba cada esquina con la electricidad de los rayos que era capaz de producir. 

Su rostro se encontraba imperturbable.
Sereno, sí, mas se podía leer frustración en su expresión conforme llegaba al sitio.
Las flores blancas adornaban cada esquina del gran salón. Todos los soldados reales habían depositado un lirio puro en memoria del príncipe, desbordando la estancia de un precioso color blanquecino, pues era el tono favorito de Edric.

   ─ Fuiste peculiar desde el primer día hasta el último.

La voz resonó en el salón, ya vacío de asistentes.
Gwyndolin había pedido un momento a solas con él antes de cerrar el baúl donde dormiría por siempre. Acariciaba el rostro del menor mientras susurraba, todavía con cierto aire de inconsciencia sobre lo que todo aquello significaba.  

   ─ Fue... fue grato ─ musitaba, mientras una sonrisa frágil recorría su rostro ─ Mi padre me encomendó su última voluntad; alejarlos a todos ustedes de Anor Londo. Creía que no tendría que convivir con un humano nunca más, hasta que llegaste tú. Te di la oportunidad de actuar, he hiciste más de lo que alguna vez pensé posible para un mortal.

Gwyndolin cerró sus ojos un momento, parpadeando con lentitud.
Todavía era capaz de oír su voz, de verlo frente a él, pues su memoria era de oro puro. Lo sentía a su lado, aunque este ya hubiera sido apartado. Sintió grilletes atrapando su alma, apretándola y magullando su sentir. Los besos, sus palabras, caricias y las dulces lunas llenas hicieron que tensara sus labios, profundamente adolorido.

Edric le hizo sentir innumerable cantidad de cosas.
Ahora, su ausencia, le provocaba una herida que nadie jamás hubiese podido realizarle.

   ─ Lo hiciste espléndidamente, Edric ─ continuó, titubeando ─ Iluminaste toda una ciudad con tu distinguida presencia, como una estrella fugaz en el firmamento. Una ligera bendición en este mundo maldito... un capricho de esta solitaria deidad. Sin lugar a dudas, fue grato.

Era incapaz de retirar sus ojos de aquel rostro tan tranquilo, ajeno a todos los males del mundo.
Ahí, en ese rincón cubierto de blancas esperanzas, un ángel dormía. 

Se acercó para mirarlo con más detalle.
Era suave como el algodón, bello como el reflejo de la luna sobre el mar, que yacía oculta bajo sus párpados. Los labios del dios temblaron. Se dio cuenta que no volvería a ver esos cristales azules nunca más. Esos ojos que lo habían deslumbrado tantas veces a lo largo de aquellas décadas.

Edric se despidió de Gwyndolin haciéndole pasar el más puro de los sentimientos.
La tristeza, las más profunda y melancólica de las tristezas.

Las lágrimas de aquel dios se resbalaron sobre sus mejillas mientras cortaba la distancia entre él y el humano. Lo besó una última vez, mientras las meras cenizas hacían que el cuerpo del varón todavía fuera suave como en vida. El de blancos cabellos no hizo sonido alguno mientras lloraba, con su expresión, bajo la máscara, fracturada como un vidrio a punto de ceder.

   ─ Descansa, oh, mi adorado, mi primer, único y verdadero consorte... ─ pronunciaron sus besos, mientras lo hacía suyo una última vez. 

La otra mitad de la luna oscura se durmió, jamás regresó.

Y así, el recuerdo llegó a su fin.
Dejó de intentar sostener su mente por sobre la situación; estaba cansado.
Había revivido sus dorados días ya por suficiente tiempo.
Estaba listo para ir con él.


ɢᴡʏɴᴅᴏʟɪɴ: 𝒞𝑒𝓃𝒾𝓏𝒶𝓈 𝒹𝑒 𝒮𝑜𝓁𝑒𝒹𝒶𝒹 𝐼𝓃𝒻𝒾𝓃𝒾𝓉𝒶Donde viven las historias. Descúbrelo ahora