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Gwyndolin dejó de luchar.
Aceptó el final, la cruel realidad.

Esas memorias habían ocurrido hace miles de años, poco después de que la llama hubiera sido reavivada una vez más. Había gobernado Anor Londo sin interrupciones durante todo ese tiempo.

Hasta que llegó el Pontífice Sullyvhan y, junto con él, su verdugo.

Aldrich, el santo de la oscuridad.
El último dios de la familia real, Gwyndolin, había sido debilitado, atrapado y posteriormente devorado por aquel señor de las cenizas. Su fin se hallaba frente a él, mientras con sufrida lentitud, todo su ser perdiéndose conforme el tiempo pasaba. Su divina vida, escapándose de sus manos. El dolor era insoportable, apenas fue capaz de revivir aquellos bellos días, esos que tanto adoró, guardados con candado y cuidado dentro de su inmaculada mente, ahora infectada. Su príncipe fue el único que logró calmar su camino a la inexistencia.

En el salón que alguna vez fue custodiado por Ornstein, el asesino de dragones, y Smough, el verdugo, Gwyndolin era devorado día tras día; la carne arrancada, la piel magullada y su mente, casi por completo, fracturada. Jamás esperó caer de una forma tan horrenda. Lo había intentado con todas sus fuerzas, miles y miles de años, siempre fiel a sus convicciones, mas al final habían encontrado un punto débil en él y lo habían explotado con gran eficacia. 

El dios, afino a la luna, luchó durante meses a la asimilación, pese a su débil estado.
Era el orgulloso hijo menor de Gwyn, y aunque al final no serviría de nada, rasgó cuanto pudo con su luz a esa inmutable oscuridad. Decenas de «seres de ceniza» (pues así los llamaban ahora) habían llegado hasta donde él estaba siendo consumido, mas siendo usado como marioneta por Aldrich, había acabado con todos y cada uno de ellos. 

Las esperanzas de ser asesinado junto con aquel señor se habían esfumado.
Su poder sería usurpado, no había nada que hacer. Su cadáver sería la máscara de ese monstruo. Su ciudad sería tomada por Sullyvhan. Había fallado por completo. 

Pero estaba tan, tan cansado de todo ello.
Se dejó extinguir, ya sin resistencia alguna. Dolía, dolía como nada que hubiera sentido antes, pero estaba ya cerca de desaparecer. Hasta que llegó un día.

Un ser de ceniza cruzó las puertas de la gran sala.
Su cuerpo se movió automáticamente, pues no era él quien actuaba, sino la abominación de la oscuridad. Su gran alabarda mágica, emanando un tono violeta, atacó a una velocidad desmesurada, poco agraciada para un dios, como un animal salvaje rabioso. Gwyndolin gruñó de dolor. Sentía sus músculos retorcerse y partirse, pues a su cruel invasor no le importaba lo que sintiera.

Un atisbo de sorpresa corrió por la ya casi rota mente del dios.
El ser de ceniza era muy capaz; rodaba de un lado a otro, esquivando limpiamente sus ataques. Era alguien fuerte, pues la mayoría recibía daño al poco de llegar. En un momento dado, el desconocido se alejó mientras las flechas del dios lo seguían. Con gran habilidad, saltó sobre los restos de un pilar, tomándolo como base para dar otro gran salto. Un rayo de luz iluminó la eterna noche de Anor Londo. No era la luz del sol, sino la de un milagro.

En la mano de aquel cenizo, la Lanza de Luz Solar emergió como un fénix, hermoso, precioso y, por sobre todo, poderoso. No era una imitación debilitada, pasada de generación en generación entre los mortales. Gwyndolin abrió bien sus ojos, por reflejo, controlando durante un instante su ser. Esa lanza era auténtica, un milagro de tiempos inmemoriales usado por su padre en la guerra contra los dragones.

Chilló cuando la electricidad impactó su carne.
Escupió una sustancia negra, pero no titubeó. Aldrich atacó, Gwyndolin tembló.
La luz, aunque momentánea, le permitió verlo. Aún hueco, reconoció aquel rostro.
Esos ojos seguían ahí.

Edric dejó ver una alabarda negra partida a la mitad.
Su uso era más dificultoso, mas su fuerza le permitía blandirla sin ningún problema. Atacó una y otra vez, desgarrando la monstruosa cola de Aldrich. Los gritos de Gwyndolin caían sobre él como pesados yunques, abrumándolo. Eran alaridos desgarradores, de muerte y tristeza absoluta. Siguió atacando pese a todo, el fuego envolviendo los alrededores, el dios calcinándose, sus ataques más fuertes y veloces.

La batalla fue feroz.
El dios giraba mientras pequeñas bolas de energía púrpuras seguían a su objetivo.
Las flechas en llamas caían en cada rincón de la habitación, la sangre oscura manchaba las paredes mientras el cenizo cortaba el cuerpo de aquella deidad perdida. Una flecha cortó la frente de Edric mientras apuñalaba, cual estaca, el pecho de Gwyndolin. Sin embargo, Aldrich se negaba a morir. Obligó al sol oscuro a usar sus brazos como cuchillas, enterrándoselos en ambos costados del pecho.

El ojiazul sangró por la boca a chorros, pero eso no menguó su ataque, sino que al contrario.
Gritó, no, más bien vociferó con furia. Tal era la fuerza de su grito que hizo vibrar el suelo, mientras electricidad envolvía el filo de su arma. Sin necesidad de resina dorada, imbuyó su alabarda en un parpadeo. Sin dudas en su corazón, terminó de atravesar el cuerpo del último dios de Anor Londo. 

El fuego se apagó, las chispas cesaron.
Gwyndolin miró unos segundos al techo, sonrisa esbozada, antes de caer sin fuerzas al suelo. Su cometido había sido cumplido; no atormentaría a su ciudad tras ser asimilado. Eso era todo lo que le importaba. Sintió la brisa del aire una última vez, libre del parásito de las cenizas durante unos instantes, antes de perecer. El golpe contra el suelo jamás llegó.

   ─ Lamento profundamente la tardanza, Gran dios Gwyndolin ─ la voz que llegaba a sus oídos delataba inmensa fragilidad, mas era dulce, como la misma miel.

Edric, falto de fuerzas, lo atrapó y cayó al suelo junto con él.
El cuerpo de Gwyndolin se había reducido en gran medida. La sustancia negra que conformaba a Aldrich se deshizo gradualmente, dejando los restos del dios sobre el suelo de la arena. Sus piernas habían desaparecido, dejando muñones de carne envueltos en una tinta negra como el mismo abismo. Estas rayas oscuras recorrían su cuerpo hasta la altura de su corazón, abierto por la herida de la alabarda. 

   ─ Edric... ¿es... imaginación mía, un consuelo en las puertas de la muerte, o es que de verdad... estás aquí? ─ exclamó, aferrándose al existir con la última llama de su alma.

   ─ Aquí me encuentro, no es ninguna ilusión, Gwyndolin ─ sonrió, los labios temblándole, la expresión enternecida ─ Las campanas también me han llamado a mí, me he convertido en no muerto... y lo primero que hice fue buscarte. Perdóname, no llegué a tiempo para ayudarte, Gwyndolin...

Un hilo de sangre comenzó a salir por la nariz del dios.
Sin embargo, seguía sonriendo.

   ─ Edric, príncipe mío... de hecho, llegaste justo a tiempo ─ río levemente, contento, el cuerpo indoloro, colocando su mano sobre el cachete del contrario ─ Anhelaba poder verte una última vez, incluso... aunque fuera de esta manera... tus ojos siguen siendo tan hermosos como siempre. Este es... mi más grande presente.

Acarició con gran amor esa cara que tantos suspiros había logrado extraerle a un dios.
Sus ojos chispeaban, como una fogata a punto de hacerse cenizas, titilando con fuerza, la luz perdiéndose conforme usaba sus preciosos ojos grises para mirarlo. 

   ─ G-Gwyndolin... ─ murmuró Edric, sobrecogido por las palabras de su querido sol ─ Siempre... no importa cuándo, en qué era, si existe el sol o si la oscuridad finalmente reina; tú siempre serás mi luz. El rey de Anor Londo, el último y orgulloso dios de esta majestuosa ciudad. Mi hermosa luna... gracias por todo, mi rey...

El cuerpo del mayor comenzó a perder su fulgor desde las rayas oscuras.
Eso no le arrebató su sonreír.

   ─ ¿Te lo dije alguna vez, Edric? ─ su voz recuperó fuerzas. Era el final. Sus ojos dejaron de brillar, pues había perdido la vista.

   ─ ¿D-De qué se trata, Gwyndolin?

   ─ Te amo, mi príncipe. 

Sus labios se volvieron a encontrar tras un millón de lunas llenas.
El consorte le besó con dulzura, tomándolo de la mano que le acariciaba, sosteniendo su divino cuerpo con el otro brazo. Sus caricias hablaron por ellos, en un par de segundos, preciosamente comunicando todo aquello que no les dio tiempo a conversar en aquellas épocas doradas. Luz dorada se derramaba entre los labios de ambos, recorriendo sus cuerpos con gran armonía, pintando los alrededores con un cálido y hogareño tono luminoso.

Su hogar vivió de nuevo unos momentos.
Y ahí, Gwyndolin soltó la mano de Edric, pues se había ido a casa.

Edric notó sorprendido cómo el cuerpo de su amado se volvía cenizas, brillando en el aire, como pequeñas luciérnagas yendo hacia al cielo. Tras unos instantes, toda luz desapareció, dejando al varón solo, como ceniza en soledad infinita.

Su corazón, por el contrario, se sentía en paz.
El cuerpo no le temblaba, en cambio, él rió por lo bajo, pues notó su piel curada y su estado hueco borrado. Él le había regresado su humanidad.

   ─ Y yo te amo a ti, mi rey. 

Pues cuando se volvió su consorte, Edric le dio todo; incluida su alma.



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ɢᴡʏɴᴅᴏʟɪɴ: 𝒞𝑒𝓃𝒾𝓏𝒶𝓈 𝒹𝑒 𝒮𝑜𝓁𝑒𝒹𝒶𝒹 𝐼𝓃𝒻𝒾𝓃𝒾𝓉𝒶Donde viven las historias. Descúbrelo ahora