39| La hora dorada

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CAPÍTULO 39

Carter

«Mira hasta donde nos trajo el camino.

Parece que es hora de ser libres, cariño».

Anónimo

Cuando despierto, aún de madrugada, estoy sudoroso y agitado.

La habitación está a oscuras; el aroma a medicina y cloro abunda aquí dentro y me marea. Me duele el cuello como el infierno, ya que la silla en la que me quedé dormido no es para nada cómoda. También siento un ligero fastidio en la herida del brazo. Los primeros segundos, tal vez diez, permanezco quieto, confundido, con pereza. Sin embargo, cuando mi letargo desaparece y cobro conciencia de la realidad, empieza la pesadilla.

Me levanto de un salto, como si la silla ardiera, y corro hasta encontrar el interruptor de la pared. Lo enciendo. Mi corazón se cae hasta quedar listo para un pisotón. En la camilla, con los ojos cerrados y sangre saliendo de su nariz, Randall está agitándose de forma violenta, con un gruñido. Las maquinas conectadas a él producen un pitido intenso que tortura mis tímpanos. Todos mis órganos parecen removerse en mi interior, provocándome náuseas, y mis pulmones dejan de funcionar lo suficiente para que ruegue por aire.

Durante unos cortos segundos, tal vez diez, me quedo pasmado ahí, de pie como un maldito imbécil sin saber qué hacer, hasta que algo parece reaccionar en mi cerebro y digo lo primero que se me ocurre:

—¿Randall? Demonios, ¿qué...? ¡Mierda, resiste, iré por el médico!

Entonces me lanzo en una carrera por el pasillo que nunca se me hizo más largo que ahora. Mi cuerpo, que parecía haberse detenido durante esos segundos de alarma, ahora revivieron y van al millón. Durante un momento pienso que me caeré de lo frenético que me siento, pero continúo hasta dar con el maldito doctor comiéndose un panecillo. Al verme llegar, no hace falta que abra la boca; mi expresión lo ha de decir todo.

Todo sucede deprisa; el doctor toca un botón de la mesa en la que está aplastado y llama a su equipo de enfermeros, guarda el pan y se va en una carrera a la habitación de Randall. Mis manos tiemblan. Las luces brillantes del hospital parecen ser ahora grises. Voy detrás del doctor, dispuesto a no dejar solo a Randall ni un minuto más, pero una de las enfermeras que ahora vigila la puerta me detiene.

—Lo lamento, pero...

—Déjeme entrar, ¡se lo ruego, mujer!

Ella me lanza una mirada compasiva que odio.

—El doctor está trabajando, tenga paciencia y no interfiera —dice, con un tono algo duro que deja en claro que, a menos que la derribe, no me dejará pasar. Así que, sin fuerza suficiente para discutir, me largo por el pasillo de vuelta. 

En lugar de ir hasta la sala de espera, me encierro en los baños que, por suerte, están vacíos. No me sorprende, es plena madrugada. Mi corazón arde como una fogata en el verano. En mi sangre fluye el miedo a toda velocidad, avivando el fuego de la desesperación. Sin pensarlo me meto a uno de los cubículos y expulso todo lo que tengo en el estómago. Así y todo, no consigo librarme de la horrible sensación que me inunda desde que lo vi allí, convulsionando, inconsciente.

Siento una extraña mezcla de debilidad y euforia. Una nueva capa de sudor gélido me cubre y algunos mechones de pelo se han adherido a mi frente. Como puedo camino hasta los lavamanos y, con las manos temblorosas, me sostengo de la superficie. Al verme al espejo, no me reconozco en absoluto. Veo un fantasma. En mis ojos se lee el temor vivo y feroz. Las bolsas bajo estos son más oscuras que nunca sobre la piel pálida. Parece que estos días en el hospital he rebajado unos diez kilos.

Efímero [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora