Una vez que el autobús llegó a su destino Margarita, acompañada de la fiel Gertrudis descendió del mismo. La muchacha iba cabizbaja, hundida pensando que estaba condenada a pasar el resto de sus días en un convento y que nunca más iba a volver a ver a su amado Carlos. Todo el camino había tenido que ir aguantando la charla de Gertrudis ¿pero tu en que pensabas niña? ¿Cómo se te ocurre deshonrarte así? ¿sodomía por Dios? Y bla, bla, bla...
En la propia parada cogieron un taxi que las llevó a las afueras de Madrid, al convento de las hermanas liberadoras, una comunidad especializada en recoger a niñas descarriadas de buenas familias que aquí recibían una penitencia acorde a su pecado y que, además, ayudaba a mantener el orden social.
Nada más llamar a la imponente puerta de madera maciza, se abrió una pequeña cancela donde la hermana custodia de la portería les preguntó quienes eran y que querían. Una vez Gertrudis las había identificado, les abrió la puerta y las acompañó a ver a la madre superiora, Sor Digna.
Al abrir el despacho de la madre superiora observaron una estancia fría, sobria, con paredes gruesas de piedra, sin apenas adornos, varios flagelos y cilicios colocados ordenadamente por tamaños en una pared lateral, un crucifijo sobrio de madera con figura de porcelana, un cuadro de escenas religiosas de la virgen y un cuadro del papa y otro del caudillo.
¡Tomen asiento por favor! Les indicó Sor Digna con solemnidad, al tiempo que ella misma se sentaba. Gertrudis antes de hacerlo abrió el bolso y sacó una carta de D. Venancio dirigido a la madre superiora. Ella la abrió y la leyó haciendo gestos que ni Gertrudis ni Margarita pudieron descifrar.
Bien, comenzó Sor Digna, por lo que me dice mi viejo conocido D. Venancio (ambos habían coincidido durante la guerra y D. Venancio la había salvado de una horda de salvajes que la tenían retenida y la violaban, azotaban y sodomizaban a diario), ha sido usted señorita descuidada, promiscua, desvergonzada y claramente desconsiderada con los esfuerzos de su bendito padre. El en esta carta me relata lo sucedido y me autoriza a hacer lo que estime oportuno con usted, ya que desde ahora pertenece a mi comunidad. Señora Gertrudis, le agradezco que la haya traído hasta aquí sana y salva, pero a partir de ahora nos encargamos nosotras. Hermana custodia, por favor, acompáñela a la salida.
Margarita lloró y, tratando de agarrarse al ama de llaves, imploró que no la dejara allí, pero fue inútil...¡compórtese y asuma lo que ha hecho! Le gritó la madre superiora. Mientras Gertrudis abandonaba la estancia camino de la salida Sor Digna tocó la campana y al momento apareció otra monja.
¡Sor Rebeca te enseñará cual es tu celda y te acompañará al ritual de iniciación y te enseñará nuestras normas y costumbres!
¡Si madre superiora! Contestó Sor Rebeca
Margarita hizo ademán de coger su maleta y acompañar a Sor Rebeca, pero ella con un gesto le dijo que no lo hiciera, ya fuera del despacho de la madre superiora y mientras recorrían el atrio del convento, la joven guía le dijo que sus cosas ya no le harían falta, que allí todas usaban los mismos ropajes.
La celda era pequeña, fría, austera, muy austera, apenas un catre, un orinal, una cómoda de tres cajones, una mesita de noche con un misal, una palangana, una jarra y un crucifijo. A Margarita se le vino el mundo encima. La aplastante realidad hizo que comenzase a llorar desconsoladamente... A Sor Rebeca le dio un poco de pena y trató de animarla...ya verás esto no es tan terrible, a veces lo pasamos bien...
A veces lo pasamos bien... esas palabras retumbaron en su cabeza...a veces...a veces...¡Dios mío que había hecho!
El ruido de la campana le hizo notar a Sor Rebeca que ya era el momento de llevar a la novicia a la iniciación.
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La Familia Terrateniente
General FictionUna joven de origen humilde entra a formar parte de una familia terrateniente con unas normas muy marcadas