Desde que tenías memoria, la manada había sido tu hogar, tu refugio, tu todo.
En la manada de un lobo, la lealtad era un juramento inquebrantable, una promesa silenciosa que cada miembro hacía al nacer y que se reforzaba con cada luna llena, con cada batalla librada juntos.
La confianza era el pilar que mantenía a todos unidos. Era una confianza ciega, casi sagrada, que no necesitaba palabras ni promesas.
La jerarquía dentro de la manada era clara y bien definida, una estructura que aseguraba el orden y la eficiencia.
Jimin, el alfa, era más que un líder. Bajo su guía, la manada prosperaba, encontrando en él fortaleza y seguridad. Su serenidad inspiraba respeto y lealtad, pero su capacidad para ser implacable cuando era necesario lo hacía temido y respetado. Como enemigo, era una tormenta feroz, con una inteligencia estratégica y ferocidad legendaria. Esta dualidad de paz y poder lo convertía en el alfa perfecto, alguien a quien seguir con confianza ciega, sabiendo que siempre protegería y lucharía por su gente. Su palabra era ley.
Vivíamos tiempos de paz en el poblado vikingo. Los conflictos con otras manadas estaban controlados, y únicamente nos dedicábamos a las incursiones mar adentro... en búsqueda de nuevas tierras.
La luna iluminaba nuestro camino, sin obstáculos... Pero en los rincones más oscuros del corazón de un lobo, a veces se ocultaba una sombra que ni siquiera la luz de la luna podía disipar. La oscuridad no llegaba de golpe; se infiltraba lentamente, casi imperceptible, hasta que un día te dabas cuenta de que algo había cambiado.
La oscuridad era astuta, y cuando finalmente abrazaba el corazón de un lobo, lo hacía con una firmeza que no dejaba lugar a la duda. Cuando un lobo se dejaba llevar por la oscuridad de los ancestros malignos... Su verdad solo podía llevar a la manada al caos.
Esto lo descubriste por las malas... A día de hoy, te sigues culpando de no ver las señales, pero nadie se imaginó lo que iba a pasar una vez se inició el ritual del Liarok...