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|| Ella es arte, y anda por ahí  dandole vida a todo rincón.  ||










El conde se daba perfecta cuenta de que Charis, como Sydel, andaban tras un marido.

Ambas eran viudas, pero mientras que el anciano marido de Sydel Blackford había muerto de un ataque al corazón, dejándola muy rica; Lord Plymworth había muerto trágicamente, dejando a Charis en una mala situación económica.

El conde, con una leve sonrisa, pensó en su cabello rojo y en sus ojos verdes y decidió que debía resultar divertido pagar las facturas de su modista.

Su larga experiencia le había hecho un verdadero experto en lo que favorecía a una mujer y había pagado tantas cuentas de costureras, que éstas no sólo respetaban su juicio sino que se apresuraban a llevar a la práctica sus sugerencias.

« Verde » pensó. « Y por supuesto, esmeraldas que hagan juego con el vestido. El azul pavo real también sería muy efectivo en ella, con brillantes en sus pendientes y en la diadema bajo la que resaltarían sus largos y sedosos cabellos ».

El cabello de Sydel era espeso, pero no muy suave al tacto.

Recordó a una mujer, ¿cómo diablos se llamaba?, que tenía un cabello que parecía seda pura y que le llegaba más debajo de la cintura.

«¿Era Cleo? ¿O Janice?». Él nunca recordaba bien los nombres.

Con gran sorpresa, el conde se dio cuenta de que mientras había estado hundido en sus pensamientos, conduciendo al mismo tiempo con gran pericia su carruaje, había llegado a la Casa Trevarnon, en la plaza Grosvenor.

Esta mansión, enorme e impresionante, había sido mejorada por él hasta resultar irreconocible, desde que la heredara de su padre. 

Como el príncipe de Gales, había coleccionado cuadros que eran la envidia y la admiración de un gran número de expertos.

Tenía, de hecho, varios retratos de familia que eran únicos en su clase. Estaba el primer conde de Trevarnon, pintado por Van Dyke: sus sucesores habían sido inmortalizados por Gainsborough y Reynolds. 

Poseía también un retrato reciente de él mismo, que Lawrence le había hecho, por insistencia del Regente.

El conde entró en el amplio vestíbulo decorado con estatuas, adquiridas con gusto exigente.

Su mayordomo se adelantó a toda prisa para tomarle el sombrero de copa y los guantes.

— ¿Tiene ya todo listo para mañana, Hunt? —preguntó el conde.

— Todo, milord.

— Como le expliqué, hay pocos sirvientes en Langston Manor, así que habrá que suplir cualquier deficiencia.

— Lo he tenido en cuenta, milord. El chef lleva dos ayudantes, y los lacayos que estoy seleccionando son capaces de ayudar en los quehaceres domésticos, si es necesario.

— Gracias, Hunt. Y como usted mismo viene con nosotros, no necesitaré preocuparme más por los arreglos.

— No, milord. El chef llevará la mayor parte de los alimentos que vamos a necesitar en los días que estaremos allí, será difícil conseguir algo en la localidad.

Amor prohibidoWhere stories live. Discover now