|| VII ||

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|| Me gusta mirarte cuando no te das cuenta. ||










Tan pronto como Demelza comprendió que los caballeros pasaron al comedor, para la cena, se deslizó por el pasadizo secreto hasta el piso de abajo y después salió por el panel de madera de un muro hacia un corredor que conducía a la puerta del jardín.

Había tenido la precaución de ponerse una capa oscura sobre su vestido, por si alguien la veía moverse por el jardín.

Era poco probable pero como todos sus vestidos eran blancos sabía que destacaban con fuerza sobre el verde oscuro de los arbustos.

Nattie, que hacía todos sus vestidos, había descubierto que el material más barato que podía encontrar en las tiendas de Ascot o de Windsor era la muselina blanca.

Había llevado el mismo tipo de vestidos en los últimos cinco años: faldas largas de cintura alta que descendían rectas, las cuales no sólo favorecían a Demelza, sino que, como era muy esbelta, le daban un aspecto etéreo que tenía una gracia indescriptible.

Después que hubo cerrado tras ella la puerta que daba al jardín, asegurándose de que no quedaba echado el cerrojo, para poder entrar cuando volviera, se movió entre los arbustos, en dirección a las caballerizas.

Estaba segura de que a esas horas de la noche, los cuidadores, jockeys y mozos, después de haber atendido a los caballos para el descanso, debían haberse ido hacia el brezal que rodeaba la pista.

Allí los puestos llenos de luces hacían muy buen negocio desde ese día, víspera de las carreras.

Esperaba, sin embargo, que Abbot se hubiera quedado en las caballerizas, sabiendo que ella aprovecharía la primera oportunidad que tuviera para ir a ver a los caballos del conde.

A Abbot se le había advertido que ella estaba escondida y que de ninguna manera se debía mencionar su nombre a nadie, ni decir que vivía en la casa solariega.

Podían confiar en Abbot, tanto como en Betsy y Jacobs. Demelza estaba segura que en lo que a él se refería no habría ningún tipo de chismorreos como solían darse en otras casas.

Llegó a las caballerizas, donde todo estaba muy callado. Entonces, al cruzar el patio de baldosas apareció Abbot con una linterna en la mano.

— Me imaginé que usted no tardaría en llegar, señorita Demelza —dijo con la afectuosa familiaridad de un viejo sirviente.

— Tú sabes bien que quiero ver a Crusader —contestó Demelza.

— Debemos sentirnos orgullos de tener aquí un ejemplar así —dijo Abbot. Había una nota en su voz que reveló a Demelza, que lo conocía muy bien, lo impresionado que estaba con los famosos caballos del conde.

Abbot se adelantó a ella y abrió la puerta de barrotes de la primera estancia. Demelza vio el caballo que tanto deseaba conocer.

Era un caballo negrísimo, con una estrella en la frente.

¡Un animal magnífico!

Ella sabía que era descendiente directo de Godolphin Arabian, el caballo árabe que había llegado a Inglaterra en 1732 y que después de muchas extrañas y desventuradas peripecias se convirtió en propiedad de Lord Godolphin, yerno de Sarah, la famosa duquesa de Marlborough.

Amor prohibidoWhere stories live. Discover now