Prólogo

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La puerta de la heladera había quedado abierta después de la cena. Tuvo que ser después, y no antes, porque mamá había cenado con nosotros, y luego había lavado los platos. Nadie había pasado el trapo. Hacía calor. Quizás fui yo la que dejé la puerta abierta. Llevaba varios meses estropeada, el agua se acumulaba en el fondo y había que secarla a menudo. No tiene apuro, decía ella. Cuando cobre el mes siguiente la cambiamos. Pero eso nunca pasaba.

Esa noche hacía un calor insoportable. Las sábanas se me pegaban a las piernas por el sudor. Intentaba dormir. Oí un ruído muy fuerte cerca de la puerta de entrada. Nos están robando, pensé. Justo después escuché el llanto de un niño. Tomás se había caído en la cocina. Delante de la heladera había un charco enorme de agua sucia.

Fui corriendo para allá y estaba toda la casa a oscuras. Prendí la luz de la cocina. Se acababa de dar un golpe en la cabeza, aunque por suerte no sangraba. Sonó el timbre. Abrí la puerta pensando ya en pedir disculpas por el ruído. No sabía la hora, pero supuse que sería de madrugada. Tenía miedo de haber molestado a los vecinos. Sí, era muy tarde. Todavía no llevábamos mucho tiempo en aquel departamento, tal vez un año. Era un edificio muy grande de paredes de papel. Los pasos de los vecinos se confundían de lugar y entraban en habitaciones ajenas, y uno no podía sentirse nunca solo en casa. Un hombre muy preocupado me preguntó si estaba bien, que qué había ocurrido. Ni si quiera me había dado cuenta de que la luz seguía apagada.

- No se preocupe, de verdad. Mi hermano resbaló y cayó al piso.

- Si necesitás cualquier cosa, no dudes en tocar timbre. Vivimos acá abajo.

Tomás había dejado de llorar y estaba sentado en la mesa de la cocina. Le di un helado para que se calmase y no tuviera que llamar a mamá, y otro para que se lo pusiera en la cabeza.

Quedamos en que no iba a decirle nada ni a ella ni a papá, porque no me apetecía comerme un reto por algo tan estúpido. La tía Luz llevaba internada en el hospital desde la semana anterior debido a una bacteria intestinal, y de vez en cuando le daban pinchazos en el estómago. Mamá decidió ir a pasar alguna noche a la sala de internación los días de menos trabajo, para que no se sintiera tan sola. Aquel día había comprado revistas de chisme. Uno de los magazín me pareció excesivamente costoso. Creo que a mamá le hacía feliz pensar que las cosas caras eran las de mayor valor.

Tras varios intentos fallidos de conciliar el sueño, decidí tomar un libro de los que me había regalado papá por Navidad. Celebrar las vacaciones de Navidad en verano había sido raro. No era la primera vez, pero tampoco recordaba las anteriores. La tía Luz nos había regalado a todos gorros de Papá Noel hechos de fieltro. No estuvimos con ellos puestos ni diez minutos. Me sentía igual que al lado de las brasas del asado.

Mi dormitorio daba a un pequeño balcón con varias plantas secas. Abrí la ventana primero, pensando que así sería suficiente para refrescarme un poco. Entonces escuché la música que venía de abajo. ¿Sería el departamento del hombre de antes? ¿Qué era aquello? Sonaba un ritmo tranquilo. Parecía música antigua con una base instrumental de hip hop. Un bucle de tango se repetía. Ni siquiera era capaz de distinguir las voces o las letras, porque estaban distorsionadas. No me gusta, escuché decir.

No podía ser el hombre al que le había abierto la puerta. Era la voz de alguien más joven. Me senté junto a la puerta del balcón. Era de metal y estaba fría. Apoyé mi mejilla derecha en el cristal. Cerré los ojos y sentí que me dormía con la música de afuera. Ya no hacía tanto calor. Los árboles se agitaban lentamente y una brisa suave barría la avenida. La ciudad quedaba lejana. Yo habitaba el mundo del sueño. Me quedé dormida con el libro en la mano. Terminaba el poema: ¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño, del otro lado de su muro?

Cruzando la vereda · wosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora