Capítulo II

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Déjame atravesar el viento sin documentos
Que lo haré por el tiempo que tuvimos
Los Rodríguez

Me veo en el espejo esperando una mirada inocente, una valentía innata, una satisfacción. Sin embargo me encuentro niebla, una puerta cerrada, un relieve brusco que finge moverse. Al principio pensé en hablar con mamá, pero estaba dormida y preferí no molestarla. Me tumbé en la cama, mirando al techo limonado que se abría como una flor. Ya no es primavera. Y la sentencia natural me pareció atroz. Pronto decidí que me iba a buscarlo. Cuando iba a abrir la puerta reflexioné sobre mi propia idiotez, me debatí sobre si hacía bien o mal en revolver en los sentimientos de otros. A mí no me habían criado para que me preguntase cosas. Yo era una nena que mandaban y obedecía, que hablaban y callaba.

En Buenos Aires no tenía lugar, apenas tenía compañeros de clase en los que confiase, me dejaba llevar por inclinaciones que no tuviesen que ver con salir y socializar. Papá decía que aquello era una segunda oportunidad. Era la quinta que me daban entre el vaivén de las mudanzas. Llegué a pensar que el problema era que yo hablaba y exponía demasiado mis emociones con la gente nueva. Crucé varios grupos sin éxito. ¿Quién carajos no va a pensar a una edad tan temprana que es él quien está mal si nunca le dicen lo contrario? Por puro aburrimiento, y de tanto explorar mi mundo interior, empezaban a salir preguntas existenciales, que hasta entonces no había podido responder porque eran o demasiado abstractas o complejas: ¿qué diferencia al ser humano del animal? ¿por qué tengo estos gustos y no otros? ¿de dónde venimos? Y el eco de las paredes no respondía, el maestro no respondía, el internet respondía, sí, muchas boludeces y pocas cosas lúcidas. Pero al encontrarme de frente con la pregunta ¿quién ha sido Bautista Guzmán?, no tuve otra elección que mirarla a los ojos y concederle el espacio vital que dominaría mis días durante casi un año entero. La respuesta no iba a ser fácil, esto lo supe desde un inicio, pero en parte era como responder a la pregunta ¿quién soy yo?

Antes de salir había estado repasando fotografías y documentos del abuelo. Nada parecía salirse fuera de lo común, es decir, todo lo que encontré no era más que contenido doméstico que podría pertenecer a cualquier otro. Cualquier persona podría adueñarse del sentido de aquellas imágenes y del legado escrito y habrían tenido el mismo valor intrascendente de los que mueren pobres. Yo estaba ya obsesionada. Eran muchos los matices y asuntos que escapaban a mi comprensión. Sentía que me había pasado la vida al margen de mi propia historia. Hablar del abuelo era como hablar del presentador del telediario, escuchar de él era como saber de Burundi o de Papúa Nueva Guinea. Lo único que sostiene esta relación es la sangre y la nostalgia. Los hombres matan por nostalgia. Y mueren por ella. ¿Acaso merezco llamarme nieta de? ¿Nieta de un hombre que no conozco? ¿Hija de una patria que no me ha visto crecer? Las maletas no me pesan, el hambre no me pesa, el sueño no me pesa. Me pesan los colores que no me puedo cargar a la espalda y las lástimas que se morirán en la memoria. Ellos quedan siempre, pero bien lejos.

Ordenando mi dormitorio había encontrado una carta en la mesita de luz, detrás de una gaveta, de color amarillo. No tenía dirección de remite ni ninguna dedicación en el interior. Era un papel suave, como de seda, y estaba escrita a lápiz, con lo que se leía poco y costoso. La letra sin levantar la mano pareciera que la había escrito un niño. Decía lo siguiente:

Yo no soy lo suficientemente fuerte para esto. Acaso sea verdad lo que dicen algunos, que me aferro demasiado al pasado. Me hago promesas vagas, me diluyo en alcohol los viernes y sábados a la noche, aún sabiendo que esto no me hará olvidar. No puedo perdonarlo ni perdonarme por aquello. Que yo ya no sé lo que es vivir, sino sobrevivir. No sé dónde quedó tu sonrisa, el olor de tu cabello, el lugar donde te amé es de otros. Muchos días he deseado morir. Los hay que dicen que partiste en un barco a Venezuela. Hace demasiado que no sé nada de ti y me estoy perdiendo, me estoy perdiendo a solas. Eso es lo más penoso de esta muerte sin cadáver.

Cruzando la vereda · wosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora