≀ ⎯⎯ ⨾ 𝟎𝟖

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Sergio, visiblemente afectado por el alcohol, intentó esbozar una sonrisa de disculpa, pero su rostro revelaba más bien una expresión de confesión impúdica. Sus ojos enturbiados reflejaban una mezcla de resignación y una cierta aceptación de su propia debilidad. Era como si todo esto hubiera sido inevitable desde siempre, una travesía hacia un destino predecible y desalentador.

Tomó otro trago de vino, cerrando los ojos momentáneamente para saborear el amargor que traía consigo una confirmación de sus deseos ocultos y su consuelo indigno en dicho descubrimiento. A su alrededor, otras mujeres también bebían, levantando sus copas con brazos desnudos que parecían deleitables pero marcados por las cadenas invisibles de compromisos conyugales.

En la playa, el hombre solitario silbaba una canción que había escuchado más temprano en un café del puerto. La luna brillaba alta en el cielo, iluminando la noche fría con su luz plateada, mientras el hombre, quizás sintiendo el frío de la noche, se acomodaba en su lugar.

El servicio del pato a la naranja comenzó, y las mujeres se servían con elegancia y determinación. Habían sido elegidas por su belleza y fortaleza, preparadas para enfrentar cualquier desafío que la vida o la cena les presentara. Murmullos suaves y conversaciones tenues llenaban el aire, complementados por el aroma tentador del pato dorado que capturaba la atención de todos, menos la de Sergio, cuya mente y boca estaban secas, ansiosas por otra cosa que el vino pudiera ofrecerle.

Una canción, esa misma canción del café del puerto que no pudo cantar, resonaba en su cabeza como un eco melancólico de momentos perdidos. Mientras tanto, el hombre en la playa seguía en su propio mundo, con la boca entreabierta desde que pronunció aquel nombre que resonaba en su memoria.

— No, gracias. — Murmuró Sergio, interrumpiendo brevemente el silencio que había caído sobre la mesa.

En los párpados cerrados del hombre en la playa, solo el viento parecía detenerse, llevando consigo el aroma intenso de las magnolias, fluctuando con cada oleada invisible y poderosa que atravesaba el parque.

Sergio rechazó nuevamente el plato que le ofrecían, levantando la mano como señal de negativa. La insistencia cesó a su alrededor, dejando un silencio incómodo que pesaba en el ambiente.

— Perdónenme, pero no podría. — Expresó Sergio con una voz suave pero firme, mientras su mano regresaba al lugar donde reposaba la flor marchita entre su pecho, el aroma persistente que llenaba el aire.

— ¿Quizás sea esta flor, me atrevería a decir, cuyo aroma es tan penetrante? — Musitó una persona ajena, como si buscara en la fragancia de la magnolia alguna respuesta a las preguntas no formuladas que lo acosaban.

— Estoy acostumbrado a las flores, no... no es nada. — Concluyó Sergio, tratando de disipar cualquier atención que pudiera recaer sobre él, sumergiéndose nuevamente en sus pensamientos turbios y oscuros.

𝚇𝚅 ࣪い. 𝕯𝒆́𝒔𝒊𝒓𝒆 ❜Donde viven las historias. Descúbrelo ahora