6. No merecedor

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No pude volver a dormir el resto de la noche

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No pude volver a dormir el resto de la noche. Cada sonido de la tormenta, cada sombra proyectada por los relámpagos, mantenía mi mente alerta y mi cuerpo tenso. El recuerdo de la silueta de Vicenzo y su presencia amenazante me perseguían, haciendo imposible encontrar algún descanso. El terror que sentí cuando intentó asfixiarme no se desvanecía; su mirada fría y el dolor en mi cuello se repetían una y otra vez en mi mente, como una pesadilla recurrente.

Las horas pasaron lentamente, una tras otra, mientras el miedo y la incomodidad se apoderaban de mí. Cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro y sentía su mano apretando mi garganta, y la desesperación me ahogaba de nuevo.

Cuando el reloj marcó las 6:00 a.m. en punto, supe que no podía soportar estar en esa casa ni un minuto más. Me levanté con cuidado, tratando de no hacer ruido. Mi corazón latía con fuerza mientras cruzaba la habitación en silencio. Abrí la puerta lentamente, asegurándome de que no rechinara, y me deslicé fuera al pasillo oscuro.

Mis pasos eran ligeros, casi inaudibles, mientras me dirigía a la salida. La casa, todavía envuelta en penumbra, parecía aún más siniestra a la luz tenue del amanecer que comenzaba a filtrarse por las ventanas. No quería arriesgarme a encontrarme con Vicenzo nuevamente. Necesitaba salir de allí cuanto antes.

Finalmente, llegué a la puerta principal y la abrí con cuidado. Una vez afuera, la sensación de alivio fue abrumadora. Respiré profundamente, sintiendo el aire fresco de la mañana en mi rostro, y caminé rápidamente hacia la calle. Afortunadamente, la tormenta y la niebla habían cesado, dejando el cielo despejado y la atmósfera más tranquila.

Al salir, noté una camioneta negra, entreabierta y sucia, estacionada cerca de la mansión. Pensé que tal vez Vicenzo había tratado de arreglarla durante la noche, lo que explicaría por qué sostenía la llave inglesa. Trataba de ponerle lógica a la situación para no entrar en pánico, aunque el miedo todavía latía en mi interior. Porque, ¿qué sentido tenía que Vicenzo se levantara en medio de la noche, en plena tormenta, solo para reparar una camioneta vieja?

Agité la mano para llamar a un taxi que pasaba por allí, desesperado por alejarme de esa mansión. Me puse los audífonos para que mi mente dejara de hacer ruido; el camino fue tranquilo gracias a eso.

Al llegar a casa, abrí la puerta con cautela, tratando de no hacer ruido. Pero mi madre ya estaba despierta, esperándome en el vestíbulo. Sus ojos se posaron inmediatamente en mi cuello.

—¿Qué es eso en tu cuello, Joel? ¿No se supone que dormirías en casa de Amelie? —demandó con una voz gélida, sus ojos llenos de juicio. —¿Qué has hecho ahora?

Intenté responder, pero mi garganta se cerró, incapaz de articular palabra. Su mirada se endureció aún más.

—¡Eres un pecador! —exclamó con furia, avanzando hacia mí. —Nunca has merecido el perdón ni el amor del Señor. Has deshonrado todo lo que nos enseñó.

El precio del pecado Donde viven las historias. Descúbrelo ahora