3. Al borde

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Jamás había sentido un contacto tan electrizante, jamás alguien había logrado arrancarme jadeos, hacerme sudar, llevarme al borde del abismo con solo un toque

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Jamás había sentido un contacto tan electrizante, jamás alguien había logrado arrancarme jadeos, hacerme sudar, llevarme al borde del abismo con solo un toque. Nunca había estado bajo el dominio de nadie. Mi madre, una devota ferviente, me había inculcado desde niño que mi cuerpo era el templo del Señor, que debía mantenerse puro e intocable. Me había repetido hasta el cansancio que nadie debía profanarlo ni faltarle al respeto. Sin embargo, todo eso parecía desvanecerse ahora.

Las palabras de mi madre resonaban en mi mente, un eco distante frente a la realidad que me envolvía. "Tu cuerpo es sagrado, Joel," decía ella, con esa mirada severa y protectora. Pero aquí estaba yo, en un abismo de sensaciones nuevas e inesperadas, atrapado entre el deseo y la culpa.

Mis pensamientos se disiparon cuando sus manos firmes me sostuvieron, su aliento cálido rozando mi piel. —¿Te gusta? —murmuró Vicenzo, su voz baja y peligrosa, llenando el aire de un magnetismo oscuro. No supe cómo responder, perdido en una vorágine de emociones.

Quise apartarme, recordar las enseñanzas de mi madre, pero mi cuerpo traicionero se arqueaba hacia él, buscándolo, necesitando más. —Dime que lo quieres —insistió Vicenzo, su tono era una mezcla de mando y seducción.

—Esto está mal —balbuceé, mi voz apenas un susurro. —No deberíamos...

—Deberíamos —me interrumpió, su sonrisa torcida reflejando una confianza absoluta. —Esto es lo que deseas, aunque te niegues a admitirlo.

Claro que me resultaba difícil admitir que
un calor intenso invadía mi cuerpo, especialmente en mi parte baja, que sentía una urgencia abrumadora, como si la ropa comenzara a estorbar, como si necesitara más de él, mucho más.

Sus palabras perforaron mi resistencia. Sentí una mezcla de miedo y excitación, una lucha interna que no lograba resolver. Cada vez que trataba de apartarme, Vicenzo me atraía con más fuerza, su dominio absoluto sobre mí cada vez más evidente.

No fueron solo las palabras de mi madre resonando en mi mente lo que me hicieron querer detenerme y sentirme sucio, sino aquella otra voz, más dulce y cercana, que se superponía a la de ella: "Me haces muy feliz, Joel. No puedo imaginar mi vida sin ti". Era él, el hijo del hombre que ahora se encontraba tentandome, haciendo que mi cuerpo sucumbiera a la lujuria.

Esto estaba terriblemente mal.

—El acuerdo es... —iba a decir él, pero de pronto lo interrumpí con firmesa, haciendo sus manos a un lado con la poca fuerza que tenía.

—¡No! —esto está mal, yo no soy así, yo... aghh —me queje mientras lo veía serio, con culpa.

Intentaba abrir el auto pero mis nervios hacían que mis movimientos fueran torpes.

—Joel, espera un momento —ordenó, su voz cargada de impaciencia. Su rostro reflejaba una mezcla de confusión y enojo.

Mi mente estaba decidida. No podía seguir permitiendo que su presencia me confundiera más. Antes de que pudiera decir algo más, abrí la puerta del coche y me bajé rápidamente. Escuché cómo él hacía lo mismo, sus pasos pesados resonando tras de mí.

El precio del pecado Donde viven las historias. Descúbrelo ahora