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BARRERAS

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BARRERAS.

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Ema Hanyu observó el cartel publicitario pegado en el mural de la preparatoria Karasuno. Los colores llamativos y los dibujitos de instrumentos agitaron su corazón. Su mano se extendió y tocó el papel por encima del dibujo del piano, imaginando que tocaba uno de verdad.

Ese era su primer día de clases en la preparatoria. Un nuevo comienzo. Había insistido a su madre en no ir, en dejar el estudio para deprimirse en su habitación y llorar todos los días hasta morir si era posible. Claro que eso no pudo suceder. Tenía que seguir con su vida, ya había llorado mucho durante las vacaciones, aunque todas esas lágrimas derramadas no parecían suficiente. Después de todo, nada le iba a devolver su audición.

— ¿Te gustaría unirte al club de música? — preguntó una grave voz tras su espalda.

Ema no lo oyó, cómo hacia mucho no oía muchas voces.

El chico de cabello corto azabache y lentes hizo una mueca, avergonzado de ser ignorado. Estiró una mano y le tocó el hombro con delicadeza. Ema giró sobre su rostro y lo observó. Intimidada por la estatura y el aura, dio un salto y realizó una reverencia de noventa grados que hizo al otro reír.

— Lo siento si te asuste — dijo el muchacho. Ema se inclinó, escuchando a la lejanía la voz, pero logrando descifrar lo que decía —. Es que, pareces muy interesada en el cartel, ¿te gustaría unirte al club?

La sonrisa del muchacho la abrumó.

Ema lo pensó.

En secundaria había soñado con unirse a un club así, ya que no tenían uno en su antigua escuela, pero ahora... no tenía sentido hacer música si no podía oírla.

Movió la cabeza de lado a lado en negación, mirando sus zapatos bien lustrados antes de echarse a correr por el pasillo ahora abarrotado de líderes de clubs y nuevos estudiantes ansiosos por presentar su solicitud. Ignoró algunos rostros conocidos que la vieron con curiosidad. Los rumores se extendían rápido, seguramente para ese punto todos sabían de su condición. Y sus ojos se llenaron de lágrimas al pensarlo, al recordar.

Era una excelente pianista, con un futuro brillante según su profesor privado, y ahora... de un día para otro, todo se había esfumado. Sus sueños se habían derrumbado.

Estaba empezando a llorar cuando chocó con un cuerpo, se tambaleó y cayó al suelo de sentón. Ema miró sus rodillas y las llevó al pecho, derrotada con esa nueva vida. Sabía que enfrentar la preparatoria no sería fácil, pero no creyó que fuera tan desastrosa. Quería volver a casa y acurrucarse bajo las mantas. Quería llorar.

— Oye, fíjate por dónde vas — exclamó el otro estudiante con el que chocó, que cayó sentado frente a ella. El muchacho se puso de pie con el ceño fruncido, observándola con molestia hasta que se percató del pequeño cuerpo temblando —, ¿estas bien? — preguntó en tono tosco.

Ema se limpió las lágrimas con brusquedad, con el brazo y levantó el rostro, se puso de pie y se disculpó con un movimiento de cabeza, sin haber escuchado lo anterior que el muchacho había dicho. Y volvió a echarse a correr, con la mirada turbada del otro en su espalda.

Ema amaba la música. Le gustaba escuchar el sonido de los pájaros entonando una melodía, las gotas de lluvia cayendo, el aire azotando con fuerza, el sonido del mar y, sobre todo, amaba la sensación que le provocaba cuando la yema de sus dedos tocaban las teclas del piano, con esa electricidad recorriendo su espina dorsal y provocándole escalofríos. Era una sensación difícil de explicar, y lo suficiente satisfactoria para mantenerla con felicidad.

Pero eso iba acabarse pronto.

Un día, Ema había empezado con dolor de cabeza, el pitido en sus oídos y con el pasar de los días tenía que inclinarse mucho hacia quién le hablaba para escuchar.

Antes de terminar la secundaria le detectaron su problema de audición. Era hereditario y sabía no había mucho que hacer. Por ahora, usaba el aparato que le permitía oír un poco más de lo que sus oídos lograban solos, pero dentro de poco no servirían, su audición se perdería en su totalidad como ya estaba sucediendo.

Entonces, ¿qué sentido tenía seguir gustando de la música si no podía oírla? Esa vida perfecta con la que creció ya no existía, era como si naciera de nuevo.

Estaba frustrada, dolida y acabada. Sin motivos para disfrutar de respirar.

Una barrera. Una barrera se cernía frente a ella que le impedía seguir. Y ella... prefería sentarse en el suelo y recargarse en esa barrera en silencio, porque el silencio era ahora parte de su vida.

O así había creído.

Porque no estaba preparada para las voces ruidosas que aún con su baja capacidad para escuchar, penetraban sus oídos con fuerza, haciéndola sentir como una chica normal y, ¿por qué no? Ayudándole a derribar las barreras del silencio.

SILENT (Tobio Kageyama)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora