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BALONES

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BALONES.

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Si hubiera sido sincera con lo que quería hacer, no habría presentado un examen para la preparatoria Karasuno. Pasó todas las vacaciones encerrada en su habitación, llorando, ideando una manera de convencer a sus padres para tomarse un año libre, sin embargo, todos sus intentos llegaron al fracaso.

Y ahora estaba ahí, en la tercera semana, vagando por los pasillos del instituto, sintiendo las miradas tras su espalda.

Apenas había entrado a su salón de clases el primer día, vio a algunos de sus compañeros de la secundaria, aquellos que la miraban con lástima, esos que antes revoloteaban a su alrededor pidiendo escucharla tocar el piano, ahora preferían sentarse lo más lejos posible de ella. Lo entendía. Ella ni siquiera se había acostumbrado al silencio, no podía pedir que las personas que la rodeaban lo hicieran. Todos bastantes temerosos de cómo dirigirle la palabra. Pensaban que se quebraría y quizás no estaban lejos de la realidad. Ema realmente creía que se quebraría en cualquier momento.

Se alejó, saliendo de las paredes del instituto para caminar alrededor, apretando las correas de la mochila en su espalda.

En esos días no había aprendido nada. Apenas escuchaba al profesor, sus libretas estaban vacías, con solo la fecha escrita en la esquina superior y, le avergonzaba pedir ayuda a sus compañeros. Simplemente se había quedado en el silencio, atrapada, oyendo sin escuchar.

Dobló la vuelta del instituto, dejando salir un suspiro y exhalando aire para no echarse a llorar. No quería volver a casa y ver a su madre mirándola con la misma lástima que los estudiantes. No quería sentirse aún más miserable.

Y entonces lo oyó.

Un golpe, otro y otro... repitiéndose en armonía, como la melodía del piano que ya no podía escuchar.

No podía escuchar muchos ruidos, no todas las voces a su alrededor, pero... podía escuchar perfectamente ese golpe que vibraba en su pecho. Algo la llenó de adrenalina. Los últimos meses no sonreía, no reía y no se sentía con esa electricidad recorriendo sus nervios.

Se dejó guiar. Fue así como llegó al lugar. El gimnasio de la preparatoria.

Ema se acercó y se puso de puntillas para ver por la ventana. Al otro lado, se vislumbraba la cancha del gimnasio con la red en medio y a los adolescentes divididos en cada extremo, peleando por mantener el balón sin caer. Voleibol.

Sus ojos brillaron y sus labios se separaron, siguiendo la trayectoria del balón de un lado a otro, haciendo ese ruido que llegó hasta sus oídos, emocionándola de poder oír algo tan simple que le erizaba la piel. Golpe tras golpe formaron la melodía y sus dedos tamborilearon en el marco de la ventana como si tocase las teclas del piano. Ese ruido tan extraño, era como la música que recordaba, aquella que estaba guardada en su cabeza.

El balón se fue hasta tras y luego llegó al centro y vio a la figura alta y de cabello azabache recibirlo, posicionándose y lanzándolo a su costado izquierdo donde un pelirrojo dio un salto. Voló. O esa fue la sensación que le dio a Ema, con los ojos expectantes, atentos a algo que no entendía, pero que resultó maravilloso. Ese chico... había volado, como ella deseaba hacerlo mucho tiempo atrás. Achicó los ojos, pegando o nariz al cristal para ver más de cerca y lo reconoció. Shoyo Hinata. Había estado en la misma secundaria que ella, en distinta clase y ahí en preparatoria compartían salón, pero nunca habían cruzado palabra alguna.

En la secundaria a la que asistió no había un equipo varonil, pero Shoyo Hinata nunca se había rendido en crear uno, en entrenar y competir, aún si para todos era un desastre.

Hinata tenía el saque, lo elevó y saltó, pero el balón salió disparado, lejos de la cancha, ni siquiera cruzó la red.

— ¡Idiota! ¡mantén los ojos al frente! — gritó el peli negro a su lado, una voz fuerte que hizo a Ema sonreír ligeramente. Lo había escuchado.

— Eh... lo siento, mucho... oye no me golpees.

El azabache soltó un gruñido. Tenía el ceño fruncido y una mueca muy graciosa. Parecía un cachorro enojado, tal vez un gato arisco. Empujó a su compañero pelirrojo y se acercó al balón, que siguió rodando, rodando y rodando hasta... oh, hasta la dirección de la ventana.

Sus ojos hicieron contacto. Ema palideció al ser descubierta, mientras que el otro ladeaba la cabeza, curioso y, sintiéndose sofocada cuando él la señaló y el resto de los hombres en el gimnasio la miraron, se echó a correr, muy lejos.

Corrió de vuelta a casa sin mirar atrás, avergonzada de ser atrapada espiando, pero con el sonido de los balones rebotando en su cabeza, creando esa armonía que se volvía una melodía tan atrayente. Si pudiera tocar el piano ahora, retrataría la sinfonía de ese partido, con los tiempos exactos en que los jugadores golpeaban el balón. Y la idea sonaba tan atrayente.

Por eso volvió al día siguiente y al siguiente, espiando solo para escuchar el ruido del balón golpeándose y, también, las voces escandalosas, tan fuertes que podían ser percibidas por sus débiles oídos, mientras que el equipo varonil del Karasuno fingía no saber de su presencia.

SILENT (Tobio Kageyama)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora