5| El Problema

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NARUTO atravesó el prado que se extendía tras la casa a la carrera

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NARUTO atravesó el prado que se extendía tras la casa a la carrera. Corrió tanto como pudo, recordando la angustia que había visto en los ojos de la señorita Hyūga. Sabía que la causa de su dolor era la muerte de su abuelo. 

Las peinetas eran la excusa para dar rienda suelta a su desconsuelo, pero, aun así, pensaba encontrarlas. Significaban mucho para ella. Se aseguraría de que tuviera un problema menos del que ocuparse.

Naruto se adentró en el bosque, siguiendo su rastro con la nariz, desandando el camino que habían recorrido horas atrás. La oscuridad de la noche lo envolvía como un sudario. Los árboles mantenían la luz de la luna a distancia, pero sabía que estaba allí. Por primera vez en semanas, la sentía. Por fin volvía a hacerlo.

Miró a un lado y a otro en la oscuridad, buscando el brillo de las peinetas de peltre. Esperaba que no fuera difícil encontrarlas, pero si lo era, ya volvería cuando se hiciera de día. No iba a fallarle. No podía permitírselo.

Se sentía algo avergonzado por lo mucho que había disfrutado al notar su cuerpo sobre su regazo, con sus suaves curvas presionando el suyo. Se había obligado a apartar de su mente todos los pensamientos de carácter sexual y se había centrado en consolarla. Aun así, había sido una experiencia muy satisfactoria. Ella lo necesitaba en ese momento, pero él también a ella.

Algo que había sobre una roca cubierta de musgo llamó su atención. Se agachó y recogió un lobo de peltre. Levantando la cabeza, le sonrió a la luna creciente. Había encontrado la primera peineta. Ya sólo le faltaba la otra. Guardándosela en el bolsillo, se agachó para inspeccionar el terreno alrededor de la roca.

Nada.

Levantándose, se sacudió el polvo de los pantalones. ¿Qué posibilidades había de que las dos peinetas se le hubieran caído en el mismo sitio? Muy pocas. Recobrando el rastro, siguió corriendo en dirección a la mansión de los Kazamatsuri.

Justo cuando el sol asomaba por el horizonte, oyó las campanas de la iglesia a lo lejos. Fue entonces cuando vio la segunda peineta. Debió de habérsele caído al echar a correr. La recogió del suelo con una sonrisa y la guardó en el bolsillo, junto a la otra. Notar su peso ahí hacía que se sintiera muy satisfecho.

Rehízo el camino de vuelta, aunque esta vez a un paso más calmado. A la luz del sol vio por fin la casa, que era pequeña pero se veía bien cuidada. Aunque lo que más le llamó la atención fue el carruaje que había aparcado frente a la puerta. Reduciendo el paso aún más, echó un vistazo asomando la cabeza tras la esquina.

La mas joven de las amigas de Hinata que había conocido la noche anterior, la que lo había llamado «inglés» en tono despectivo, estaba a punto de llegar a la puerta. El alto y larguirucho de su hermano, el que no parecía muy listo, la acompañaba.

—Es que no entiendo por qué tenemos que pasarnos el día aquí sentados —se quejó el flaco.

La joven miró a su hermano con irritación.

El Encanto de un LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora