3.

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Aeron había escuchado de los dioses antiguos en las historias que algunas viejas nodrizas llegaban a contarle cuando era niño, pocos años antes de que su padre prohibiera cualquier mención de ese “culto barbárico” en su hogar. No había más dioses que los Siete y eran a los únicos a los que se debía acudir con plegarias y peticiones, inclinando la cabeza y rezando de rodillas durante horas interminables.

Recordaba el aroma de las velas en septo diminuto que habían construido cerca de Seto de Piedra. El calor que se concentraba, apretujarse entre sus hermanos y las estatuas de siete desconocidos que lo miraban hacia abajo con sus ojos de piedra tallada.
En alguna ocasión, Aeron había levantado la cabeza mientras el resto de su familia rezaba y se preguntó si realmente podían escucharlo. Si sus hermanos recibían respuestas en la mente, si mantenían conversaciones con Ellos, como se supone que la septa Ursa le había dicho que pasaría.

Pero no importaba lo mucho que hablara o a quien se dirigiera.
Aeron nunca había recibido más que silencio. Silencio de unas rocas talladas y mareo por las velas y la humedad que se concentraba en el septo.

En Árbol de Cuervos no era diferente.

Era como estar entre estatuas que ni siquiera lo miraban, sin reconocer su presencia.
Lord Samwell lo había recibido con desgano y le había dicho que podía sentirse libre de encontrar su hogar en la fortaleza aunque no era más que una mentira vil.
Aeron podía sentir que ni siquiera los perros que rondaban los patios exteriores querían acercársele y muy pronto la servidumbre entendió que podían pasar de él sin tener repercusión alguna.

No existía. No era más que una silla o una mesa.

Su mirada bajó directamente a la comida que habían servido para él; un estofado espeso de carne de venado con papas y un pedazo de pan. Todo estaba frío y el estofado tenía una consistencia desagradable para cuando Aeron recibió la bandeja en los aposentos que le habían dado, tan alejado de las alas principales como era posible.

Lord Blackwood respetaba la ley que protegía a sus invitados aunque con Aeron se acercaba demasiado a los límites de la descortesía. Lo suficiente como para que no se considerara un crimen pero no tanto como para que el omega se sintiera cómodo.
Sabía de sobra que no era bienvenido y la excusa siempre era la misma:

Todavía no llevas mi apellido.

Tomó el pan para mordisquearlo a pesar de que empezaba endurecerse. Era probable que ni siquiera le hubieran dado una hogaza del día, sino lo que sobraba y debían darle a los cerdos. Arrugó la nariz.

Una cosa que podía agradecer, al menos, era que no había tenido que verle la cara a Davos desde su llegada. No podía pensar en lo que haría si se le ponía en frente. Toda su vida había acabado desde el momento en el que sus caminos se cruzaron.
Antes de ese acuerdo matrimonial, Aeron había soñado con ser un caballero nombrado. Participar en torneos, en batallas, ser reconocido y hacerse de un nombre propio que no tuviera que depender de la gloria o herencia de alguien más.
Quizá, con el suficiente poder de convencimiento, habría podido convencer a su padre de romper ese trato o pedirle que cualquiera de sus hermanos tomara su lugar.

Realmente no quería casarlo por otra cosa que no fuese una tregua. Cualquier otro hubiera bastado y no era como si el cerdo de Davos hubiera tenido preferencias al respecto.

El sonido del aleteo llamó su atención y levantó la mirada hacia la ventana.

Un cuervo de tamaño considerable se había parado en el alféizar y lo miraba con sus ojos oscuros y brillantes.
Aeron sabía que abundaban en la zona, claramente, pero nunca había visto uno de cerca.
Las plumas brillaban casi azuladas gracias a la luz que se colaba por detrás del ave y el omega se movió despacio para acercarse un poco más.

oveja • davron  • TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora