oveja • davron • TERMINADA

7.

El aroma de los abetos llenó sus pulmones mientras la brisa fría le despeinaba el cabello.

Aeron contemplaba el bosque como si se tratara de las fauces abiertas de un animal durmiente que respiraba despacio, inhalando la brisa del amanecer y exhalando con un ulular que viajaba entre las ramas para delatar que estaba lleno de vida.

Era imposible ver más allá de los troncos que parecían juntarse como dientes enmarañados y las copas de los árboles devoraban la luz hasta que se convertía en una oscuridad verdosa que le pareció extrañamente reconfortante.

Puso una mano en la parte más alta de su vientre y cerró los ojos.

No había pensado en el tiempo que duró de pie hasta que sintió la mano de Davos en su espalda baja y volteó a mirarlo aunque el alfa era incapaz de leer lo que ocurría detrás de esos irises verdes. Aún lo veía como a un cordero, aunque la pena y el desagrado disminuían conforme los días pasaban.

—Toma — le dijo en voz baja, ofreciéndole una granada madura que había cortado antes de encaminarse al bosque. Aeron la tomó en silencio.

Las quejas habían disminuido desde que se había revelado la verdad de las intenciones de lord Blackwood. Davos se sentía más ligero y, al no encontrar rechazo, le era más sencillo acercarse a Aeron. Nunca había sido de muchas palabras, así que agradecía la ausencia de conversación y también la aparente comprensión del omega, que se notaba bastante más receptivo a participar en las actividades dentro del castillo.

Esa mansedad le había provocado a Davos la confianza suficiente como para permitirse esos paseos matutinos siguiendo la senda límite antes de adentrarse a Bosquenegro. Sabía que Aeron los disfrutaba y el maestre había dicho que un embarazo saludable siempre era más posible si el omega en cuestión se sentía cómodo. Feliz.

Aeron había conseguido partir la granada solo al presionar la cáscara con poca fuerza. Algunas semillas cayeron al suelo y sus dedos se tintaron de rojo por el jugo que escurrió entre ellos. Davos lo miró apretar una de las mitades nuevamente para forzar las semillas a salir y finalmente mordiendo la fruta, sin importarle el desastre ni las manchas.

— ¿Quieres volver? — preguntó el alfa. Aeron negó con la cabeza y mordió de nuevo la granada, escupiendo al suelo los pedazos blancos y amargos que arrancó con el mordisco.

El jugo le escurría por el mentón y manchaba su ropa. Algunas gotas le cayeron sobre el vientre y Davos sintió un ligero pinchazo de incomodidad.

Aeron no era como se suponía que debía ser un omega. Era desordenado y brusco. Comía usando más las manos que los cubiertos y en sus ojos grandes parecía encontrar solamente la abrumante frustración de una presa o un vacío indescifrable al que no podía soportarle la mirada más de un par de minutos.

Estiró entonces la mano y, con el pulgar, limpió unas gotas rojizas del mentón del omega, que se quedó quieto y, aún con los labios manchados y la boca llena de semillas, lo observó en silencio.

Davos no sabía si solo estaba sorprendido por el gesto o si tenía planeado arrancarle el dedo de una mordida.

Retiró la mano antes de averiguarlo.

—Deberíamos regresar ya — musitó.

Una vez más puso la mano en la espalda de Aeron. Lo suficiente como para sentir la tibieza de su piel a través de la ropa y que su mente lo llevara a pensar en la inevitable hora del lobo en la que la oscuridad y la cercanía del lecho marital lo hacían arder como las brasas de la chimenea.

Solo estando así de juntos Davos podía ceder ante el impulso secreto de tocar a Aeron y sentir su aroma endulzado por el embarazo. Sintió en la punta de los dedos la ansiedad de acariciar la piel suave, de hundir la nariz entre los cabellos castaños y pegar los labios a su cuello. No estaba seguro si el omega notaba lo que hacía. En la oscuridad era difícil adivinar si tenía los ojos abiertos pero podía sentir su respiración pausada y la quietud del sueño.