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Contrainterrogatorio(s)
El interrogatorio de un testigo llamado por el oponente

Lali

No podía dejar de pensar en la manera en que el señor lanzani me besó el otro día, la forma en que me atrajo hacia su pecho y folló mis labios con su boca.

Pensamientos de besarlo estuvieron invadiendo mi mente todo el día, e incluso ahora, cuando fui a dejarle su última taza de café, tuve la tentación de rodear su escritorio y retarlo a besarme otra vez. Desde que me convertí en su interna, había sido bastante malo conmigo, imprudente, pero pensé que era una técnica de entrenamiento, una manera de ver si me quebraba bajo presión.

Hasta que me besó ese día.

Hubo algo intangible en su beso; palabras no dichas, un deseo reprimido. Me hizo pensar que las miradas arrojadas a menudo en mi dirección, esas miradas de desprecio que se entremezclaban con deseo, significaban un poco más.

Puse una tapa de plástico en su taza y me aclaré la garganta.

—¿Necesita algo más, señor Lanzani?

No hubo respuesta.

Me mantuve firme y esperé a que me mirase; quería ver su cara.

El traje que llevaba puesto hoy —uno gris oscuro de tres piezas con una corbata de seda plateada, le hacía parecer aún más devastadoramente hermoso de lo que era normalmente.

—¿Hay algún problema, señorita esposito? —Apretó los puños sobre el escritorio, haciendo todo lo posible para actuar como si mi presencia no le molestaba.

Pero sí lo hacía, me di cuenta.

Sabía que iba a levantar la mirada en cualquier momento, así que di un paso atrás, asegurándome de que el vestido azul claro que me puse específicamente para él estuviera a plena vista, pero mantuvo la mirada baja.

—No, señor.

—Entonces, salga de mi oficina. Necesitaré su informe de Brownstein con mi próxima taza de café. A las cuatro en punto.

—Acaba de darme ese informe ayer. Dijo que podía tomarme todo el tiempo que necesitara.

—Usted me debe de haber oído mal. Puede tomarse todo el tiempo que necesite hoy. Las cosas cambian instantáneamente por aquí, y esa es la razón exacta por la que algunos de nosotros nunca salimos temprano. Cuatro en punto.

Me quedé sin habla. De ninguna manera sería capaz de leer y resumir un informe de trescientas páginas para el final del día.

—¿Perdió algo de su capacidad auditiva entre ayer y hoy? —Él finalmente alzó la vista, su perfecto rostro inexpresivo—. Necesito completo silencio cuando trabajo y no me puedo concentrar con su pesada respiración. — Me entrecerró los ojos—. Retírese, termine el informe, y tráigamelo de vuelta con mi café. Si no lo hace, está despedida.

Rápidamente decidí que era bipolar, y que nuestro beso aparentemente de conexión fue solo un error. Me di la vuelta y salí de su oficina, corriendo directamente a la sala de descanso.

No había manera de que fuera a terminar ese informe de Brownstein
hoy.

Saqué mi teléfono y me desplacé a través de mis mensajes —dándome cuenta de que Thoreau no respondió a mis mensajes de texto de la mañana. Suspirando, decidí llamarlo. Necesitaba que alguien me dijera que mi vida no iba a terminar hoy cuando me despidieran.

Sonó una vez.

Sonó dos veces.

Se fue al buzón de voz.

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