Final

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Ahora estaba viajando entre las nubes. Su pequeñita bebé descansaba en su regazo, cubierta por una cobija gris con negro como los bonitos ojos de su alfa.

Varias personas le habían expresado su confusión con respecto al color de aquella manta que Dre había escogido, pues decían que el azul era para los cachorros varones y que el rosa habría sido mejor elección dado el género de Alaska. Dre sólo respondía de la forma más educada posible que él no seguía jodidos estereotipos y que si quería una puta manta negra para su hija la tendría.

Porque el negro era mucho más significativo, porque el negro despertaba en el sensaciones de calma, de alivio, de esperanza, porque el negro lo llevaban los ojos del alfa que tanto amaba. Porque Cheng era el negro, y ahora lo sabía, el negro jamás lo traicionaría.

Y es que, además, Cheng siempre había sido su manta, su cobija, su refugio, porque envuelto entre sus brazos el frío se alejaba, la calma lo inundaba y él se acurrucaba entre la suavidad de su tacto.

Cheng era la perfecta manta negra, aquella que Dre no supo apreciar desde el principio, aquella que el omega maltrató creyendo que no era merecedor de su acogedor calor, prefiriendo quedarse con el frío al que ya se había acostumbrado. Y aún así, maltratada y adolorida, su manta negra volvía a él para abrazarlo una vez más, para calmarlo de todo dolor, para abrigarlo y darle la sensación de que regresaba a casa.

Y Dre quería que su bebé también tuviera su propia manta negra, aquella que la hiciese sentir a gusto con la suavidad de su roce como si estuviese en una tarde tranquila en casa y no en su primer vuelo de avión. Aunque en aquel caso era literal, y no metafórico como lo era con Cheng.

En fin, le gustaba el negro.
Y allí estaba, atravesando aires de China, arribando hacia Corea del Sur solo para ver al jodidamente hermoso amor de su vida.
Los planes habían sido cambiados. Se suponía que a Cheng lo trasladarían a China en cuanto fuese posible y allí sería su reencuentro con todos, pero, debido a las ansias de Dre, decidieron trasladarse ellos a Corea del Sur para acompañarlo en su recuperación.

Y Dre estaba emocionado, aunque temeroso. No sabía en que condiciones se encontraba Cheng ahora mismo, no sabía que tan lastimado estaba externamente. Solo sabía que apenas lo vería se echaría a llorar.

Tras aterrizar en Corea del Sur, Dre y su bebé, junto a Liang y una pequeña porción de la familia de Cheng, se dirigieron en autos escoltados por guardaespaldas hacia el hotel en el que se hospedarían durante su estadía allí.

Dre ni siquiera sintió ganas de curiosear su cuarto de hotel, ni de detenerse a contemplar los increíbles lujos de este, ni la maravillosa vista. Sólo tenía mente para Cheng. Por lo que, apenas cambió el pañal de su pequeña y la alimentó, la dejó al cuidado de Liang, listo para partir hacia el hospital, el cual, al parecer, no quedaba muy lejos de allí.

Fue una alegría para Dre saber que el hospital sólo estaba a pocas cuadras, por lo que podría visitarlo sin problema cada día y regresar para estar con su hija.

Lia y Dre ya estaban allí, a escasos minutos de ingresar a la habitación en la que se recuperaba Cheng. El corazón del omega latía desbocado, sus manos sudaban un poco por el nerviosismo, por la incertidumbre, por el desespero.
Se encontraban atravesando un corredor de ambiente frío y aséptico, escuchando las palabras de un médico que los guiaba. Pero Dre no entendía su dialecto, mas no importó, nada importó un segundo después, cuando sus pies ya pisaban el cuarto de Cheng y sus ojos vislumbraban la figura de su alfa tendido en aquella camilla, rodeado de monitores, conectado a cables y a tubos repartidos por su cuerpo.

Su corazón se oprimió al instante, y sus ojos se cristalizaron.

-Cheng... -murmuró con su voz quebrada, dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas mientras se acercaba con cautela.


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