Capítulo 4.

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—¡Louis! ¡Louis! —escuché una voz que exclamaba con urgencia, una voz que me resultaba conocida. Jean. No saqué mi cabeza de entre mis piernas; el miedo que sentía en ese momento era tan profundo que todo se escuchaba como en un eco. El dolor de cabeza era insoportable, una punzada constante que me mantenía desorientado.

—¡Tenemos que irnos de aquí! ¡Ya vienen!

¿Ya vienen? ¿Quiénes? ¿La policía?

Jean me sacudió con fuerza, obligándome a levantar la cabeza hacia él. Su rostro reflejaba un pánico inconfundible, la mirada de alguien que sabe que el peligro es inminente. Comprendí que si quería sobrevivir, tendría que reaccionar rápido.

Me levanté tambaleándome del suelo y, de inmediato, comencé a trotar junto a él. Al salir, mis ojos se posaron por un instante en el cadáver de la chica que yacía allí, inerte. Fue solo un segundo, pero suficiente para que esa imagen se quedara grabada en mi mente mientras desaparecíamos de la escena.

Nos dirigimos a la cabaña. Al entrar, vi a Marcus, quien rápidamente bloqueó la puerta con un mueble. Luna y Mary estaban en uno de los sofás, acurrucadas entre sí, con la mirada perdida. Vi que una de ellas tenía sangre en el rostro, una mancha oscura y seca que contrastaba con su piel pálida.

—No nos vieron —dijo Jean, acercándose a una ventana y corriendo la cortina tímidamente para echar un vistazo al exterior. Su expresión de pánico se relajó un poco al ver que, por el momento, estábamos a salvo.

—¿Pueden decirme qué carajos está pasando? —pregunté. La tensión en mi voz se hizo evidente, resonando en la pequeña sala.

—Shhhh... ¡shhhhhh! —chistó Luna, llevando un dedo a sus labios—. Si quieres morir, sal de aquí. Pero si quieres quedarte con nosotros, modera tu tono de voz.

—Calmados los dos —intervino Jean, colocándose entre nosotros como un mediador. El rostro de Luna estaba marcado por el shock, sus ojos abiertos de par en par. Mary permanecía en silencio, sumida en su propio mundo.

—Louis —Jean se giró hacia mí, su voz más calmada—. No sabemos qué está pasando... anoche, durante la fiesta, hubo un ataque.

—¿Un ataque? ¿De qué tipo?

—No lo sé... solo sabemos que hubo mucha violencia. De lo borracho que estabas, alguien pensó que eras uno de ellos —explicó—. Quedaste inconsciente en medio del caos, así que Marcus y yo te encerramos en los baños para poder escapar.

Al menos una parte de la historia empezaba a tener sentido, pero aún no entendía a quiénes se refería Jean con "ellos".

—Dime a quién te refieres.

—Ven.

Jean se acercó a la ventana más próxima y movió la cortina con cautela. Se apartó y me hizo un gesto para que mirara. Lo hice, con una mezcla de curiosidad y temor.

A varios metros de nuestra cabaña, un hombre de unos cuarenta y tantos años estaba de pie, inmóvil, mirando al vacío. Su piel pálida reflejaba la luz del sol, revelando moretones y manchas de arena. Una herida abierta en su muñeca, con la sangre ya seca, completaba el cuadro de desolación.

—Esa persona... cosa... no sé qué sea —dijo Jean con voz temblorosa—. Está enfermo. Y es muy peligroso.

—¿Y la policía? —pregunté, con la esperanza de una solución lógica. Jean soltó una risa amarga.

—Creo que tienen cosas más importantes que atender.

Se dirigió hacia el mirador, y lo seguí. La vista que se desplegaba ante nosotros era digna de una película apocalíptica. Cartagena, la vibrante ciudad que el día anterior estaba llena de vida, ahora humeaba por todas partes. Edificios en llamas enviaban columnas de humo al cielo, y una débil estela de ceniza caía sobre nosotros.

—Ayer bombardearon la ciudad con napalm —explicó Jean, su voz llena de amargura—. Varios aviones lanzaron los misiles, y durante varias horas de la madrugada parecía ser de día. El fuego consumió, y sigue consumiendo, toda la ciudad.

Me quedé callado. Por un momento, pensé que estaba soñando, pero la realidad era demasiado cruda para ser un sueño.

—Lo mejor es quedarnos aquí y esperar ayuda —agregó Jean, justo cuando Marcus se unió a la conversación.

—Tenemos que movernos... o nos van a encontrar. Están por todas partes y atentos a cualquier ruido.

—Es... mucho que procesar —comenté, sintiendo cómo el dolor de cabeza se intensificaba. La jaqueca, el golpe y todo lo que estaba ocurriendo me hacían difícil asimilar la situación—. Tomaré un descanso y luego veremos qué hacer.

—Bien —respondió Jean.

—Por cierto, ¿qué te pasó en la mano? —le pregunté a Marcus, notando la media blanca que envolvía su mano, manchada de sangre.

—Uno de ellos me mordió cuando intentaba volver aquí. Hace unas horas.

No dije nada. Me di media vuelta y, sin pensarlo dos veces, me tumbé en una cama. El alivio fue inmediato y, en menos de lo que canta un gallo, caí en un sueño profundo.

Apocalipsis Z: Mareas de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora