Capítulo 6.

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La ciudad de Cartagena se alzaba ante nosotros como un vasto bosque de concreto ennegrecido. Las llamas habían consumido hasta los cimientos de los edificios más grandes, y ahora, columnas ennegrecidas se elevaban y humeaban ante nuestros ojos, algunas todavía ardiendo. El olor a humo y a carne quemada impregnaba el aire, haciendo que cada inhalación fuera un recordatorio de la devastación. El cielo, oscurecido por el humo y las cenizas, daba una apariencia apocalíptica a la escena.

—Santo cielo —escuché decir a Luna con temor. Su mirada estaba fija en el muelle, donde algunas lanchas y yates se mecían al compás de las olas. Las embarcaciones, ennegrecidas por el hollín, parecían fantasmas de lo que alguna vez fue una ciudad vibrante y llena de vida. La densa capa de ceniza que cubría el agua hacía que el mar pareciera una extensión de la tierra calcinada.

Mientras tanto, mi atención estaba en asegurarnos de que no hubiera amenazas cercanas al llegar. Solo había una gran soledad, y el silencio se rompía por el fuerte oleaje matutino golpeando el muelle y el ocasional crujido de escombros cayendo. Los ecos de las llamas crepitantes resonaban entre los edificios, como un murmullo constante de destrucción.

—Sé que es una pesadilla y pronto voy a despertar —dijo Mary, convencida de que lo que veía no era real. Su voz temblaba, y sus ojos, desorbitados, reflejaban el horror que todos sentíamos. Las lágrimas trazaban surcos en sus mejillas cubiertas de hollín, un contraste doloroso contra su piel pálida.

Sin embargo, todos estábamos ahí, sufriendo la misma pesadilla. El estado de shock era tan profundo que todo se sentía irreal. No podíamos procesar que estábamos bajo algún tipo de ataque y que nuestras vidas corrían peligro con cada segundo que pasaba. La tensión se apoderaba de nuestros cuerpos, haciéndonos sentir como si estuviéramos caminando sobre un suelo inestable.

Llegamos al muelle con un leve choque debido al poco control de Mary sobre la lancha. Desembarcamos, manteniéndonos atentos a nuestro alrededor. Cada paso sobre el suelo de madera resonaba con un eco ominoso, y el agua lamiendo los bordes del muelle parecía un lamento por la ciudad caída. Los tablones crujían bajo nuestro peso, como si también estuvieran sufriendo por la tragedia.

—El hospital está a un par de kilómetros hacia el interior de la ciudad —dijo Luna—. Vamos. Su voz era firme, pero podía ver el miedo en sus ojos. La determinación en su rostro contrastaba con el temblor de sus manos, que trataba de esconder en los bolsillos.

Sin decir una palabra, comenzamos nuestra marcha hacia la ciudad. Apenas llegamos a la primera calle, nos detuvimos en seco por la aterradora imagen ante nosotros. La destrucción no respetaba nada, y la muerte había reclamado cada rincón.

El aire olía a quemado, y un bochorno leve azotaba nuestros rostros. El suelo estaba lleno de huesos ennegrecidos y cráneos dispersos. Montones de algo negro cubrían las aceras, y sabíamos que eran personas. La escena parecía sacada de una película de terror, pero la realidad era más cruel y devastadora. Los cuerpos, carbonizados y en posiciones grotescas, contaban historias de dolor y sufrimiento en sus últimos momentos.

—No puedo con esto... de verdad, no —dijo Mary, separándose de nosotros y corriendo entre los cuerpos que aún conservaban algo de piel. Sus sollozos eran ahogados por el sonido de sus pasos apresurados sobre los restos carbonizados.

—¡Mary!

La seguimos rápidamente. A medida que avanzábamos, las quemaduras en los edificios disminuían. Parecía que solo la costa había sido bombardeada, ya que más adelante las estructuras estaban intactas. Sin embargo, la sensación de peligro persistía, como una sombra que nos acechaba. Los edificios, aunque intactos, estaban vacíos y silenciosos, como si la vida los hubiera abandonado abruptamente.

Vi a Mary entrar en una tienda de ropa. Llegamos hasta ella en unos minutos. La encontramos sentada en una esquina, abrazando sus rodillas y llorando. La tienda, aunque intacta, estaba desordenada y cubierta de polvo, como si el tiempo se hubiera detenido en el momento del ataque. Las prendas colgaban de las perchas como espectros, balanceándose ligeramente con nuestra llegada.

—Mary, te prometo que estaremos bien —dije, sentándome a su lado. Los demás aprovecharon para cambiarse de ropa. Elegimos prendas prácticas, adecuadas para movernos rápidamente y sin llamar la atención. Me puse una chaqueta ligera y pantalones cómodos, mientras los demás hacían lo mismo.

—No puedo, Louis, no puedo con esto.

—Claro que puedes, estaremos bien si nos mantenemos unidos —traté de animarla—. Encontraremos un lugar seguro. El ejército debe estar creando puntos de reunión para protegernos. Aunque no estaba seguro de ello, era necesario mantener la esperanza viva.

—¿Me prometes que estaremos bien todos?

Lo pensé un momento. La verdad era que no tenía certezas, pero necesitábamos aferrarnos a algo.

—Lo prometo —dije, aferrándome a esa promesa con fuerza—. Yo también tengo mucho miedo. Hoy he visto más muerte de la que se ve en varias películas juntas. Quisiera entender qué está pasando para asimilarlo y enfrentarlo, pero no es fácil.

—Solo pienso en todas esas personas carbonizadas y en las otras que quieren hacernos daño. Siento que el mundo se me viene encima.

—Lo sé, no es fácil.

Mientras hablábamos, escuchamos pasos arrastrándose en la tienda. Me levanté rápidamente y vi varias de esas cosas entrando. Parecían poder olfatearnos. Se dispersaron por el lugar como una enfermedad, moviéndose con una lentitud que no disminuía su peligrosidad. Sus ojos vacíos y sus cuerpos deformados eran una visión aterradora.

Mi corazón latía rápido. Estábamos en un lugar sin salida clara. Observé el techo y vi una rejilla en una esquina, suficientemente grande para que pasáramos. El sudor comenzaba a correr por mi frente, mezclándose con el polvo y la sangre de pequeños cortes que no había notado.

Sin hacer mucho ruido, movimos una silla. Me subí en ella y tiré de la rejilla hasta abrirla. Mary fue la primera en entrar, luego yo, y finalmente Marcus. Nos movíamos con rapidez, tratando de no hacer ruido que pudiera atraer a las criaturas.

Escuché un forcejeo y luego el grito de dolor de Marcus.

—¡Suéltenme, malditos bastardos!

—¡Marcus! ¿Estás bien? —le pregunté, escuchándolo quejarse.

—Me mordieron el tobillo.

—Te van a quedar bonitas cicatrices —dijo Luna, intentando aliviar la tensión con humor. Su voz temblaba ligeramente, mostrando que el miedo también la afectaba.

Avanzamos por los ductos casi a oscuras. Llegamos a una rejilla que permitía ver abajo. Estábamos sobre un centro comercial, con sillas volcadas y cadáveres que indicaban una intensa lucha. El silencio en el ducto era ensordecedor, roto solo por nuestras respiraciones y el crujido ocasional de metal. Los sonidos de nuestro avance eran amplificados en el estrecho espacio, haciéndonos sentir más vulnerables.

—Tengo miedo, Louis —dijo Mary, mirando la rejilla. Sus ojos reflejaban un pánico profundo, y sus manos temblaban incontrolablemente.

—Abre bien las piernas y apóyate en las esquinas y...

El ducto crujió y se desfondó. Agarré a Mary, quien gritó mientras mi antebrazo se cortaba con el borde afilado. El dolor fue agudo, pero el miedo lo superaba. Sentí la sangre caliente correr por mi piel, pero no podía soltarla.

—¡Louis! ¡No me dejes caer!

Jean me sostuvo, pero nuestras manos resbalosas por la sangre hicieron lo inevitable.

Mary cayó entre esas criaturas. Gritó de dolor al torcerse un tobillo.

—¡Corre! ¡CORRE!

Mis intentos de ayudarla fueron en vano. Vi cómo se arrastraba, gritando, hasta que las criaturas se lanzaron sobre ella. Sus gritos se apagaron mientras la sangre corría. Solo escuchaba el desgarrar de su piel mientras no dejaba de gritar de manera escandalosa. Al final, sus gritos fueron apagados al igual que su vida y yo solo estaba ahí, observando hacia abajo como un enorme charco de sangre se esparcía por la baldosa blanca. Estaba en shock y no podía moverme. Luna lloraba más atrás y el silencio que había solo era interrumpido por el sonido que hacían esas cosas mientras parecían comer.

Apocalipsis Z: Mareas de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora