Contraparte

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"Quien no aprende de sus errores está destinado a repetirlos". Quizás esta frase describió mejor a mis padres durante un tiempo. Lourdes era una mujer llena de bondad innata, siempre alegre y preocupada por quienes amaba o estaba aprendiendo a querer. A veces era terca en sus puntos de vista sobre la vida, como una niña en busca de cariño. En ocasiones, sus palabras se desbordaban en momentos de enojo, quizás debido a su difícil infancia. En contraste, Grimaldo podía ser alegre y atento cuando quería, pero también estaba marcado por una preocupación y creía que sus hijos les pertenecían. No temía las consecuencias de sus palabras ni de sus acciones, influenciado por los vicios que dominaron gran parte de su vida.

Estos eran mis padres, dos personalidades muy marcadas. ¿Cómo se enamoraron? Es un misterio. Sin embargo, fruto de ese amor nacieron tres hijos. Los dos primeros experimentaron el apogeo de disputas interminables, mientras que el tercero en un camino inevitable comprendería con el tiempo lo que sus dos hermanos mayores habían pasado.

En 2005, un niño salió de su cuna y vio por primera vez a sus padres. Lourdes estaba lavando los trastes y Grimaldo estaba lavando la ropa. Con curiosidad, el niño preguntó: "¿Quiénes son ustedes?" Ambos respondieron con una sonrisa: "Somos tus padres".

Con el paso del tiempo, los problemas relacionados con el alcohol de mi padre comenzaron a surgir. No había fin de semana en el que no llegara ebrio, y cuando abría la puerta principal, parecía que se desataba una película de terror. En repetidas ocasiones, aprovechaba su estado para menospreciar a mi madre con insultos como "negra de mierda", "solo funcionas hasta las doce", "mentirosa", entre otros.

De niño, no entendía por qué mi padre, quien supuestamente la amaba, trataba así a alguien que parecía estar siempre a su lado en sus momentos más difíciles.

En ocasiones, el olor a licor que emanaba de su cuerpo no me dejaba dormir, a su vez estaba preocupado por ver la cara de angustia de mi madre tratando de calmar sus insultos. En ese momento, no podía comprender si eso era realmente el amor. Hubo días en los que me tocó enfrentarme solo a su llegada, ya que mi madre trabajaba y yo me quedaba con él, escuchando sus insultos en el aire.

Cuando no estaba ebrio y yo estaba estudiando, él me ayudaba con mis tareas escolares. Sin embargo, al cometer algún error o no saber algo, me golpeaba dejándome marcas. Solo recuerdo mis gritos de dolor y las lágrimas pidiendo ayuda, deseando que todo terminara.

Recuerdo haber ganado un concurso de dibujo una vez y él me acompañó a recoger el premio. Decidí pintar un dibujo con un lapicero y al ver eso, me golpeó. No entendía qué había hecho mal. Solo quería que mi padre me tratara como otros padres trataban a sus hijos: con alegría y orgullo. Aunque a veces los padres gritan o incluso levantan la mano, al final del día muestran arrepentimiento. En cambio, el mío no mostraba ni una pizca de remordimiento.

Por otro lado estaba mi madre, quien en ocasiones alegraba mis días haciendo esfuerzos para comprarme juguetes, especialmente porque yo era un niño muy caprichoso. A veces también me sorprendía con dulces. Nuestra relación dio un giro inesperado cuando ella pronunció una frase que marcó un cambio en nuestra dinámica. En ese entonces, yo ya mostraba poco interés por estudiar y no tenía muchas ganas de socializar con otros niños, por razones que omitiré aquí. A pesar de todo, mi madre intentaba comprenderme y mantenía la esperanza de que yo pudiera superar el abuso psicológico y físico que vivíamos.

La primera vez que mi madre estalló conmigo fue devastadora. En un arrebato de ira, me dijo simplemente: "Los problemas comenzaron cuando naciste", cuando yo tenía entre 7 u 8 años. Fue doloroso escuchar eso de alguien a quien veía como un refugio en los malos días. Recuerdo subir al segundo piso de mi casa, entrar a una habitación y cerrar la puerta, llorando mientras me preguntaba si yo era el problema de que mis padres no se amaran, de los insultos y golpes. Me sentí responsable de todo lo que estaba pasando.

Recuerdo haber compartido esto con uno de mis primos, pero éramos niños y él no sabía cómo ayudarme. Tuve que agachar la cabeza y actuar como si nada hubiera pasado.

Los días pasaron y una noche, uno de mis hermanos salió de fiesta y no regresaba, ya era tarde. Mi padre, incapaz de entender que ya era un hombre capaz de cuidarse solo, comenzó a golpear a mi madre a altas horas de la noche. Desperté, lo enfrenté con insultos y terminamos peleando. Mi madre decidió salir a buscar a mi hermano y yo la acompañé, tenía solo 8 años. Dormimos un rato en la calle, pero a mi padre pareció no importarle.

La segunda explosión de mi madre ocurrió en Año Nuevo. Como niño caprichoso que era, molestaba a mi madre por algo insignificante durante la fiesta que organizó para despedir el año. Ella decidió llevarme fuera y, en un momento de frustración, me golpeó, dejándome moretones en la cara y brazos. No dije nada, simplemente asumí que me lo merecía, aunque reflexioné sobre si alguien realmente merece ser lastimado.

Con el tiempo, empezamos a ver a una psicóloga llamada Paula, quien me trató con cariño como si fuera su propio hijo. Recuerdo cada sesión con tranquilidad y risas. Un día, Paula invitó a mi madre a una sesión y ella salió llorando. Me pidió disculpas, aunque en ese momento yo no entendía por qué. A pesar de su arrepentimiento, el daño ya estaba hecho y nada cambió en casa.

Hubo promesas de mi madre de que nos iríamos, pero nunca sucedió. También hubo momentos difíciles en los que me reprendía y me hacía sentir menos. Sin embargo, todo esto cambió con una tercera explosión emocional, pero para llegar a eso aún falta mucho.

CatarsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora