Confesiones de cómo me hice pirata

150 10 1
                                    

Saludos, me llamo Juan de Vega, y deduzco que no tendría más de doce años cuando comienza mi narración. La iniciaré en Isla de Plata, la víspera de mi ahorcamiento. La isla debía su nombre a los filones del preciado mineral que se encontraban allí de cuando en cuando. Durante una época, esta y otras islas vecinas fueron zona de paso para todo tipo de embarcaciones que transitaban del viejo mundo a las Indias. El territorio pertenecía a la corona de España, lo que atraía a los piratas ingleses como los candiles a las polillas.

Allí se encontraba la fortaleza del gobernador Cariván, un déspota rollizo y malencarado, que junto a su mezquino jefe de guardia me empujó hasta el calabozo. Cerraron la puerta y me miraron con odio bajo sus pelucas mientras me voceaban:

—¡Te lo preguntaré por última vez chico! ¿Dónde está el Demonio de Mar? ¿Dónde está mi retrato?

—¡No lo sé! Ya os lo he explicado.

—Ya veremos si mañana la cuerda te refresca la memoria... ¡Tú te lo has buscado, mocoso!

Durante horas sollocé, hasta que recibí la visita de un amojamado sacerdote.

—Ave María Purísima —recitó.

—Sin pecado concebida —respondí.

—Hola, hijo.

—Hola padre, agradezco vuestra visita, aunque últimamente no he ido mucho a la iglesia —dije mientras el sudor rodaba por mi pellejo.

—Bien hijo, si te parece, descansaré en este taburete, junto a tu celda, para que puedas acoger el sacramento de la confesión. Carcelero, si no os importa, alejaos para guardar el pudor de este muchacho.

El guardia acató.

—No sé muy bien cómo comenzar, padre.

—Veamos... ¿Cómo un mozalbete de tu corta edad ha llegado a esta situación?

—Es un asunto un tanto enredado.

—Dispongo de todo el tiempo del mundo —respondió con calma.

—Verá, salí del orfanato hace cosa de tres años y pasé tanta hambre que, desesperado, llegué a apropiarme de lo ajeno para subsistir. Pronto me conocían en mi ciudad y tuve que marcharme. Me colé de polizón en un balandro llamado Amanecer. Escondido en su bodega oí unos gemidos lastimosos. Me acerqué y descubrí varios negros encadenados, que al verme, pidieron a gritos auxilio. Uno de ellos, que hablaba nuestro idioma, me explicó que les habían secuestrado. Formaron tanta bulla, que enseguida me descubrieron. El capitán del Amanecer, un tipo de barba cana, pretendió a tirarme por la borda, pero un joven fuerte y moreno se apiadó de mí y quiso pagar mi pasaje. De su blusa roída sacó una moneda de oro para atraer el interés del capitán, y tras un largo regateo, el joven pagó una importante cantidad para salvarme.

—¿Ves, hijo? A veces, Dios encamina sus ángeles hacia nosotros.

—¿Un ángel...?, no sé si le juzgaréis igual cuando concluya mi historia. Veréis, durante el viaje el misterioso bienhechor no reparaba en desembolsos: comíamos y bebíamos cuanto se nos antojaba. Cerca de nuestro destino, divisamos una embarcación con bandera pirata. El capitán voceó para que nuestra nave virara el rumbo, pero el timón estaba amarrado con una cuerda y varias estacas. Como el barco pirata se aproximaba, nuestra tripulación pretendió tomar posiciones de defensa, pero no pudieron alcanzar la sala de cañones, pues los saboteadores se habían hecho con el control de la misma atrancando la puerta. Todos los marinos útiles tomaron posiciones con sus mosquetes, cubriéndose con la borda de estribor. De repente, dos de los que me habían parecido nobles y mi harapiento benefactor sacaron una pistola en cada mano y apuntaron a la tripulación, pillándoles de espaldas y desprevenidos.

—¿Tu camarada ayudó a los piratas?

—Era uno de ellos. Cuando nos abordaron, se hizo con el mando. Se acercó al antiguo capitán y a los comerciantes, recobrando a punta de pistola sus dineros y lo que él llamó "sus rentas", es decir, todas las monedas y joyas que encontró: sólo respetó las posesiones de los comerciantes humildes. A partir de entonces, fue el nuevo capitán del Amanecer. Consintió que la antigua tripulación del balandro se marchara en los botes de emergencia con abastecimientos suficientes como para llegar a tierra, excepto el capitán, que rememorando lo que pretendía hacerme, lo arrojó por la borda a patadas, sabiendo que llegaría a nado a uno de los botes. Una nueva tripulación de hombres rudos provenientes del barco pirata se enroló junto a él, apodándole capitán Mar. A mí me ofrecieron quedarme a vivir a bordo, y al no tener dónde ir, acepté. A los africanos también les ofertaron ser parte de la tripulación, pero prefirieron marchar. A las pocas semanas les liberamos en una isla, para entonces ya éramos amigos, especialmente de uno llamado Ajani, que conocía nuestro idioma.

—Ese capitán Mar, ¿no será por ventura, el apodado Demonio del Mar?

—El mismo, pero no es un hombre cruel como se dice. Le apodaron demonio por su destreza con las armas; pero os aseguro que aunque no siempre respete la ley, es un hombre de principios.

—Y dime hijo, ¿por qué te han encausado?

—Hace poco desvalijamos uno de los palacetes del gobernador Cariván. Nos apoderamos de un cuadro que debe ser muy valioso y seis barricas de vino. Nos bebimos cinco de ellas y las colmamos de agua de la playa. Bajé por mi cuenta a intentar vender los seis barriles como buen vino, dando de muestra el único que no nos habíamos trincado: me prendieron cuando creí que iba a cerrar el trato.

—Está bien, ya he oído suficiente. Escúchame, hijo: como penitencia, mañana, antes de morir, imploraras perdón por tus faltas al gobernador Cariván.

—Me temo que el gobernador dista mucho de ser un alma piadosa.

—Esta penitencia no la he ideado yo, la ha ideado el Marqués.

—¿Quién dice?

—El Marqués. ¿Acaso te codeas con muchos Marqueses?

—No, sólo con uno pero...

—¡Pues ya estás al tanto de quien es! Ego te absolvo in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti —resolvió mientras hacia la señal de la cruz.

—Amén.

EL CAPITÁN MAR Y EL SECRETO DE LOS TRES RETRATOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora