La expedición al Alma de Sevilla

42 8 0
                                    

El Buitre escudriñaba con su catalejo la isla cuando el contramaestre se acercó:

—Mi capitán, no podemos entrar a lo que queda del Alma de Sevilla. Tendremos que esperar a que baje la marea.

—¡No pienso esperar un maldito instante para hacerme con el oro!

El Buitre desembarcó y anduvo hasta el litoral rocoso en el que se encallaba los restos del Alma de Sevilla.

—¡Tú, flaco! Eres de los pocos que saben nadar: entra en el barco y busca el oro —ordenó señalando con el dedo a un pirata delgado que llevaba un pañuelo en la cabeza.

—Pero, señor, no...

El Buitre le apuntó con su pistola y el pirata se adentró entre las rocas. Las olas rompían con furia y, finalmente, una de ellas arrastró al pirata golpeándole con un saliente. El marino salió del agua a duras penas agarrándose a un peñasco.

—¡Mil diablos! —gritó el Buitre llevándose las manos a la cabeza.

Y tomando asiento en una roca, rompió a reír:

—¿Dónde va a ir el maldito oro? Esperaremos.

Al anochecer la marea había bajado, las olas ya no golpeaban y los piratas pudieron atravesar el litoral con el agua cubriéndoles las rodillas. Entraron en el Alma de Sevilla por el boquete central. Sus candiles iluminaban la densa vegetación que había crecido dentro. Los arbustos se enroscaban alrededor de los esqueletos de los antiguos marinos, que todavía conservaban cascos, arcabuces y otros objetos carcomidos.

Inspeccionaban cada recoveco en busca de oro: una mesa mohosa, unos estantes llenos de hongos, cofres con ropa roída y barriles repletos de algas.

Entre las algas que cubrían el suelo, descubrieron una trampilla que descendía a las bodegas. El Buitre tomó la iniciativa, las escaleras estaban llenas de plantas babosas que hacían necesario prestar atención a cada escalón para no resbalar. Un par de cuartas de agua cubrían el fondo del barco, en ellas, bancos de pececillos y un pulpo huyeron alertados por el candil.

El Buitre exploró la planta baja, algunos hombres se le unieron, según avanzaban el agua cubría más, llegando a mojarles la cintura. Llegaron a una pequeña sala roja con una puerta de madera atrancada por la arena acumulada.

—Tirad la puerta abajo.

Varios piratas acudieron a la llamada, uno de ellos, moreno, grandote y de pelo rapado, trajo un hacha con la que atravesó repetidamente la puerta hasta hacer un agujero lo tan grande como para que pasara una persona.

El pirata delgado con pañuelo a la cabeza, penetró por el agujero y le pasaron un candil. El Buitre se impacientó.

—¡Dinos! ¿Qué hay ahí?

—Hay una docena de cofres apilados y alguna moneda de oro en el suelo.

La euforia reinó entre los hombres. El Buitre, no pudo esperar, y tras dar el mismo varios hachazos, entró por el agujero.

—¡El hacha, necesito el hacha! —gritó por el boquete—. Los cofres están cerrados.

Le entregaron la herramienta con urgencia. La tosca cerradura del primer cofre cedió ante el hacha. Al abrirlo, lo encontró lleno de agua y arena.

—¡Diablos, mil diablos! —blasfemó hundiendo sus manos en la arena del interior. Al no encontrar nada, estampó el cofre contra el agua del suelo.

Repitió la operación cofre tras cofre, aumentando el enfado como único resultado.

Los rugidos del Buitre resonaron por los restos de la embarcación.

—Capitán —llamó el atónito el marino del pañuelo.

El Buitre le hizo callar con un gesto, desenfundó su pistola y de nuevo le apuntó:

—¡Vete, vete de aquí! Quiero estar sólo.

Elpirata salió aprisa por el agujero, y el Buitre disparó contra la pared.

EL CAPITÁN MAR Y EL SECRETO DE LOS TRES RETRATOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora