El día de mi ahorcamiento en Isla de Plata

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Las luces del alba blanqueaban los muros de la fortaleza. Soldados de casacas azules, calzones blancos abolsados y sombreros negros, patrullaban por parejas.

La muchedumbre se fue congregando para ver la ceremonia de la horca. Todo estaba preparado.

Cuando emergí al patio, atado y rodeado por una decena de soldados, la chusma rugió. Me arrojaron huevos malolientes, lechugas babosas y otra fruta podrida. El verdugo terminó de empujarme hasta el patíbulo.

Los tambores redoblaron y el orondo gobernador Cariván se asomó al balcón donde solía contemplar este tipo de sucesos. Una trompeta tocó varias notas.

—Juan de Vega —sentenció la áspera voz de un oficial—, se os ha hallado culpable del delito de hurto y piratería, lo cual, en esta isla, es sancionado con la pena capital. ¿Una última declaración?

Dudé si hacer caso al cura, no deseaba mostrarme acobardado. Al final me decidí: pretendí gritar, pero apenas me arranqué con un hilo de voz.

—Imploro la clemencia del gobernador.

La muchedumbre rio y sus caras se volvieron hacia el gobernador Cariván, que con gravedad contemplaba la situación.

—¡Eh...! Bueno, yo... Carlos Cariván... —farfulló sudoroso—, gobernador y terrateniente de esta isla..., haciéndome eco de tu petitoria, y refugiándome en la sagrada magnificencia... y en tu corta edad... ¡Ah! ... y en la falta de evidencias... Te otorgo la libertad sin cargos. Además, para enmendar los daños que hemos podido originar, te haremos entrega inmediata de un caballo para que marches en libertad y...

Los soldados, atónitos, ni siquiera se movieron de su sitio. Cariván saltó en el balcón vociferando:

—¡Cumplid mis órdenes con presteza!

La muchedumbre reventó en abucheos ante el fin del espectáculo, pero se contuvo a la hora de arrojar objetos al gobernador por temor a los soldados.

Un guardia me ofreció vacilante un caballo. El jefe de guardia, engalanado con su traje azul y peluca castaña, miró al gobernador, que reafirmó con el gesto su orden. Monté en el caballo y desaparecí como alma que lleva el diablo.

El jefe de guardia era un hombre menudo y entrado en años, pero con aspecto solemne. No paraba de especular razones por las que me podría haber liberado el gobernador, todo aquello era muy sospechoso. Subió a todo correr las escaleras en busca de una aclaración. Iba tan rápido, que tropezó con uno de los mayordomos, tirando una tetera vacía y varias tazas. Cuando llegó al balcón, halló al gobernador rígido, pálido y sudoroso; sus ojeras estaban aún más marcadas que de costumbre.

—Señor, ¿por qué habéis indultado al reo?

—¡Psss! No chilles —susurró el gobernador—. Rápido, ¡están tras las cortinas!

El jefe de guardia retrocedió con desconfianza, desenfundó la espada y dio varias estocadas temerosas a los cortinajes sin resultado alguno; poco a poco, los exploró por completo.

—Aquí no hay nadie.

—¡Estaba ahí! Debió escalar por el rosal durante la noche. Era el mismísimo Demonio de Mar. Esa rata me amenazó con una pistola, me hizo despedir con disimulo a los guardias y, después, me obligó a indultar a su amigo. Tendrías que haberlo sospechado, ¡estúpido! Me pregunto por qué mi padre te dio la jefatura.

El jefe de guardia se asomó al balcón y escudriñó todos los rincones de la fortaleza hasta que vio algo extraño: el mayordomo con el que se había topado se dirigía con urgencia a una de las salidas montado a caballo.

EL CAPITÁN MAR Y EL SECRETO DE LOS TRES RETRATOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora