Lo que Trajo la Tormenta

26 1 0
                                    


El viento aullaba como una bestia herida, estrellándose contra las ventanas de la vieja casa. Las paredes crujían bajo el embate, acompañando el implacable martilleo de la lluvia que hacía eco en la oscuridad, como si la tormenta quisiera traspasar las paredes y colarse en mi habitación. En mi cama, atrapado entre las sábanas húmedas de sudor, el sueño era apenas un anhelo lejano, un recuerdo casi olvidado, desterrado por el ruido que resonaba afuera y los pensamientos que rugían dentro de mí con la misma violencia que el mar chocando contra las rocas cercanas.

El cielo explotaba con truenos que parecían surgir de las entrañas de la tierra misma, y con cada destello de los relámpagos, mi habitación se iluminaba por un instante, revelando las sombras alargadas de los muebles antiguos y el papel tapiz descascarado en las paredes. Mi corazón palpitaba con fuerza, pero el miedo no provenía solo de la tormenta, sino de la ausencia de mi padre, allá afuera, en alta mar, alejándose con la promesa de una nueva vida y dejándome a mí y a mi hermano a merced de esta soledad.

Giré en la cama, intentando apagar el recuerdo reciente de Javier, que se mezclaba con la ansiedad creciente que me mantenía en vela. Mi mente volvía, una y otra vez, a su rostro y a los detalles de aquella noche, a los labios que habían dejado huellas en mí. El insomnio, avivado por el café y la falta de hambre, se unía a la tormenta, hasta que el peso de mis propios pensamientos se hizo insoportable.

Tomé el teléfono, buscando una distracción rápida y familiar. Desnudo bajo las sábanas, deslicé los dedos por la pantalla, llenándome de imágenes que solían aliviarme, pero esta vez las figuras femeninas, los cuerpos que antes despertaban mi deseo, no lograban encender en mí más que una chispa apagada. Desde aquella noche, algo en mí había cambiado. Casi sin darme cuenta, mis dedos deslizaron hacia una nueva categoría, una zona prohibida, inexplorada hasta ahora. Y fue allí, al ver esas imágenes, que algo despertó en mi interior, algo profundo e incontrolable que ni yo mismo comprendía.

Justo cuando estaba a punto de rendirme por completo, un estruendo rompió la concentración, como si el mundo se opusiera a mis intentos de escape. El sonido de cristales rompiéndose resonó por toda la casa, haciéndome saltar de la cama. Me envolví en la sábana y salí al pasillo, el corazón martillando en el pecho. La luz del faro, que barría la costa en un giro incesante, iluminaba el salón con sombras inquietantes. Vi los restos de una sombrilla que, arrastrada por el viento, había hecho añicos una de las ventanas.

Mientras me acercaba para inspeccionar, otro sonido, ajeno a la tormenta, captó mi atención. Una voz, suave y melancólica, deslizándose entre el viento, como un susurro venido desde lo más profundo del océano. Era una melodía que no pertenecía a este mundo, que parecía llamarme desde la lejanía. Como si estuviera hipnotizado, abrí la puerta y me adentré en la tormenta, sin sentir el frío que me azotaba.

La lluvia empapó la sábana que apenas me cubría, pero nada importaba mientras mis pies desnudos se hundían en la arena mojada. A lo lejos, medio sumergido en la marea, lo vi. Una figura pálida y fuerte, atrapada en el abrazo del agua. Corrí hacia él, apenas consciente de mis pasos, mis pensamientos suspendidos en el vacío.

Cuando me arrodillé a su lado, lo que vi me dejó sin aliento. Su torso era humano, esculpido como piedra, cada músculo visible y tensado, pero donde deberían estar sus piernas, el agua cubría una cola larga y brillante, hecha de escamas que reflejaban los relámpagos en destellos plateados. Mis manos temblaban mientras las acercaba a él, sintiendo bajo mis dedos las escamas frías y lisas, tan reales como el dolor que palpitaba en mi pecho.

Él respiraba con dificultad, sus labios entreabiertos dejando escapar un suspiro apenas audible, como si luchara por mantenerse en este mundo. Su piel estaba llena de cortes y moretones, cicatrices de una batalla perdida contra el mar. No supe qué hacer, pero el impulso de ayudarlo era tan fuerte como la misma tormenta. Con manos temblorosas, envolví su cuerpo en la sábana, sintiendo el peso helado y extraño de su cola mientras lo arrastraba hacia la casa.

Al cruzar el umbral, la luz artificial reveló la figura mítica que yacía ahora en mi sala, su cola extendida sobre el suelo, sus escamas aún brillando débilmente en la penumbra. Todo parecía suspendido en ese instante, como si el mismo mar nos hubiera traído juntos, y mientras lo miraba, supe que algo en mí acababa de cambiar. Habíamos quedado atrapados en el mismo destino, y nada volvería a ser igual.

MI MAR INTERNODonde viven las historias. Descúbrelo ahora