¿Qué le diría?

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El amanecer trajo consigo una claridad engañosa, una calma superficial que ocultaba las cicatrices de la noche. El olor a sal y a pescado, persistente como una maldición marina, me arrancó del sueño inquieto. Por un instante, creí que todo había sido un delirio, un sueño distorsionado por la tormenta, pero no, la realidad era más cruel y grotesca que cualquier pesadilla. La criatura yacía a mi lado, su respiración lenta y pesada, su hedor llenando el aire como un recordatorio constante de lo imposible. El reloj marcaba las nueve, pero el tiempo parecía haberse detenido en el borde de lo irreal.

Las gaviotas graznaban con insistencia, burlándose de mi desconcierto mientras la luz del sol atravesaba las cortinas, revelando los estragos de la tormenta. A pesar de todo, no podía apartar la vista de él. Su cola platinada reflejaba los primeros rayos del día como una joya maldita. - Las sirenas existen - susurré con una mezcla de asombro y temor, incapaz de aceptar lo que mis ojos contemplaban.

La luz reveló más de lo que la oscuridad había ocultado. Su piel, pálida y resplandeciente, mostraba cicatrices profundas, cortes y moretones que la noche había disfrazado. Cada herida parecía contar una historia de dolor, un sufrimiento antiguo que el mar mismo parecía haber esculpido en su carne. No había tiempo para deleitarme en la extrañeza de la situación, el sonido de los pasos de Noah resonó en el pasillo. Mi hermano menor estaba despierto, y con él, la realidad que tan desesperadamente intentaba mantener alejada.

¿Qué le diría? La pregunta golpeó mi mente como un martillo. ¿Cómo podía explicar lo inexplicable? No había forma de esconderlo para siempre, de mantenerlo en la sombra hasta que sus heridas sanaran. Pero Noah, más inteligente que yo, quizá sabría qué hacer. Sin embargo, ¿qué haría él cuando viera lo que yo había encontrado? El hedor, cada vez más penetrante, dejaba en claro que el tiempo se agotaba. Me levanté con prisa, casi tropezando al salir de la habitación, y caminé por el pasillo hasta la cocina, donde Noah, ajeno a todo, preparaba su desayuno.

-Buen día- murmuró, medio dormido, con la despreocupación que solo la ignorancia permite.

-Buen día- respondí, mi voz traicionando el torbellino de pensamientos que me consumía. Mi mente estaba enloqueciendo con cada segundo que pasaba, sintiendo que el peso de lo que debía revelar era casi insoportable.

-El vidrio se rompió por la tormenta- comentó con indiferencia, señalando un pequeño desastre que ahora parecía insignificante en comparación con lo que enfrentaba.

-Sí, lo escuché romperse ayer - contesté, intentando mantener la calma mientras mi mente luchaba con la realidad de la situación.

-¿Quieres una rebanada? Ni siquiera probaste el pastel en tu cumpleaños- me ofreció, ajeno al terror que bullía bajo la superficie.

-No, gracias- Mi negativa fue rápida, casi desesperada. Noah me miró con una mezcla de preocupación y curiosidad.

-¿Estás seguro? Pareces... distante - comentó, notando algo en mi comportamiento que él no podía entender.

Preparé un café, necesitando algo que anclara mi mente a la realidad, y lo bebí con urgencia, como si el líquido caliente pudiera borrar la pesadilla que se desplegaba en mi cabeza.

-Vaya, si querías ese café... - dijo con una sonrisa forzada, intentando aligerar el ambiente. -¿Estás bien? ¿Tienes prisa?-

Me quedé en silencio, el peso de las palabras que debía pronunciar aplastándome. Respiré hondo y finalmente hablé, aunque las palabras se atragantaban en mi garganta.

-Sí... bueno, tengo que... -

-¿Qué mierda es ese olor?- La pregunta de Noah me cortó en seco, su rostro fruncido por el asco. -¿Por qué huele tanto a pescado?-

-Sobre eso... - comencé, pero las palabras se atascaron. -Tengo que contarte algo... -

Noah se tensó, el cambio en mi tono lo alertó. -¿Evan, está todo bien?-

Apreté la taza de café con más fuerza, sintiendo cómo el calor del líquido se mezclaba con el frío de la preocupación. -Anoche, cuando se rompió la ventana... Salí afuera y encontré algo...-

-¿Qué cosa?- La ansiedad se filtraba en su voz, su preocupación evidente.

-No sé cómo decírtelo, Noah. Es mejor que lo veas tú mismo - Sabía que no había otra forma, no con Noah. Las palabras no serían suficientes para transmitir la magnitud de lo que había encontrado.

-¿Qué está pasando? Me estás asustando, hermano -

Antes de que pudiera responder, un ruido sordo proveniente de mi habitación hizo que ambos nos quedáramos helados. Noah me miró, el miedo reflejado en sus ojos.

-¿Qué fue eso?- preguntó, aunque en su mirada ya había un entendimiento parcial, un reconocimiento instintivo de que algo estaba terriblemente mal.

Me levanté, mis movimientos torpes y apurados. -No te asustes, pero... anoche, encontré algo en la playa...-.

-¡No me digas que no me asuste! Eso solo me asusta más. ¿Qué es lo que me estás ocultando?- Su voz subió un tono, la tensión desgarrando el frágil hilo que mantenía su calma.

Noah no esperó más. Me empujó hacia un lado, la desesperación tomando el control, y abrió la puerta de mi habitación. Lo que vio allí lo dejó inmóvil. El sireno, caído al pie de la cama, sus ojos parpadeando lentamente, se reveló en toda su extrañeza. Noah estaba petrificado, su boca entreabierta, incapaz de procesar lo que tenía delante.

El tiempo pareció detenerse. La habitación, antes inundada de luz, se convirtió en una prisión de incredulidad. Noah no se movía, ni siquiera respiraba, su mente atrapada en un limbo de negación. Pero los hechos eran tozudos. El sireno se retorció débilmente, soltando un gemido que resonó como un eco de otro mundo, un sonido que no debía existir.

Finalmente, Noah exhaló, su aliento tembloroso como si todo su ser hubiera sido despojado de cualquier certeza. -Evan... ¿qué es esto?- Su voz era un susurro cargado de miedo, incredulidad, y un toque de desesperación. -¿Qué es esto? ¡Esto no es...!- Pero las palabras no encontraban camino, se ahogaban antes de salir.

-No sé qué hacer- murmuré, sintiendo la presión de su mirada, una mezcla de súplica y terror. -Pero no podía dejarlo morir...-

Noah se quedó mirando al sireno, su mente luchando contra lo imposible, hasta que la aceptación, lenta y dolorosa, comenzó a asentarse en su expresión. Sus hombros se hundieron, y toda la tensión se transformó en una rendición amarga.

-Evan...- dijo al fin, su voz quebrada. -¿Qué hacemos ahora?-

MI MAR INTERNODonde viven las historias. Descúbrelo ahora