Capítulo 1

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Aquella madrugada Marta de la Reina recordó uno de los peores golpes que la vida le había asestado. El día en el que su madre la dejó. Intentaba convencerse continuamente de que se trataba de una pesadilla; sin embargo, el dolor todavía conseguía atravesar su corazón hasta devorarlo por completo. Se maldijo a sí misma por dejar que aquel terrible sentimiento la atormentara. No podía mostrarse débil, ni siquiera en la intimidad de sus propios pensamientos. De hecho, cada noche se prometía añadir una nueva capa de hielo a un órgano que se había vuelto inútil en alguien como ella. Solamente los tenues latidos que de vez en cuando se permitía sentir le aseguraban que seguía viva.

Padre, la voy a echar mucho de menos — dijo en un hilo de voz, incapaz de contener las lágrimas.

— Todos lo haremos, hija mía. Pero debemos ser fuertes y mirar hacia adelante. Estoy convencido de que tu madre te acompañará en cada paso que des y te guiará para que seas tan feliz como ella querría —contestó Damián mientras le daba un beso de buenas noches —. Ahora, intenta descansar, por favor.

Tras ello, se marchó y cerró la puerta a su paso, notablemente afectado por la profunda pena de la niña de sus ojos.

La joven saltó de la cama tan pronto como pudo y, sin hacer ruido, buscó la fotografía de su madre localizada en una cajita granate reservada para todo aquello que Marta consideraba reliquias. Una vez la tuvo delante, miró fijamente los ojos de la persona a la que más había querido y habló con ella por última vez.

—Creo que nunca querré a nadie como te he querido a ti. Sólo espero que me ayudes a encontrar la manera de hacerte sentir orgullosa de mí, estés donde estés.

Tras aquella confesión, miró desde la ventana la luna llena y se preguntó si algún día conseguiría volver a apreciar el brillo de las cosas más bellas o si, en cambio, su mirada se quedaría para siempre en blanco y negro.

Desde otro punto de la finca que comprendía el complejo de la familia de la Reina, una niña observaba la fascinante blancura de la misma luna con los ojos llenos de vida.

—Papá, hay algo distinto en esta luna, mira —hizo un gesto al hombre para que se acercara.

—No lo creo, Finita, está como siempre. Eres tú quien la ve más bonita que de costumbre, es tu mirada. Tú sola reflejas el brillo necesario para que cualquier cosa parezca de otro mundo —. La besó en el cabello con delicadeza.

La única mujer de la familia de la Reina había conseguido hacerse un hueco en la empresa familiar gracias a su fama de dama de hierro. Nadie era capaz de plantarle cara, salvo sus hermanos y su padre, por supuesto, para quienes era simplemente Marta. Para ellos era una gran mujer de negocios, imagen que, de cara al público, les interesaba. No obstante, su cometido se limitaba a las gestiones relacionadas con la tienda y la estética de las campañas de Perfumerías de la Reina. Se trataba de un papel al que había aprendido a ajustarse a la perfección y que le permitía, de vez en cuando, demostrar su valía en cuestiones relacionadas con la venta. Todo en su justa medida, por supuesto.

Su vida giraba en torno a la empresa, a ella se dedicaba día y noche. Había intentado dedicar esfuerzo a su vida personal, pero no consiguió los frutos esperados. Quizá el hecho de haber contraído matrimonio con un hombre a quien podía considerar amable, educado y comprensivo no denotaba demasiada exigencia en ese ámbito de su vida. Se trataba, al menos, de un sentimiento recíproco. El propio Jaime decidió marcharse y dedicarse a la vida como doctor en el mar. No hubo reproches por ninguna de las dos partes, ambos fueron conocedores desde el momento en el que decidieron casarse de que la plenitud distaba mucho de lo que sentían el uno por el otro; no obstante, la presión de ambas familias ganó la partida. A pesar de todo, se guardaban un cariño fraternal, desde la distancia se agradecían la libertad bidireccional que habían acordado. Eran libres y no debían explicaciones a nadie.

La luna de mis ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora