30 | 'de corazón a corazón'

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Incluso durante los inviernos fríos, incluso durante las noches oscuras.

Porque estábamos juntos, pude sonreír.

En la primavera que me diste, oramos por esta eternidad.

•••


Un poco más de treinta ciclos lunares después, las tierras que fueron arrasadas durante las conquistas se habían transformado en campos verdosos y coloridos gracias a la llegada de la primavera. El territorio, ahora perteneciente a Évrea, prosperaba maravillosamente, con la vida floreciendo en cada rincón. Los prados se extendían hasta donde alcanzaba la vista, salpicados de flores silvestres que danzaban al compás de la brisa suave. El aire estaba perfumado con el aroma embriagador de la lavanda y el tomillo, mientras que los cálidos rayos del sol acariciaban la piel con su toque dorado.

Por otro lado, en la pequeña franja de tierra que aún pertenecía a Aztya, los frutos sabían más dulces y los árboles se alzaban más altos que nunca, como si el suelo mismo hubiera encontrado una nueva fuerza y vitalidad.

La guerra continuaba, estoica, pero en estos pequeños rincones de paz, la vida seguía su curso con una tenacidad silenciosa.

La colina se alzaba suavemente, sus laderas cubiertas de un manto de hierba esmeralda que danzaba al compás de la brisa. Al pie de la colina, un arroyo cristalino serpenteaba con un murmullo melodioso, su corriente clara reflejando los rayos dorados del sol. Los sauces llorones inclinaban sus ramas sobre el agua, creando un refugio de sombra y frescura donde los cachorros podían jugar y los animales podían beber en tranquilidad.

Cerca de la cima, el granero se extendía en un despliegue de vida y actividad. El aire estaba perfumado con el aroma de flores silvestres y hierbas frescas, mezclado con el suave olor de la tierra recién labrada. Un jardín bien cuidado, con hileras de vegetales y hierbas, mostraba los frutos del arduo trabajo de la comunidad. Entre las plantas, pequeñas figuras de risueños niños se movían, explorando con curiosidad y alegría.

Los establos de madera, construidos con esmero, albergaban a las adorables vacas que pastaban pacíficamente en los prados cercanos. Sus campanillas tintineaban suavemente, añadiendo una nota musical al ambiente. Caballos robustos, con sus crines ondeando al viento, se paseaban majestuosamente, sus cascos resonando en el suelo firme. En el gallinero, las gallinas cacareaban alegremente mientras picoteaban el suelo, y los gallos alzaban sus cantos al amanecer, anunciando el inicio de un nuevo día. Las aves cantaban sus melodías desde las ramas de los árboles frutales, y las mariposas revoloteaban de flor en flor. La brisa suave traía consigo el sonido lejano del murmullo de las hojas, creando una sinfonía natural que envolvía la colina en un abrazo de tranquilidad.

Aquella mañana estaba helada. El clima cálido comenzaba a descender poco a poco, tornándose más fresco con cada amanecer. Envuelto en aquel ya viejo abrigo que no solía quitarse, Win cruzó el umbral de su hogar hacia el jardín. De inmediato su nariz se congeló, tornándose roja. Frotó sus manos entumecidas, soplando sobre ellas para darles un poco de calor mientras avanzaba con las gruesas botas en sus pies por el barro del huerto. Percibió lejanas voces desde el centro del pueblo mientras se agachaba a cosechar algunas zanahorias, la experiencia ayudándole a no tardar tanto.

Los niños estarían felices de comer sopa de zanahoria por la mañana, pensó.

Cuando volvió a casa, las risas lo recibieron desde la cocina. Esbozó una sonrisa, siempre adorando escuchar a sus niños reír.

—Qué alegría. Alguien tiene buen ánimo hoy... —Comentó, entrando al calor del ambiente familiar.

—Y mucho. —Damla le respondió de inmediato, y Win se echó a reír al ver cómo Nikolas se le colgaba del cuello y de los hombros, como siempre pegado a la alfa. —Jugué con ellos hasta cansarlos anoche, pero no comprendo cómo pueden despertar tan alegres... ¡Au, campeón! —Chilló ella, pues el cachorro le jaló del cabello cuando su diminuta mano resbaló de su hombro.

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