Prólogo

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El niño deambulaba por las calles sin rumbo alguno, perdido tanto física como emocionalmente. Parecía un pequeño espectro, flotando a través de un mundo que le era hostil e incomprensible.

Ninguna miseria, ningún desdén podría empeorar lo que ya sentía; su alma y su mente estaban tan destrozadas que cualquier golpe adicional sería insignificante. Sus pasos resonaban en el pavimento frío, cada uno más pesado que el anterior, y aunque las lágrimas habían secado de tanto correr por sus mejillas, la tristeza persistía como una sombra inquebrantable.

A pesar de estar en plena vista de todos, nadie se detenía a mirarlo, mucho menos a ofrecerle una mano. Nadie.

Por fuera reía, pero por dentro, su alma lloraba en un silencio atronador. Así era el mundo: un vasto escenario donde todos interpretan su papel de ciegos al dolor ajeno y sordos a los gritos silenciosos de auxilio. No sabía qué hacer ni hacia dónde dirigirse.

Descalzo, a sus cinco años de edad, con el cabello negro alborotado cubriendo parte de su rostro, parecía un pequeño animal herido, vulnerable y olvidado.

Vivía en un mundo infestado por héroes que se llenaban la boca de mentiras, proclamando que salvaban a las víctimas y ayudaban a los necesitados.

Héroes alabados y ovacionados por una humanidad que vivía para rendirles tributo, como si fueran dioses. Pero ese niño andaba solo por las calles de la ciudad, indefenso, sin la esperanza de ser rescatado por ningún héroe.

Nadie se interesaba por su persona y parecía que nadie lo haría jamás. Hasta que una mujer se detuvo, sus ojos encontraron los del niño, y por un breve instante, una chispa de esperanza iluminó su mirada.

Pero al ver la expresión en el rostro del pequeño, la mujer cambió de parecer. La locura y el dolor estaban grabados en sus facciones de una manera que resultaba incomprensible. Murmuró una excusa y siguió su camino, dejando al niño más solo que nunca.

Desvastado, el niño prosiguió su errático caminar hasta llegar a un callejón solitario. Allí, se sentó en el suelo, abrazando sus piernas con fuerza mientras su cuerpo temblaba de frío, hambre y miedo.

¿Qué esperaba? ¿Qué podría aguardar un niño tan pequeño y tan roto? ¿Un héroe que se apiade de él y acuda en su ayuda? En silencio, comenzó a llorar de nuevo, rascándose con furia a causa de los nervios que sentía. La ansiedad nerviosa era su compañera constante, un recordatorio de los días vividos en la casa de su padre junto a su familia.

A pesar de su corta vida, no había conocido la felicidad. Aquellos que debieron amarlo y protegerlo se habían dedicado a golpearlo, transformando su existencia en un infierno viviente. Solo pensar en ello hacía que la comezón regresara, enloqueciéndolo.

"Detente, ya basta. ¡Deja de golpearme, maldita sea!", gritaba su mente una y otra vez, perdiéndose en la maraña de recuerdos oscuros.

Se acurrucó, rodeando sus piernas con sus brazos y escondiendo su rostro entre las rodillas, mientras las lágrimas seguían fluyendo. Necesitaba ayuda, no solo en esos momentos, sino desde hacía mucho tiempo, prácticamente desde que nació.

Su padre, lejos de ser una buena persona, era en realidad un monstruo repulsivo que solo sabía golpear a su hijo por el horrible delito de ser un niño normal que soñaba con ser un héroe algún día.

Las imágenes de lo vivido empezaban a agolparse en su mente, atormentándolo cada vez más a medida que los minutos pasaban. Sentía que solo había nacido para sufrir; así era como Tenkyo Shimura percibía su corta y dolorosa existencia. El frío comenzaba a calar más profundo, un reflejo del vacío en su interior.

Las calles, vestidas de sombras y luces pálidas, parecían un laberinto de indiferencia. Tenkyo se sentía como una hoja arrastrada por un viento cruel, sin dirección ni propósito. La ciudad era un monstruo de cemento y asfalto, devorando la esperanza y regurgitando desolación.

A cada paso, el niño sentía que el suelo se volvía más duro y frío. Los edificios, gigantes de piedra, parecían observarlo con desdén. La noche se cernía sobre él como un manto opresivo, y las estrellas, distantes y frías, eran testigos mudos de su sufrimiento.

Su mente, atrapada en una tormenta de recuerdos y miedos, vagaba por los laberintos de su dolor. Cada rincón de su memoria estaba marcado por el abuso y la negligencia, las cicatrices invisibles de una vida truncada antes de florecer.

Recordaba los gritos, los golpes, y el rostro de su padre, siempre distorsionado por la ira y el desprecio. El hombre que debía ser su protector era el origen de su agonía, un ogro en la pesadilla que era su vida.

La comezón volvía, y con ella, los deseos de arrancarse la piel, como si así pudiera deshacerse del dolor interno. Pero no había escape. Sus uñas se hundían en la carne, dejando marcas rojas que pronto se transformarían en nuevas heridas.

En su mente, las palabras resonaban como un eco interminable: "Detente, ya basta. ¡Deja de golpearme!" Pero el silencio exterior se mantenía inquebrantable, y sus súplicas quedaban atrapadas en el vacío.

Finalmente, en el callejón solitario, se permitió un momento de vulnerabilidad total. Se acurrucó más fuerte, deseando desaparecer, convertirse en nada, ser tragado por la oscuridad que lo rodeaba. Las lágrimas, silenciosas, rodaban por su rostro sucio, mezclándose con el polvo y la mugre de la calle. Su llanto era un susurro en la noche, una melodía de desesperación que nadie escuchaba.

El mundo seguía girando, indiferente al sufrimiento de un niño. Los héroes, esos seres glorificados, continuaban con sus vidas, ajenos a la pequeña tragedia que se desarrollaba en las sombras. Tenkyo Shimura, a sus cinco años, comprendía una verdad cruel: en un mundo lleno de héroes, él seguía siendo invisible.

 Tenkyo Shimura, a sus cinco años, comprendía una verdad cruel: en un mundo lleno de héroes, él seguía siendo invisible

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Más Allá De La Locura  (TomuBaku)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora