Capítulo 21 - El nacimiento de la leyenda

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Ya había pasado más de medio año desde que llegaron a Foosha.

Decir que la vida era sencilla y agradable allí era una verdad a medias, es cierto que a Sanji le gustaba la gente nueva con la que trabajaba en la cocina, y no supo como, acabó siendo co-ayudante de la jefa de cocina para los menús semanales del príncipe Luffy. Era cierto que daba igual lo que le pusiese delante, lo devoraba en un visto y no visto cuando se trataba de carne, en cambio si era verduras no era tan fácil, hasta que el cocinero descubrió que si rellenaba la carne o pescado con verduras, y Luffy no las veía, se las comía con facilidad, a veces de verdad parecía que tenía cinco años en vez de dieciséis.

Por otro lado, Zoro llevaba un entrenamiento riguroso bajo el ala de Mihawk. Los primeros meses el peliverde acababa agotado con los músculos adoloridos y lleno de golpes, caía inconsciente en la cama conforme llegaba a su habitación y despertaba envuelto en nuevos vendajes por cortesía de Sanji quien se encargaba de sus heridas hasta que se habituó a su rutina.

Ambos estaban más que satisfechos por sus nuevas responsabilidades, aunque eso les dejaba poco tiempo libre para pasarlo a solas. Una tarde en la que Mihawk debía de tener asuntos que atender, coincidió por fin en que Zoro pudiese tener tiempo a solas con su pareja que en cuanto lo vio, lo arrastró a una cita por la ciudad para dar un paseo, no era algo que le gustase demasiado al espadachín, porque cada dos por tres, Sanji se detenía a hablar con alguien o a dedicarle una de sus hermosas sonrisas a las chicas junto a un halago. Ya aprendió que eso era algo genuíno de su pareja, pero se aseguraba de que al final le terminase prestando atención con alguna riña absurda o insulto. Sencillo y eficaz.

Ante esos evidentes pucheros y berrinches de Zoro, Sanji cedió ante su ternura y decidió darle un rato a solas y acabó llevándolo hasta su nidito de amor como bien le gustaba llamar, ahora que ya estaban más cerca del verano que de la primavera, el clima acompañaba a pasar la noche al aire libre por el agradable frescor nocturno.

- Uff, no. – se quejó Zoro al ver sus intenciones.

- Siempre dices eso y terminas bajando. Ahórrame la patada en tu trasero.

Puso los ojos en blanco y chasqueó la lengua tras murmurar algo antes de que Sanji le rodease con sus brazos y saltasen por el borde, cayendo suavemente con ayuda del viento para descender hasta la rama que creó meses atrás Zoro. Ahora era mucho más robusta por todas las veces que habían ido a su pequeño escondite la había ido fortaleciendo y mejorando y parecía más una casa del árbol que otra cosa. El cocinero había acomodado algunas cosas entre las ramas más finas, guardando mantas, vasos, platos y cubiertos extra junto algunas botellas de sus respectivas bebidas favoritas.

- ¿Ves? No ha sido para tanto, Marimo.

- Entiendo que te gusta estar suspendido en el aire por ser el Hijo del Cielo, pero no entiendo como no prefieres estar en un sitio firme en el que sabes que no caerías como un peso muerto y aplastado.

- Eres tu el que no sabe disfrutar de la libertad de las corrientes de aire que te llevan donde quieras.

- Suelo firme será siempre mi elección... ¡No me tires! – pidió al ver el pie en alto de Sanji, no sería la primera vez que lo hacía y le arrojaba de la rama para luego ir a salvarlo con su poder antes de morir empalado por las rocas puntiagudas.

- Aburrido. – se rio el muy infame.

Extendió la manta en la frondosidad de las hojas y sacó la cena que había conseguido previamente al pasar por cocina, unos sándwiches y unos onigiris extra para Zoro que fue lo primero que se metió en la boca sin modales ninguno. A Sanji le encantaba esa sensación hogareña que había cuando estaban a solas allí, le recordaba un poco a cuando Zeff no estaba en el Baratie y él aprovechaba en hacer algún plato a solas para practicar, luego se lo llevaba a su amigo para que lo probase. Las primeras veces creaba auténticas aberraciones culinarias y aun así Zoro se las comía. Solo tuvo que decirle una vez que la comida no se desperdiciaba y el peliverde, diligentemente, obedecía por mucho que la comida estuviese mal preparada. Sanji sonrió por esos recuerdos, ya por entonces los dos se amaban y le pareció entrañable.

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