🤍capitulo 16🤍

223 29 3
                                    

Elena

El ángel de la muerte yacía sobre la cama, sus alas sombrías extendidas como una sombra ineludible que envolvía la habitación. Su mirada vacía se perdía en el techo, contemplando la nada con una serenidad inquietante. La noche había pasado lenta y densa, con cada segundo estirándose en una eternidad oscura. No había rastro de emoción en su rostro, solo una calma mortal que desafiaba el paso del tiempo.

La habitación estaba sumida en un silencio absoluto, roto únicamente por el eco lejano de suspiros que ya no pertenecían a este mundo. En esa cama, que había sido testigo de tantos finales, el ángel aguardaba en silencio, como si el peso de la eternidad le hubiera robado el sentido del ahora.

Ese ángel me atormenta, pienso. Su sombra se impregna en mí, me mata. Narrar lo que me sucede en tercera persona suena extraño, incluso para mí. ¿No creen?

El hombre que está en mi cama me sostiene con firmeza en sus brazos. Intento quitar su mano de mi cintura, pero no consigo nada.

—Déjame dormir, por un carajo, mujer —murmura medio dormido.

—Quítate, hueles a muerto —protesto, tratando de apartarlo, pero él no se mueve. Niega con la cabeza, emitiendo un sonido infantil—. Por Dios, compórtate como un hombre adulto, eres el mayor.

—No quiero —responde, en tono de berrinche.

—Ya no tienes diecisiete, compórtate —le digo, pero solo se aferra más.

Podía sentir su respiración tranquila, acompasada, y el calor de su cuerpo al lado del mío. No intento moverme, como si cualquier movimiento pudiera romper el frágil hechizo que nos envuelve.

El techo es un lienzo en blanco, un espejo de nuestros pensamientos no dichos, de las palabras que nunca salieron de nuestras bocas pero que llenan el aire pesado de la habitación. El silencio entre nosotros es cómodo, familiar, como si cada uno entendiera exactamente lo que el otro está pensando sin necesidad de decirlo en voz alta.

Mi mente divaga, recordando los momentos que nos han llevado hasta aquí, las decisiones, los errores, las promesas incumplidas. Sé que Ancel está haciendo lo mismo, atrapado en ese espacio entre el sueño y la vigilia, donde los recuerdos se mezclan con los deseos.

—¿Tú a dónde irás después de esto? —pregunta, rompiendo el silencio.

—A ningún lado, me quedaré aquí hasta que ya no haya alma que acompañar —respondo con firmeza.

—¿Y yo a dónde iré? —insiste.

—No puedo decir eso.

—Tal vez me vaya al infierno —sugiere con una sonrisa amarga—. Tal vez el tiempo me pase factura.

—Tú no quieres ir ahí, nadie quiere.

Él se incorpora lentamente, arreglándose el pelo despeinado. Las cortinas se elevan con el aire de afuera, dándole a la escena un aire de película. Se inclina hacia mí y me rodea con su cuerpo.

—Dime, señora Muerte, ¿cuál es el pecado que debo pagar por amar al ángel de la muerte? —susurra, acercando su rostro a mi pecho y soplando suavemente, provocando que los finos pelos de mi piel se ericen—. ¿Cuál será mi destino por amar a la muerte?

—El pecado es la eternidad, y tu destino... seré yo, por siempre en la oscuridad. Pero recuerda, en mis sombras también encontrarás luz, porque el amor que compartimos es tan inmortal como la muerte misma.

Mientras mis palabras aún flotan en el aire, él me levanta con una suavidad que desafía el peso de mi existencia. Sus ojos, profundos y llenos de una devoción que me desconcierta, se clavan en los míos, como si quisiera ver más allá de la oscuridad que me rodea.

Define Nuestro Amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora