Prólogo

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Sydney, Australia

¡La vida no podía irle mejor!

Rebecca Armstrong le permitió que la recostase contra las almohadas; su joven corazón palpitando, sus labios aún hinchados tras el último beso, anhelando lo que iba a ocurrir.

La luz de la luna se filtraba por las ventanas a través de las cortinas de seda, transformando la piel de Freen Sarocha, en satén e iluminando la habitación con su cálido reflejo lunar. Los ojos de ella eran dos pozos oscuros mientras se colocaba sobre Rebecca.

Rebecca se derritió mientras miraba los ojos de la mujer a la que amaba.

Aún no tenía dieciocho años y ya había encontrado al amor de su vida, a la persona cuyo destino estaba entrelazado con el suyo. No había posibilidad de error, ése era la mujer de su vida. Pasarían años amándose, años así, como en ese momento.

¿Cómo podía ser tan afortunada?

Rebecca dejó de pensar y se entregó por completo a las sensaciones que Freen le estaba produciendo al presionar contra su cuerpo. Quería que la poseyera, deseaba recibirle y que la hiciera suya, se introdujera profundamente en ella para satisfacer aquel desesperado deseo...

Se miraron a los ojos brevemente cuando el cuerpo de Rebecca comenzó a aceptarle.

-Te amo -susurró ella.

Pero al cabo de unos segundos... Freen la había dejado.

Rebecca abrió los ojos y la buscó con la mirada.

La vio al otro lado de la habitación, poniéndose los pantalones vaqueros y la camisa. Su mirada había adoptado un cariz furioso.

-Vístete. Pediré un taxi por teléfono.

Rebecca le miró con horror. De repente, se sintió inepta y vulnerable.

Freen... ¿qué pasa?

- Dios - le espetó como asqueada de sí misma.

Después, le tiró la ropa, mirándola con ojos fríos como el hielo.

- Esto ha sido una equivocación.

Rebecca agarró su ropa, humillada y avergonzada de sí misma. ¿Tan repulsiva era su inocencia?

¿He hecho algo malo? Siento...

-Vístete!- le ordenó ella con una voz que a Rebecca le pareció irreconocible, la voz de una desconocida.

Pero... -las lágrimas afloraron a sus ojos mientras se vestía-.

-Pero ¿por qué?

-¡Márchate!-rugió ella-. ¡Yo no me dedico a desvirgar a jovencitas!

Inocencia RobadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora