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—¡Por la noche, aquí descansaremos! Busquen cobijo y reposo, que la jornada ha sido larga. ¡Ethel y Amir, tomad la guardia durante unas horas! —resonó la voz del Príncipe con un tono firme y autoritario.

Los guerreros, sintiendo la fatiga de haber marchado durante todo el día, asintieron con gesto taciturno. Sin hacer el menor ruido, se recostaron entre los árboles y la maleza, buscando refugio en la espesura del bosque. La única luz provenía de la luna llena, que proyectaba largas sombras sobre el terreno. Ethel y Amir, con sus espadas a la vista, se colocaron en posiciones estratégicas, vigilantes ante cualquier amenaza que pudiera surgir.

Eleazar y Dervis, sentados junto a un tronco centenario, se alimentaban con unas bayas silvestres cuando un leve susurro, similar al roce de hojas secas arrastradas por el viento, les obligó a levantar la cabeza. El sonido, apenas perceptible, se acercaba a ellos, serpenteando entre los árboles como un espectro invisible. Ambos se miraron con inquietud reflejada en sus ojos. En un instante, las espadas de acero relucieron en la penumbra, desenvainadas con un movimiento preciso y silencioso.

La leyenda del bosque era conocida por todos: criaturas oscuras, espectros errantes y seres de pesadilla que se decía habitaban sus profundidades, esperando para torturar a los mortales que se atrevieran a perturbar su descanso. Dervis, experimentado en la guerra y en los peligros, permanecía alerta, su mirada ágil como la de un halcón, recorriendo cada sombra, cada rama que se movía.

El susurro continuaba acercándose, cada vez más fuerte, más insistente. El corazón de Eleazar latía con fuerza en su pecho, mientras la adrenalina recorría su cuerpo. ¿Sería un animal salvaje? ¿O algo más siniestro?

La presencia se hacía más intensa, palpable. Un escalofrío recorrió la espalda de los guerreros, y la tensión se apoderó del campamento. Todos, sin excepción, empuñaron sus armas, esperando el ataque inminente. El escudero y el Príncipe se encontraban en el centro del círculo que habían formado los guerreros, una muralla de acero que los protegía de la amenaza invisible. Los hombres, leales hasta la muerte, estaban dispuestos a dar sus vidas para que el Príncipe, la esperanza del reino, pudiera llegar con vida al castillo del Conde.

De pronto, una figura emergió de la oscuridad. Un joven, con el uniforme del reino adornado con el águila imperial, se plantó frente a ellos, jadeando con esfuerzo. El sudor le corría por la frente, y sus ojos, llenos de pánico, recorrieron el campamento.

—¡James! ¡Pero qué demonios haces aquí! —exclamó Eleazar, con un tono de sorpresa y alivio.

Los guerreros, reconociendo al joven, bajaron lentamente las armas. James Fhreng, el leal guardia de la princesa Mhariel, había sido su compañero desde la infancia. Un vínculo de lealtad y amistad los unía desde hacía años, y James había jurado protegerla con su vida.

—¡Mhariel! ¡La princesa ha desaparecido! —exclamó James, su voz entrecortada por la angustia. —Cuando noté que su Alteza salió del castillo en la madrugada, sabía que iría en busca de la princesa, por lo que decidí seguirlo para acompañarlo en la misión.

Eleazar, con el corazón apesadumbrado, intentó calmar al muchacho.

—James, eres demasiado joven para esta empresa. Es peligroso, y no podemos permitir que te arriesgues. Debes volver ahora mismo a la seguridad del castillo.

—¡No me importa! ¡Debo encontrarla! —replicó James, con la determinación brillando en sus ojos. —He sido su guardia desde que éramos niños. ¡Le debo mi lealtad!

Dervis, con una mirada severa, intervino:

—James, comprendemos tu lealtad, pero debes entender que tu presencia aquí pondría en peligro la misión. No podemos permitir que te conviertas en una carga.

—No seré una carga. Puedo ayudar. Soy un buen arquero y conozco el terreno como la palma de mi mano. ¡Puedo mantenerme a salvo!

Eleazar y Dervis se miraron, indecisos. La lealtad de James era incuestionable, pero la misión era peligrosa. Finalmente, Eleazar, con un suspiro, cedió.

—Está bien, James. Puedes venir con nosotros. Pero debes prometerme que te mantendrás a salvo y que no te pondrás en peligro innecesariamente.

James, con una sonrisa de gratitud, asintió con fervor.

—Lo prometo, mi Señor. No te defraudaré.

Una vez que la tropa se acomodó para pasar la noche, Dervis se acercó a su señor con cautela. La voz del escudero apenas era un susurro, temeroso de que otros oídos captaran sus palabras.

—Vuestra Alteza, el Rey no nos perdonará si algo le sucede a James. El joven apenas ha cumplido los diecisiete años, y su familia lo ha protegido como a un hijo más.

Eleazar, con la mirada fija en la fogata, respondió con voz grave:

—Aun así, sus conocimientos del bosque nos serán de gran utilidad. James se mueve por estas tierras como un lobo en su guarida, nunca herido, nunca capturado por el Conde. Debemos reconocer que su ayuda será invaluable para encontrar a la princesa. Solo debemos velar por su seguridad.

Dervis asintió, aunque la inquietud aún le carcomía el corazón. Llevar a un niño a una misión tan peligrosa no era algo que le agradara, pero la valentía y la destreza de James con el arco y la flecha eran conocidas por todos. Además, el amor que sentía por la princesa era tan profundo como el bosque mismo. Se decía que ambos compartían una sólida amistad, aunque el joven guardia albergaba un sueño secreto: algún día, casarse con la princesa y tener una familia juntos.

—Duerme un poco, escudero. Guarda tus energías, volveremos a la marcha al amanecer.

Mientras tanto, en el castillo de Alba, una reunión de urgencia se llevaba a cabo. La sala del consejo, adornada con tapices que representaban escenas de batallas y cacerías, se encontraba sumida en un silencio inquietante. La mesa de roble macizo, tallada con escudos y leones, estaba cubierta de pergaminos y mapas, pero el Rey no prestaba atención a ninguno de ellos. Su mirada, llena de angustia, se perdía en el vacío, mientras recorría la estancia de un lado a otro.

El Rey, un hombre corpulento de rostro curtido por el sol y las preocupaciones, había dedicado toda su vida a proteger su reino. Su hijo, el Príncipe Eleazar, era su mayor tesoro, la esperanza de un futuro próspero. Desde pequeño, el Rey había inculcado en Eleazar la valentía, la justicia y el amor por su gente. Ambos compartían una profunda conexión, basada en el respeto mutuo y la admiración.

—¡Debemos encontrarlo cuanto antes! —exclamó el Rey, con su voz ronca y llena de desesperación. —Le ordené a Eleazar que aguardara mis instrucciones, pero no cumplió mis órdenes.

La Reina Louren, una mujer de mirada serena y carácter firme, se acercó a su esposo, colocando una mano sobre su hombro. Louren, conocida por su sabiduría y su capacidad para mantener la calma en momentos de crisis, era la piedra angular del reino. Su voz, suave pero firme, resonó en la sala.

—Mi señor, debe serenarse. Está usted muy agitado. Recuerde que Lucio acompaña al príncipe con los mejores hombres de su guardia. No sabemos a dónde se han dirigido, pero podemos estar seguros de que el príncipe no está solo.

El Rey, con un gesto brusco, se apartó de su reina con su rostro contorsionado por el dolor. La preocupación por su hijo lo consumía, y la idea de perderlo le causaba un sufrimiento insoportable.

De repente, una punzada de dolor recorrió su pecho, como si una mano invisible le estrujara el corazón. El Rey se tambaleó, llevándose las manos al pecho con la mirada perdida en el vacío.

—¡Debes encontrarlo, Louren! —logró decir con voz débil, mientras sus guardias más leales se apresuraban a su lado. —El reino estará perdido si Eleazar muere en el combate. Debes traerlo y hacer cumplir el pacto, sino todo el pueblo de Alba arderá en el infierno...

Con un último esfuerzo, el Rey tomó la mano de su reina, depositando un beso tierno en ella. Sus ojos, llenos de amor y desesperación, se apagaron lentamente, dejando a la Reina sumida en un profundo dolor.

Oscura Fragilidad  #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora