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El sol aún no se había atrevido a asomar por el horizonte cuando Eleazar reunió a sus hombres en el cruce del sendero de piedras sueltas que conducía al Bosque de los Cuervos. Por siglos, este bosque había sido un lugar prohibido para los simples mortales; solo los guerreros más osados se atrevían a adentrarse en sus profundidades para probar su temple en la batalla. Se decía que era la morada de innumerables y terribles criaturas de las tinieblas que acechaban en sus sombras.

El Bosque de los Cuervos había recibido ese nombre en honor a la única hija y heredera del Conde, la Marquesa Oscura. Su verdadero nombre era un secreto celosamente guardado, pero su reputación de crueldad y despiadada naturaleza se extendía por todos los reinos conocidos. Se murmuraba que la Marquesa poseía un poder incluso mayor que el de su propio padre, y que el ejército de prisioneros que era tomado cada año por los malditos, en realidad, servía a sus siniestros propósitos de infligir dolor y sufrimiento a los cautivos. No solo era considerada una de las mujeres más hermosas que jamás hubieran pisado este mundo, sino que también era descrita como una mortífera y despiadada criatura, sedienta de sangre humana y ávida de poder político.

El bosque se alzaba ante ellos como una muralla sombría y amenazante. Sus árboles, retorcidos y nudosos, parecían extender sus ramas como garras hacia el cielo, creando una silueta hostil. Un aura de maldad emanaba de entre la espesa vegetación, envolviendo el lugar en un halo de misterio y temor. El silencio, roto solo por el inquietante relincho de los caballos, era tan denso como la niebla que se cernía sobre las copas de los árboles.

Eleazar, con la mirada fija en el corazón del bosque, alzó la voz, su tono resonando con un fervor que conmovía hasta los huesos:

—¡Guerreros de Alba, valientes corazones que han cruzado mares y montañas para responder a mi llamado! Os agradezco vuestra lealtad. Como bien sabéis, la princesa Mhariel, la flor más hermosa de nuestro reino, ha sido raptada por el Conde Ngozi IV, un tirano que se ha atrevido a mancillar la tierra sagrada con su maldad. ¡No descansaré hasta que la haya liberado de sus garras!

Un silencio premonitorio se apoderó del campo, solo roto por el crujido de las armaduras. Los guerreros, con el rostro endurecido por la determinación, se miraron unos a otros, sus ojos reflejando la mezcla de miedo y esperanza que los acompañaba. La idea de enfrentarse a los inmortales, seres de un poder insondable, les helaba la sangre. Sin embargo, la lealtad a su rey y la promesa de liberar a su princesa los impulsaba hacia adelante.

Eleazar, percibiendo el temor en sus corazones, levantó la mano, su voz ahora resonando con una fuerza inquebrantable:

—¡No temáis, valientes guerreros! La valentía es nuestra armadura, la fuerza nuestra espada y la fe en la justicia nuestro escudo! ¡Juntos, venceremos a los inmortales, liberaremos a la princesa Mhariel y haremos justicia al nombre del rey!

Un rugido salvaje brotó de las gargantas de los guerreros, un grito de guerra que resonó en el silencio del bosque, provocado por la convicción de que si el príncipe iba al frente de ellos, nada debían temer. Los cuervos, alzados por el fragor, emprendieron un vuelo frenético, y sus graznidos fueron como un presagio de la batalla que se avecinaba. El corazón de cada hombre latía con fuerza, acompasado por la certeza de que la muerte acechaba, pero también por la sed de victoria.

La batalla por la princesa Mhariel se cernía sobre ellos como una fatalidad inevitable. Dervis, firme a la derecha del príncipe, avanzaba en silencio hacia las sombras que se extendían como un manto de terciopelo sobre el bosque. El tiempo se detuvo suspendido en un punto muerto, y Dervis aprovechó para observar a su señor. Eleazar lucía seguro e imponente sobre su yegua, a pesar de sus veinte años, con sus cabellos rubios como el trigo al viento, color que le otorgaba su sangre real. "Otra batalla más junto a mi señor", pensó, "y pronto volveremos al reino a compartir unas jarras de cerveza junto al fuego crepitante".

Eleazar, como si leyera sus pensamientos, habló con voz suave:

—No temas, escudero. Te traeré con vida de esto, te lo aseguro. Mi palabra es ley.

Dervis respondió con una sonrisa que no lograba disimular la preocupación que albergaba en su corazón:

—No siento temor, mi señor, solo curiosidad. ¿Crees que funcionará el plan que hemos trazado? Ningún mortal ha logrado jamás encontrar el castillo del Conde detrás de este bosque, donde las sombras se esconden y los espíritus susurran en la noche.

Eleazar, con la mirada fija en el horizonte, respondió con una seguridad que inspiraba confianza, como un guerrero que ha visto muchas batallas y nunca ha retrocedido:

—Es por eso que esperaremos que ellos vengan a nosotros. He meditado todas las posibilidades, y la única manera de llegar a Mhariel es que nos tomen también como prisioneros. Eso sí, ninguno de ellos debe sospechar quiénes somos. No deben saber quién soy.

—Mi señor, la orden es clara: nadie debe pronunciar su nombre. Hemos pintado el águila en nuestros escudos, borrando cualquier indicio de nuestra lealtad a Alba. Espero que el Conde no tarde en llegar por nosotros.

—Si ese miserable se atreve a tocar a mi hermana, lo pagará con su sangre. Juro que lo mataré con mis propias manos.

El príncipe se mantenía erguido, con la mandíbula tensa y los puños apretados, reflejando una mezcla de determinación y furia en su mirada. Su presencia imponente emanaba un aura de poder y peligro latente. Cada músculo de su rostro denotaba una determinación imperturbable, listo para enfrentar cualquier amenaza que se interpusiera en el camino de proteger a su hermana.

Dervis, con una mirada llena de compasión, preguntó con cautela:

—¿Crees que la princesa está en el castillo?

—Claro que sí, ahí tienen siempre los prisioneros reales. Debemos entrar hasta sus mazmorras y ver de qué manera podemos rescatarla.

—Tus planes no son fáciles, señor -replicó Dervis con una pizca de duda.

Eleazar, con una sonrisa feroz, respondió con una seguridad que lo hacía parecer un loco desquiciado:

—Solo necesito estar dentro. Luego veré cómo saco a mi hermana.

—¿Será que vamos a conocer a la Marquesa? Me gustaría ver si son ciertos los rumores sobre su belleza; dicen que es tan hermosa como la muerte y tan fría como el hielo.

—Ten cuidado, escudero. No juegues con fuego porque te quemarás. Sabes que no saldremos vivos si ese demonio se fija en nosotros. Lo bueno es que sabemos que Ángel la tiene bien entretenida.

Ambos hombres rieron, olvidándose por un momento de la tenebrosa misión que se cernía sobre ellos, como una espada de Damocles a punto de caer.

Ambos hombres rieron, olvidándose por un momento de la tenebrosa misión que se cernía sobre ellos, como una espada de Damocles a punto de caer

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Oscura Fragilidad  #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora