De camino a...

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Y cuando estuvo frente a él lo notó.

El largo camino que transitó le había llenado de incertidumbre, de dolores, pesadez y un indescriptible sentimiento de pérdida. Hace millas que quería rendirse y solo tirarse en la arena. Hace kilómetros que había olvidado por qué caminaba, o más bien no se lo preguntaba.

¿Por que no quería salir del desierto? ¿Por qué a pesar del calor sofocante no quería buscar alguna fuente de agua? ¿Por qué se empeñó en ignorar la respuesta lógica que es buscar ayuda? Era fácil responderlo ahora: no lo necesitaba en realidad.

Un día él solo despertó con un maletín en la mano que pesaba como el plomo, en medio de una duna sin agua a mitad del desierto y el Sol infernal sobre su cuerpo. Vestía como si fuera una persona importante con un traje de vestir completo y un reloj de bolsillo de plata que colgaba de su saco, pero no tenía recuerdos de tener una vida más allá de ese preciso momento. Lo único que tenía era una idea clara a pesar de ni siquiera recordar su nombre: Debo llegar.

¿A dónde? No lo sabía, pero caminó. Caminó sin detenerse como si fuera una máquina imperturbable. Caminó entre las tormentas de arena sin desviarse. Caminó en las noches heladas sin dormirse. Los zapatos nunca se le desgastaron y la ropa nunca le causó calor. Llegó a pensar que era algo normal.

Y ahora finalmente ya había llegado. Las puertas se abrieron cuando el cielo se teñía con el ocaso. Mientras los altos maderos se movían podía sentir como el oxígeno era absorbido en un vacío. Sentía como su piel parecía ser succionada, como 'algo' estaba reclamando su carne, su piel, huesos y alma.

Los recuerdos le llegaron como besos de fuego. Suaves y ardientes, tan calientes que quería arrancarlos.

Sí, él estaba ahí para recibir su castigo. Había atravesado el mar de arena para cumplir su sentencia. Una penitencia por sus delitos, así fueran bien intencionados en su propia sabiduría. El maletín pesaba con el dinero que había robado, con vidas cobradas, con cada palabra pronunciada entre mentiras y engaños.

''¿Seguro que no te arrepentirás de esto?'' Había preguntado una vez su mujer. Su voz apenas era un eco reconocible, su piel traslúcida solo era un signo más de que el tiempo se le acababa.

''Por ti amor, venderé mi alma'' Prometió.

Y lo hizo.

Los robos que cometió para pagar sus tratamientos, las personas a las que engañó para que su esposa fuera atendida y todos aquellos terceros que murieron a consciencia. Se había convencido de que nadie más estaba por encima de su amada. 

Nadie era tan pura. Nadie era tan buena y dulce. Siempre supo que ella podría haber estado mejor con alguien más, pero eso no lo detuvo de hacer todo lo que estuviera en sus manos por su felicidad, por su bienestar.

O eso intentó.

Mientras su piel y prendas comenzaban a desgarrarse lo recordó.

Recordó la última vez que la vio. Tumbada a su lado, su sangre salpicaba su mejilla con la armonía de una pincelada sobre la nieve. Sus hermosos ojos negros lo miraban como siempre, con tanta calidez y dulzura que le llenaba el corazón de todas las cosas buenas del que el mundo carecía.

Las volutas de vapor que salían de sus labios se esfumaban.

Sus ojos decían perdón, pero sus labios alcanzaron a pronunciar un te amo antes de apagarse. Acción que reflejó para ella, un último te amo antes de fallecer por las heridas que recibió durante aquél ataque sorpresa.

Porque claro está, toda acción tiene una consecuencia, y entre más cerca estés del borde más fácil es caer hacia el vacío.

Sea como fuese aceptaría cualquier castigo, porque al final del día todo lo hizo por ella. Por verla reír, bailar, escucharla cantar y hablar. Fueron apenas unos días, pero esos días hicieron que todo valiera la pena.

Creyó que aceptaría lo que sea, pero cuando entró a las fauces y reconoció el aroma que impregnaba la estancia supo que su castigo lo consumiría.

El maletín se calentaba al rojo vivo y no podía soltarlo, el olor a hierro hostigaba sus pulmones y se mezclaba con el perfume favorito de su amada. La poca luz en el lugar dejaba demasiado a la imaginación y no podía evitar pensar: el castigo es la sensación asfixiante de tenerla al lado, moribunda, sangrante en sus últimos momentos, mientras cargaba sus pecados, porque si los soltaba entonces la mataría de verdad.

En el eco de la instancia solo escuchaba sus últimos sollozos y pronunciar su nombre con insistencia, sin embargo cuando él intentaba contestar las palabras morían en su boca y un doloroso quejido salía de ella, como si cada cosa que él intentara decir fuera una puñalada sobre su delicado cuerpo.

Ahí estaba su castigo y supo dentro de él que, aunque supiera que solo es una ilusión del infierno, se volvería loco por no poder salvarla esta vez, ni decirle que la amaba cuando ella preguntara por su persona.

Su amor se convirtió en su condena.

Cuentos que no quiero perderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora