D O S

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Una semana más tarde

Decidí dar un paseo por el vecindario para intentar adaptarme a la vida fuera del centro de rehabilitación. El cielo estaba despejado, y el aire fresco era un contraste agradable con el ambiente estancado del centro. Sin embargo, a medida que caminaba por las calles, me di cuenta de que la libertad que tanto anhelaba también traía consigo un nuevo tipo de prisión: las miradas ajenas.

Las primeras horas fueron las más difíciles. Cada vez que me cruzaba con alguien, sentía su mirada recorriendo mi figura de arriba abajo, con una curiosidad casi palpable. A veces, podía ver el juicio en sus ojos, aunque intentaran ocultarlo. Parecía que cada paso que daba era analizado y, en ocasiones, cuestionado. Me preguntaba si las personas percibían algo en mí que me hacía diferente, o si era simplemente mi paranoia alimentada por meses de aislamiento.

La ansiedad comenzó a crecer en mi pecho. No era la misma ansiedad que sentía antes de mi ingreso al centro; era una variante más sutil, más invasiva. Cada mirada era como un peso adicional que me arrastraba hacia abajo. Me encontraba a menudo ajustando mi ropa, revisando si mi apariencia era adecuada, tratando de encajar en un mundo que parecía tan implacable.

Caminé por el parque local, con la esperanza de encontrar algún tipo de consuelo en la tranquilidad del lugar. Los niños jugaban en los columpios, y algunas familias hacían picnics. Aunque el entorno era acogedor, me sentía como una intrusa, observada con interés en cada movimiento. Las risas y conversaciones a mi alrededor se mezclaban con el sonido constante de mi propia respiración, que se había vuelto irregular y entrecortada.

Me senté en una banca, tratando de calmarme. Miré a las personas a mi alrededor, tratando de entender cómo lograban moverse con tanta naturalidad, cómo se integraban sin aparentar la fragilidad que yo sentía. A veces, un grupo de adolescentes se me acercaba, sus miradas se volvían curiosas, y me preguntaba si mi presencia era motivo de conversación entre ellos. Sentía que sus murmullos eran cuchicheos sobre mí, sobre mi apariencia delgada y mi pasado.

La ansiedad se intensificó cuando me encontré con un antiguo conocido. Lo reconocí de inmediato, un viejo compañero de la escuela que ahora parecía más seguro y exitoso. Al principio, me sonrió y me saludó cordialmente, pero su mirada de arriba abajo y su saludo automático me hicieron sentir aún más expuesta. Sus palabras amables no ocultaban la sorpresa y, posiblemente, el juicio. Me despedí rápidamente, incapaz de mantener una conversación normal, y me alejé con el corazón acelerado.

Regresé a mi apartamento, la ansiedad aún presente y mezclada con una sensación de derrota. Aunque había intentado adaptarme, me sentía abrumada por la idea de que cada persona que encontrara estaba observándome y evaluándome. Mi mente era un torbellino de pensamientos, cuestionando si realmente podría superar esta nueva etapa sin volver a caer en las viejas trampas de la inseguridad.

Me senté en el suelo de mi sala, rodeada por las cuatro paredes que aún me resultaban extrañas. La realidad de mi situación comenzó a asimilarse; mi lucha con la ansiedad no había terminado, simplemente se había transformado. Mientras el sol se ponía y las sombras se alargaban, me sentí atrapada entre el deseo de avanzar y el miedo de que mi ansiedad me consumiera una vez más.

Nota sobre día: Mis intentos por adaptarme al mundo exterior se ven entorpecidos por las miradas ajenas y mi propia inseguridad. Cada paso fuera del centro de rehabilitación es una prueba de mi fortaleza y vulnerabilidad. Mientras enfrentaba las miradas curiosas y los juicios silenciosos, comprendí que el camino hacia la aceptación no sería fácil, y que la lucha por encontrar mi lugar en el mundo apenas comenzaba.

Entre las sombras (1)✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora