Prólogo.

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Faltaban quince minutos para las doce, estaba nervioso y un millar de pensamientos bullían en su cabeza como un enjambre de abejas. Al tratar de espantarlos, dio una patada a la nieve sucia que se apilaba alrededor y esta le salpicó con fuerza los pantalones. Normalmente se relajaba con el murmullo amortiguado de la ciudad, pero esa noche no era capaz de conseguirlo; ni siquiera lo lograban las sombras que lo hacían invisible en la oscuridad, ni el hecho de sentirse como un mago a punto de esfumarse en humo de colores al alzar su chistera. Esa noche presentía que algo iba a salir mal.


Las luces de varias casas destellaban a ambos lados de la calle, trazando estelas doradas en la penumbra. Los barrios residenciales de Manhattan siempre eran los mejores para darse un festín porque los árboles delimitaban las avenidas como si fueran centinelas, proporcionándole la confianza que exigían sus desenfrenados planes.


En ese instante, supo que había llegado el momento. De hecho, vio a la mujer mucho antes de que las farolas iluminaran su silueta al bajar del autobús. El taconeo de sus zapatos sonaba a música celestial para sus oídos. Se irguió contra el muro que rodeaba una de las viviendas unifamiliares y la observó con atención, disfrutando del balanceo de sus caderas al andar, de la forma descuidada de llevar el bolso colgado del hombro. Se movía como una bailarina en el escenario: elegante y con pasos rítmicos. Toc, toc, toc. Una dulce melodía que él comenzó a tararear con impaciencia.


Podía tratarse de una adorable muchacha que regresaba de una jornada de doce horas tras el mostrador de un comercio de la Quinta Avenida, pero no le importaba. Ahora danzaba por el asfalto helado como si viniera de uno de los teatros que había entre las calles Cuarenta y cinco y Cuarenta y seis.


Su pene palpitó eufórico dentro de los calzoncillos cuando la vio sonreír. Estaba ya tan cerca que si estiraba una mano podría tocarla. Entonces, la escuchó reír mientras hablaba por el móvil. Tal vez estaba concretando una cita con algún hombre, pensó al tiempo que se excitaba al imaginarla vestida de negro lujurioso bajo la gabardina marrón. O quizá, simplemente, se sentía feliz.


Le encantaba conjeturar sobre las vidas de aquellas mujeres que le procuraban tanto placer.


En un segundo se abalanzó sobre ella, le rodeó el cuello con el brazo para arrastrarla hacia la oscuridad y le cubrió la boca con una mano.


-No hables. No digas nada o te rebano el pescuezo -susurró con voz firme.


La empujó contra la tapia sin darle tiempo a reaccionar, mientras le mostraba un cuchillo que terminó apoyado contra su garganta. Después, la dejó hablar.


-¡No me mate, por favor! -Sollozó, temblando-. Sé que si colaboro me dejará marchar sin hacerme daño.


Él se engrandeció al saber que lo había reconocido. Todo el mundo hablaba del temor que causaba entre las mujeres del distrito.


-Entonces, ya sabes lo que quiero -le urgió con brusquedad.


Ella abrió el bolso y volcó el contenido en el suelo, sin dejar de mirar con recelo el sombrero de copa que le ocultaba el rostro.


-Sí, pero no me mate, por favor -rogó en mitad de aquel estropicio de artilugios que caían a sus pies.


Al ver que se agachaba para reunir sus pertenencias, le ordenó que se diera prisa mientras presionaba el cuchillo en su espalda. Cuando alzó la cara, el miedo que vio reflejado en sus ojos saltones le provocó una oleada de placer. No era tan atractiva como había imaginado al observar el contoneo de sus caderas, ni tan sugerente como una bailarina del distrito teatral de Broadway, especuló echando un vistazo a su enorme trasero.


-¡Venga, venga! -apremió con impaciencia.


Ella tardó unos segundos en abrir el monedero porque le temblaban los dedos, pero al fin consiguió sacar dos billetes de veinte dólares y unas monedas sueltas que aplastó contra su pecho, mientras aprovechaba para apartar el cuchillo.


-No tengo más.


-¡Joder! -exclamó, sorprendido-. ¡Venga, venga! Ya sabes lo que busco -señaló sus pies.


-No, por favor -ella negó con la cabeza, pero al ver el brillo amenazador del arma cambió de opinión y se descalzó entre sollozos.


El atracador se agachaba para obtener su premio cuando descubrió que ella trataba de verle el rostro en la penumbra. Sabía que solo podría distinguir la sombra alargada que dibujaba la chistera, pero la curiosidad de la mujer lo enfureció de tal modo que perdió los estribos y la abofeteó dos veces. Ella chilló asustada al tiempo que se llevaba las manos a la cara para evitar que siguiera pegándole.


«Sabía que esta noche tendría problemas», pensó agarrando los preciados trofeos y mirándolos con deleite. Eran relucientes, de tacón alto y negros como la noche. Se le puso dura al imaginar las cosas que podría hacer con aquel par de zapatos, y los lamió ante la mirada atónita de la mujer. Después, se despidió como ya era habitual en él:


-Me tomaré un par de copas a tu salud. -Alzó el sombrero con una mano y lo devolvió a su sitio sin mostrar el rostro.


Ella suspiró aliviada al saber que todo había acabado mientras observaba la silueta del hombre que se escabullía entre las sombras.



Sublime Temptation (AyA Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora