Capítulo 13

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Finalmente, Alfonso convenció a su abogado para que abandonara la idea de demandar al capitán de la 33. No quería echar más leña al asunto, eso era algo que arreglaría él mismo y sin denuncias de por medio. Aun así, no pudo evitar que su hermana insistiera en que un médico le revisara la herida de la sien, por lo que se dejó hacer, permitiendo que esta le llevara en su coche al hospital más próximo. Era eso, o tener que volver a discutir sobre lo que procedía o no, legalmente, en ese momento.
Cuando vislumbraron a lo lejos la mansión familiar, ya estaba amaneciendo. Jocelyn volvió a la carga, mientras aminoraba la marcha para retrasar al máximo la llegada hasta la verja que resguardaba el perímetro de la pomposa propiedad.
—No entiendo por qué tienes que marcharte ahora, Poncho. No estás en condiciones de conducir; además, te han dado cinco puntos de sutura y necesitas descansar.
—No voy a conducir, ya te he dicho que me están esperando a la entrada de la casa. Y si no hubiéramos ido al hospital, ahora no llevaría la frente cosida. Un simple esparadrapo habría bastado. Míralo por el lado positivo, antes tenía un ángulo recto junto al nacimiento del pelo y ahora otra línea lo ha convertido en un triángulo perfecto en mi sien.
Ella bufó de frustración. Siempre era igual. Sus hermanos se comportaban como brutos y a ella la envolvían entre algodones para que no se lastimara al golpearse por la impotencia que le producía tanta testosterona.
Cuando frenó frente al portón de hierro, dispuesta a pulsar el mando a distancia que abriría la verja, Poncho le pidió que esperara. Ella miró por el espejo retrovisor y vislumbró las luces de un coche acercándose por el camino privado que ellos acababan de recorrer.
—Será mejor que me dejes aquí. —Su hermano se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla—. Gracias por preocuparte por mí, cariño. Ahora entra en casa y trata de dormir un poco. Yo vendré en cuanto termine de despachar un asunto que he dejado a medias.
—¿Cuál? ¿El de la bailarina de ese club? —le atacó ella, arqueando las cejas.
Si él pareció sorprendido, supo disimularlo a la perfección.
—Pues sí, pero no del modo que estás pensando.
Abrió la puerta para salir y ella lo imitó, reuniéndose con él junto a la verja que ya se había abierto.
—¿Por qué no lo dejas para cuando hayas dormido un poco? Mírate, da asco verte.
—No tengo tiempo. Ahí está Sergey —anunció Poncho como si su amigo fuera la solución de sus problemas.
Cuando escuchó de nuevo aquel nombre, dos veces en el mismo día, Jocelyn se giró para mirarlo. Al hacerlo, descubrió que él también la estaba estudiando a medida que se acercaba con pasos largos y firmes hacia ellos. Sus ojos, tan negros como las crines de un caballo, le recorrían el cuerpo con la mirada, frunciendo ligeramente el entrecejo y apretando los labios. Nunca le había caído muy bien a aquel hombre, ni él a ella. Pero no podía evitar sentirse turbada en su presencia. Tenía algo magnético que la atraía sin remedio: poder, fuerza o sensualidad. O tal vez una mezcla de las tres cosas. Odiaba pensar así de él, pero la expresión exacta que describiría lo que sentía por él podía llamarse «atracción animal». Hacía meses que no lo veía, desde que se marchó a Atlanta y decidió comenzar una nueva vida lejos de su familia y de su pasado.
Apenas fue capaz de dirigirle un breve saludo, con la boca seca y el corazón a mil por hora. Cuando quiso darse cuenta él ya estaba hablando con su hermano, ignorándola con toda la grosería que era capaz de concentrar en sí mismo, aunque no le extrañó. Sergey Saenko, el mejor amigo de sus hermanos, el hombre de confianza de todos los Barrymore, no solía reparar más de dos segundos en su persona. Claro que sabiendo todo lo que sabía de ella...
Prestó atención a lo que hablaban y no pudo evitar recorrer sus adustas facciones con la mirada. Estaba nerviosa, por lo que trató de aplacar el temblor de sus manos jugueteando con el colgante de oro que lucía en su cuello. Se fijó en que la tenue luz del amanecer le confería más fuerza a su perfil siniestro. Allí plantado, en pose de villano, con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre su amplio pecho. A pesar de estar hablando acaloradamente con Poncho, como si ella no existiera, su semblante pétreo le indicaba que llevaba puesta su «cara de ataque». Ella había visto otras veces aquel rictus agresivo. No presagiaba nada bueno.
Cuando Sergey escuchó a la menor de los Barrymore despedirse con un escueto «buenas noches, señores», tragó saliva y respiró profundamente. Todavía la siguió con el rabillo del ojo hasta que la vio meterse en el coche y enfilar el camino que conducía al interior de la propiedad. Verla de nuevo había supuesto toda una sorpresa para él, que siempre imaginaba que tardaría mucho tiempo en hacerlo. O que sabría reaccionar sin parecer un pasmarote.
—Pero, tío, ¿nos vamos o qué? —inquirió Poncho.
—Sí, claro.
—¿Te ocurre algo? —Su amigo lo miró preocupado.
—Negativo. —No hacía falta más.
Al ir a subir al coche, Sergey se fijó en algo que relucía en el suelo, justo delante de los faros. Se agachó, y al cogerla en su mano vio que se trataba de una «J» de oro, una letra engarzada entre diminutos diamantes que solo podía ser de ella.
—¡Venga, no tengo todo el día! —reclamó Poncho de mal humor.
Él, con aquel pequeño tesoro encerrado en su mano, se giró para comprobar que la verja ya se había cerrado, o al menos eso quiso aparentar. Después se levantó, dio media vuelta y entró en el coche, enfilando el camino hacia la ciudad.
Poncho guardó silencio durante unos minutos, en los que reflexionó sobre la forma en la que había atacado a su amigo, echándole en cara que hubiera avisado a Anahí  de su detención.
—Siento haber estado tan borde contigo —comenzó a hablar, un poco más tranquilo.
La verdad, se había pasado tres pueblos.
—Da igual.
—Joder, es que cuando ella apareció en la sala de retención..., y después ese cabrón la obligó a seguirlo a su despacho... —Se llevó una mano al apósito que cubría parte de su frente.
—¿Vas a dejar que ese tipo se salga con la suya? —Sergey lo miró de reojo. Por primera vez en su vida, su amigo parecía realmente afectado.
—Por supuesto que no, pero te digo lo mismo que a mi hermana: este asunto lo arreglaré yo. A mi manera. —Fue concluyente.
—Te daré un consejo. No vuelvas a acostarte con ella o pensará que tiene otra oportunidad.
—¿De qué coño me hablas?
—De lo que te está haciendo esa poli. He estado sondeándola y ¿sabes? Cuando le dije que su novio es un corrupto y un tiburón, ella lo defendió.
—¡Joder, Sergey, eres como una vieja chismosa! ¿Por qué has tenido que irle con el cuento? ¿Qué más le has dicho? —Se giró furioso para hablarle.
—Nada. —Él también fue terminante.
—Gira ahí, en la calle Varick y continúa hasta West Broadway. —Cuando su amigo obedeció, él volvió a frotarse la frente y maldijo al topar con el vendaje—. Anahí  no sabe nada de los tejemanejes del capitán; si está arruinada y vive sin una puta silla donde sentarse es precisamente por eso. ¿O crees que le gusta tener la casa despejada de muebles para no limpiar el polvo?
El sarcasmo de Poncho le estaba tocando las narices. Saltaba a la vista que aquello era mucho más profundo que una simple coladura por una mujer. No era nada objetivo con cualquier asunto que concerniera a la poli.
—Verás, hermano —trató de imbuirle algo de lógica en la cabeza—, el mundo se divide en dos categorías: los que tienen el revólver cargado y los que cavan —le dijo a modo de enseñanza.
—Ya. Déjame adivinar: yo soy de los que cavan —repuso con evidente sarcasmo.
—No he dicho eso, tío, tienes la especialidad de tergiversar mis palabras —se defendió Sergey, girando a la izquierda y tomando West Broadway, como le había indicado—. Solo quiero advertirte de que entre esa poli y el capitán, él tiene el revólver y ella cava. Y por más que quieras ayudarla, no te dejará la pala.
—Eso será mientras él tenga el revólver. Ese hombre está hasta el cuello de mierda, sabe que vamos tras él y se ha puesto nervioso, por eso no quiero que ella pague las consecuencias.
—¿Has vuelto a contactar con el comisionado?
—Lo haré si Anahí  no habla con él. No quiero que se entere de lo que está ocurriendo con su hija por otras fuentes. Y tú, ¿hiciste lo que te pedí?—Todo salió según lo previsto. Tu cliente me ha dicho que te recuerde que con este trabajo, le debes una.
—Sí, hasta que vuelva a cagarla otra vez. Aparca un poco más adelante, allí está mi coche —le indicó al llegar al distrito de los teatros.
—¿Te espero?.—No, márchate a casa.
—¿Estás seguro de que la muchacha tiene la clave?
—Tú mismo me has asegurado que el hombre al que has atrapado no es el asesino de April. Quiero saber qué información iba a darme Sonia cuando Kinney nos tendió la trampa y qué tiene que ver ella con la detención. —Abrió la puerta y añadió antes de bajar—: Sé que llevas razón en todo lo que me has dicho, sobre lo de volver a acostarme con Anahí  y demás, pero me gustaría que comprendieras que soy yo el que nunca tendrá una oportunidad con ella. Es una mujer que ha sido utilizada por todos los hombres que ha habido en su vida y me ha dejado muy claro que yo no seré el próximo.
—¿Y qué piensas hacer? No me gusta verte de esta manera, tío, no eres tú. —Chasqueó la lengua.
—De momento, trataré de cerrar este caso. Después..., supongo que pillar una buena cogorza y pasar página.
—Bien, cuenta conmigo para las dos cosas.
Poncho cerró la puerta del coche, le indicó con la mano que se marchara y caminó hacia la pensión en la que vivía la bailarina del club nocturno.
Comisaría 1. Barrio de Tribeca. Manhattan
Ya era cerca de media mañana cuando Joe Winter firmó su confesión ante la detective que lo había salvado de las manos de aquel animal vestido de cuero negro. También estuvo presente otro detective que al parecer era su compañero, el capitán de la comisaría y el fiscal del distrito. No solicitó un abogado. ¿Para qué? Con solo dos golpes de aquel endiablado ruso había cantado la verdad, y era preferible estar entre rejas que volver a cruzárselo por algún callejón oscuro. Sabía que eso era lo que le ocurriría si ponía un pie en la calle. En realidad, antes de que le apretaran las tuercas, como sugirió la poli que le había liberado de una muerte segura, se declaró culpable de todos los cargos, excepto el de asesinato. ¡Él jamás mataría a nadie!
No dejó de lloriquear. ¿Qué querían? Solo tenía veintidós años y ya estaban pensando en cargarle con una muerte a sus espaldas. Por eso, deseoso de que un médico le enderezara la nariz, se reconoció autor de todos los robos que se habían cometido en el distrito de los teatros y estampó su firma.
La excusa que dio la detective Logan de que había tropezado al entrar en el coche no se la creyó nadie. ¡Joder, qué poca consideración! En fin, para poner punto y final, reconoció que todo había comenzado como un juego.
Desde niño le habían atraído los zapatos de mujer, con los que fantaseaba cuando se escondía tras las cortinas del almacén y veía probárselos a las artistas que visitaban el local. Al enterarse de que su padre había heredado el viejo negocio se volvió loco de contento, podría regresar al lugar que tanto placer le había producido en su infancia y seguir disfrutando con el tacto y el excitante olor a cuero de los zapatos de mujer. Pero, desgraciadamente, al entrar en el establecimiento solo encontró ropa vieja y muchas cajas llenas de anticuadas chisteras.
«Fue entonces cuando tuve un plan», dijo con voz lastimera mientras se sonaba la nariz, que todavía le sangraba.
Él trabajaba en el turno nocturno de un cine a pocos metros, por lo que salía a comer un bocado antes de medianoche, entre sesión y sesión. Ahí era donde disfrutaba con la visión de las calles de Broadway en todo su esplendor. Mujeres subidas en altos tacones que se perdían por las callejuelas del barrio; muchachas que regresaban de una fiesta, camareras que terminaban su turno, bailarinas de los clubs y alguna actriz que salía tarde del teatro. Sustituyó su hora del bocadillo por algo mucho más tentador, ir en busca de atractivos zapatos, sandalias y otras preciosidades que con el tiempo fue atesorando en el local, como en los viejos tiempos.
Joe hizo hincapié en lo gracioso que resultó descubrir que todas aquellas mujeres confundían sus intenciones, y lo primero que le entregaban era el dinero que llevaban en el bolso. Aunque él no deseaba herirlas, ellas se lo ofrecían para que no les hiciera daño, pero él solo buscaba sus excitantes zapatos. Sin embargo, se dio cuenta de que además de los valiosos trofeos, podía ganarse una buena pasta. Solo pegó a una de ellas, lo hizo para preservar su anonimato. «La muy guarra quería verme la cara», dijo textualmente. «Pero nunca he matado a nadie. Jamás. El domingo 12 de febrero viajé con mi padre a Boston, por el nacimiento de mi primer sobrino, y no regresamos hasta el miércoles. Puede comprobar los billetes de avión y el hotel en el que nos hospedamos.»
Cuando Joe terminó su declaración fue trasladado a los calabozos en espera de que un médico le curara las heridas. El capitán Collins felicitó a los detectives de robos y les dijo que podían tomarse el resto del día libre.
—Os lo habéis ganado, muchachos —añadió, dándoles una palmada en el hombro antes de perderse por la puerta de su despacho.
—No sé por qué me has incluido en el informe de la detención, Anahí . Todo el mundo sabe que has ido por libre.
El tono de Lipton sonó resentido. Ni siquiera esperó a que ella dijera nada, se alejó hacia su mesa y comenzó a recoger sus cosas para disfrutar de unas horas libres que reconocía abiertamente no merecerse.
—Porque somos compañeros, por eso. —Ella lo siguió y se paró a su lado—. Sé que algunas veces he actuado por mi cuenta, no lo voy a negar, pero…
—Da igual, Anahí . Ya has capturado a tu hombre. Se acabó. —Ray alzó los brazos para reafirmar sus palabras y se alejó hacia la percha a fin de recoger su abrigo.
—No se acabó —insistió ella, yendo tras él—. El asesino sigue afuera, y ahora más que nunca tenemos que averiguar quién es. Sabemos que trató de dejar pistas falsas, como la chistera o el hecho de llevarse los zapatos de la muchacha para despistarnos, pero yo tengo un rastro que seguir…
—No cuentes conmigo. —Se volvió hacia ella para hablarle—. Ya has escuchado al jefe, este caso está cerrado y el asesino es de la 33.
—¿Ves como no podía contar contigo? A la primera de cambio buscas la excusa perfecta para escabullirte de un asunto que está claro a todas luces —replicó, furiosa—. Llevo semanas siguiendo a ese cabrón, Ray. Ahora que estoy a esto de conseguir pillarlo —juntó el índice y el pulgar hasta casi tocarse—, no me voy a retirar.
—Eres tú la que me ha apartado —él alzó la voz—. ¿O no recuerdas las dulces veladas junto al «increíblemente comprensivo» abogado? No solo es que no hayas contado conmigo, es que me has ignorado desde que apareció Barrymore.
Echó a andar hacia la salida ante la atenta mirada de sus compañeros.
—¡Por Dios! ¡Quién diría que estás celoso! —Ella lo siguió, determinada a aclarar aquel malentendido.
Ray se paró antes de salir a la calle y blandió un dedo ante ella.
—Puede que sí, que esté celoso. Pero no de la forma que implica textualmente la palabra «celos». En realidad, estoy furioso; si al menos me hubieras preguntado si quería abandonar el caso, o qué me parecía tal o cual línea de investigación, te lo habría agradecido. Sin embargo, solo me has utilizado para cubrirte cuando no estabas en tu puesto de trabajo. Ahora ya es tarde para que cuentes conmigo, Anahí . Llama a tu razonable abogado y termina un trabajo que ni siquiera es tuyo. Por cierto —descendió el tono al comprender que se había excedido—, Linda ya ha terminado de decorar la habitación de la niña y no hace falta que vengas a casa para ayudarla.
Al ver que se alejaba hacia su coche, ella corrió tras él.
—De acuerdo, Ray, tienes razón al estar enfadado conmigo. Sé que no he contado contigo estos días, pero créeme cuando te digo que lo he hecho para no perjudicarte. ¿Quieres esperarme? —lo llamó al ver que abría la puerta. Ray aguardó a que llegara a su lado, aunque por el rictus de su boca daba a entender que seguía muy disgustado—. Es cierto que estas semanas me he comportado de forma muy extraña, no he contado contigo como debiera, aunque repito que ha sido para protegerte de Kinney; me he dejado llevar por las líneas de investigación de Barrymore y he faltado a mis citas con Linda para decorar la habitación de vuestra hija. ¡Lo siento! ¿Vale? ¡Lo siento! —repitió mucho más flojo.
—Te hemos echado de menos, Anahí  —él habló más tranquilo.
—Lo sé. Por eso quiero que volvamos a estar como antes: tú y yo. ¿No vamos a ser capaces de sacar adelante un caso que ya está más que masticado? Hay una huella, ahora sé que esa huella existe de verdad y tenemos que hablar con los de la científica para que nos den el informe. Y también está la bailarina del Blue Moon, ella citó a Alfonso porque al parecer tenía información que darle. ¿No te das cuenta de que tenemos mucho que hacer?
—Creía que el abogado había quedado para otros menesteres con la bailarina, al menos eso es lo que se dice por ahí —le recordó Ray, alzando las cejas.
—Para eso también, ambas cosas son compatibles.
Al ver desazón en su rostro, él pareció ablandarse. Siempre le ocurría igual con aquella muchacha: era mostrar su lado vulnerable y él se veía capaz de dejarse pisotear por un elefante antes que verla así.
—¿Las cosas no van bien con el «increíblemente comprensivo» abogado? —le preguntó con suavidad, alejado ya todo enfado de su voz.
—¡No van! Sé que soy tonta, no tengo remedio. He vuelto a enamorarme y ha vuelto a ocurrir. Pero esta vez la he cagado. Mucho.
Ray silbó y chasqueó la lengua.
—De modo que vuelves a estar sola contra Kinney, porque desde el principio nos hemos estado enfrentando a él, al tiempo que buscábamos al sujeto. Lo sabes, ¿verdad? —Ella afirmó en silencio. Ray señaló al otro lado del aparcamiento—. Y ahora conduces su flamante automóvil. No me gusta, Anahí .
—Por eso necesito que estés conmigo. ¿Lo estás?
—Sabes que sí —le indicó que montara en el asiento del copiloto—. ¿Dónde vamos?
—Al distrito de los teatros, a visitar a la bailarina del Blue Moon.
Broadway. Distrito de los teatros
Poncho terminó su café de un trago y miró el reloj con disimulo. Ya habían pasado más de dos horas desde que Sonia le dijo por teléfono que se encontrarían en el bar de al lado de la pensión, pero no había ni rastro de ella.
Se pasó una mano por el pelo desordenado y pidió otro café a la robusta mujer que servía tras la barra. Imaginó que después del susto que le habían dado a la muchacha, además de haberla retenido en comisaría hasta la madrugada, estaba más que justificado que no quisiera saber más de él. Por eso, si tenía que esperar un buen rato hasta conseguir que se levantara de la cama y le diera la información que le había prometido, esperaría.
Cuando ya creía que tendría que volver a telefonearla, por si se había vuelto a quedar dormida, la vio aparecer por la puerta del bar. Se notaba que apenas había pegado ojo, iba sin maquillar y vestía un chándal que le daba apariencia de ser mucho más joven.
—Lamento que hayas tenido que esperar, pero solo tenemos un cuarto de baño para todos los huéspedes y estaba ocupado por los madrugadores —dijo sentándose en un taburete, a su lado
—Yo también siento haberte despertado tan temprano, teniendo en cuenta que por mi culpa has pasado una noche infernal.
—Esos polis te han estado siguiendo, te tienen ojeriza —se refirió a los detectives de la 33—. No sé cómo se enteraron de que habíamos quedado anoche, tal vez me escucharon cuando se lo contaba a una amiga. El caso es que se presentaron en el club y me pidieron amablemente que te llevara a mi pensión y te entregara los zapatos en la puerta. Pero te juro que no imaginaba que nos detendrían, ni nada de eso. Es la primera vez en mi vida que me llevan a comisaría por flirtear con un amigo en la calle. Tuve que hacerlo, me amenazaron con avisar a los de inmigración y mis papeles no están exactamente en regla…
—No te preocupes, ya lo había imaginado. —Se frotó la frente con gesto cansado—. ¿Se enteraron de que ibas a darme información? —Al verla negar, añadió—: Bien, mejor. A propósito, ¿has traído también los zapatos?
—Sí. —Lo miró con censura antes de entregarle una bolsa de tela que llevaba en la mano—. ¿Para qué los quieres? ¿No te han traído suficientes problemas ya?
—Necesito comprobar una cosa. —Sacó uno de ellos por el tacón y lo examinó con atención. Ella no le quitaba la vista de encima, por lo que decidió explicarse—. Resulta que son iguales a otros que vi hace tiempo.
Deslizó el dedo índice por el largo tacón de aguja de más de doce centímetros para después balancear en el aire un adorno con forma de diminutos cascabeles que colgaba del broche.
—Puede que hayas visto más de unos iguales. Son los que llevamos las chicas del Blue Moon para trabajar.
—Entonces ¿es posible que April llevara otros iguales?
—No lo descartaría. Ten en cuenta que mi jefe y Vladimir son muy amigos, tal vez los compraron al mismo proveedor. De hecho, Georgia, la amiga de April, tiene otros idénticos que le regaló su novio en Navidad.
—Ese tal Ivan…
—Sí, el hijo del dueño del Blue Moon. Si no quieres nada más, Poncho, me gustaría regresar a la pensión. Imagínate las ojeras que tendré esta noche si no duermo cinco horas más.
—Claro, sí, perdona —se excusó él, guardando el zapato en la bolsa de tela—. Por cierto, dijiste que tenías información para mí —le recordó.
—¡Ah, sí! —Ella buscó en su bolso, sacó varios papeles y cuando iba a entregárselos, señaló la puerta del bar y volvió a guardarlos—. Oye, ¿esa que viene por ahí con un poli no es tu prima Alberta? Porque él lleva escrito en la cara que guarda en alguna parte una placa.
—Ella también es poli —confesó sin querer volverse para comprobarlo.
Al fin y al cabo, si Anahí  había decidido acercarse hasta allí, no creía que quisiera seguir fingiendo que era una pariente del pueblo.
Tanto Anahí  como su compañero esgrimieron sus credenciales ante ellos.
—Detectives Lipton y Logan. —Ni siquiera lo miró cuando hizo las escuetas presentaciones con voz firme.
—¿Y quién es quién? —La bailarina los miró alternativamente con una sonrisa nerviosa. Al ver que ella fruncía el ceño, añadió apresurada—. Sí, quiero saber si es usted Alberta Lipton o Alberta Logan.
—Ni me llamo Alberta ni soy la prima de su… amigo. Ahora, por favor, si es tan amable, a mi compañero y a mí nos gustaría hacerle unas preguntas. A solas —amplió la petición con seriedad.
—Deja que te explique, Anahí  —decidió intervenir Poncho, al ver que ella volvía a mostrarse a cientos de kilómetros de él.
—No hay nada que explicar.
Efectivamente, se mostró distante. E implacable. Los ojos azules fijos en los suyos.
—Sonia estaba a punto de darme una información que puede que sea relevante.
—Lo sé. Si hubo algo de cierto en todo lo que dijiste en la sala de retención, fue eso. —La vio dirigirse a la bailarina y, a partir de ahí, sabía que lo ignoraría por completo.
—No estás siendo justa conmigo —le dijo, inclinándose hacia ella.
Anahí  fingió no haberlo escuchado.
—¿Cuál es esa información tan importante que no nos ha permitido a ninguno de los tres meternos en la cama?—Al darse cuenta de lo inapropiado del comentario, pensó algo rápido para intentar enmendarlo—. Bueno, al menos, a alguno de nosotros.
Raymond carraspeó ante el mal arreglo de su compañera y decidió intervenir.
—¿Tiene usted alguna información, señorita...?
—Me llamo Sonia. Y sí, en estos momentos iba a darle a Poncho una nota que me dio anoche Georgia, la amiga de April. Ella me pidió que la mantengamos al margen de esto, pero no quería dejar de entregársela por si servía de alguna ayuda. Me dijo que encontró una dirección que el novio de April había apuntado de su puño y letra y que, al parecer, ella dejó olvidada en su casa.
—Será mejor que no contaminemos más esta prueba —la interrumpió ella con un gesto, al ver que iba a dársela al abogado. Sacó del bolsillo un guante estéril y le ordenó a Sonia que introdujera en el interior el pequeño trozo de papel—. Puede que aislando las huellas de April y las suyas, entre otras, consigamos las del muchacho —le aclaró—. Supongo que al estar fichada desde anoche se acelerará el procedimiento.
—Si no les importa, tengo que irme a dormir. —Sonia se levantó del taburete con brusquedad y se colgó el bolso en el hombro—. Ya continuaremos con nuestro asunto en otro momento —le dijo a Poncho
Él afirmó en silencio. Si la bailarina no era tonta, habría captado perfectamente lo que ocurría entre Anahí  y él. Por tal motivo, ese último comentario lo había dejado caer con aquella voz susurrante que pretendía ser lujuriosa. Al ver que Anahí  ponía los ojos en blanco y echaba a andar hacia la puerta seguida de su compañero, la sujetó por un brazo
—¿Ya no somos socios?
Durante unos segundos reinó el silencio entre los tres.
—Te espero en el coche, Logan. —Lipton prefirió dejarles a solas.
—¿Qué pretendes, Poncho? —inquirió ella con cierto fastidio—. Ya estás libre, tu hombre de confianza ha pillado al ladrón y, por lo que me ha dicho Brian, no tardaremos mucho en tener entre rejas al verdadero asesino. ¿Qué es lo quieres ahora de mí?
—A ti, joder, a ti... ¿No es obvio? —Él se pasó una mano por el pelo y farfulló algo incomprensible—. No sé qué te habrá dicho Kinney en su despacho, pero lo que es seguro es que tu actitud conmigo ha cambiado totalmente.
—Deja de ser tan listo, por favor. Además, ahora ya no importa. —Señaló la puerta del bar para indicarle que tenía que irse.
—¿Qué es lo que no importa? —Poncho se giró con expresión interrogante, por lo que ella suspiró, arrepentida de haber sacado el tema a colación
—Pues que ahora, esa bailarina, piensa que nos acostamos juntos.
—¡Es que nos acostamos juntos! —repuso, a punto de perder la paciencia. Ella siempre sacaba lo peor de él.
Un nuevo silencio volvió a carcomer de culpa a Anahí . Las dudas se habían apoderado de ella de nuevo, todo estaba como al principio. O peor.
—Será mejor que me vaya. Se ha hecho tarde y Lipton me está esperando.
—¿No habías dejado a tu compañero fuera de esto para protegerlo? Recuerda, tú y yo…
—Lo he pensado mejor. Al fin y cabo, tú lo has dicho: es mi compañero.
—Tienes la facilidad de desconcertarme. Constantemente. —Se pellizcó el puente de la nariz con gesto cansado.
—Y tú la de meterte a la gente en el bolsillo; en especial, a las mujeres en la cama.
—No me gusta el tono que estás empleando conmigo.
—Mira, Alfonso, lo mejor será que lo dejemos como está. Lo de la otra noche fue un error. No necesito que me salves ni nada de eso. Así que, si no te importa, prefiero no volver a verte, no quiero seguir hablando contigo y, sobre todo, no quiero nada de ti —terminó con ímpetu.
Poncho pensó en lo que ella necesitaba de él. Necesitaba mucho. Todo. Pero prefirió dejarlo, tal y como le pedía.
Se levantó del taburete, por lo que Anahí  tuvo que alzar la cara para mirarlo, y se inclinó sobre ella, haciéndola retroceder
—Te comportas como una cría. —Su voz dura, como un trozo de hielo.
Depositó un billete en la barra y, sin esperar el cambio, se marchó.
Ya en el interior de su coche, se dio cuenta de que era muy tarde, pero sabía que Sonia lo estaba esperando para entregarle el resto de notas que había ocultado a los detectives. Ella solo les dio un papel cuando unos segundos antes había sacado varios del bolso.
Cerró los ojos durante largos segundos y se permitió un instante de paz. Nada parecía claro, en particular su vida amorosa. «En realidad, es una mierda», se dijo, reclinándose sobre el reposacabezas.
Sergey llevaba razón al prevenirlo. Se había enamorado de Anahí  y ahora estaba pagando por ello. No solo porque cada vez veía menos garantías de que su amor progresara con buen pie, sino porque ella acababa de negarle cualquier otra posibilidad. Él, que no había estado enamorado en su vida. Hubo un par de ocasiones en las que creyó que podía llegar a amar a la novia de turno con la que salía, pero jamás se había sentido tan furioso y frustrado como con ella. Él siempre había sido sincero, nunca había fingido desear otra cosa que no fuera una relación puramente física. De hecho, con el tiempo se convirtió en un experto en interpretar los síntomas, el momento en que una mujer empezaba a sentirse la única, la elegida para llevarlo al altar.
Conocía a la perfección lo que era el deseo, la atracción sexual, pero desear proteger a alguien hasta el punto de hacer cualquier cosa por ella, eso era algo totalmente desconocido. Ni las mujeres más guapas, ni las más fogosas, ni siquiera las más valientes o apasionadas que habían pasado por su vida le habían hecho entender que fueran lo que él necesitaba.
¡Joder! Anahí  no era la única que necesitaba algo, en concreto él. Ella tenía todo lo que él buscaba en una mujer. Ella era todo lo que él siempre había querido.
Decidido a terminar el día de mejor manera que había comenzado, se incorporó en su asiento, se frotó los ojos y salió del coche en dirección a la pensión donde se hospedaba la bailarina. Cuanto antes le entregara las notas escritas a mano que había ocultado a los detectives, antes terminaría con aquel asunto.
Anahí  prefirió hacer el trayecto de vuelta a la comisaría 1 en silencio. Estaba agotada, física y mentalmente; Ray debió de advertirlo nada más verla regresar al coche porque no dijo nada, esperó a que se sentara a su lado y se incorporó al tráfico, que a aquellas horas era muy denso.
Reconocía que había sido demasiado implacable con Poncho. Cuando su bofetada de despedida fue compararla con una cría, se dio cuenta de que así era exactamente como se sentía: como una chiquilla desesperada al comprender que jamás lograría retener al único hombre al que podría haber amado; y asustada ante un pensamiento funesto de tal envergadura.
Ahora también estaba enfadada. Alfonso despertaba en ella tantas y tan variadas emociones que miles de dudas colapsaban sus pensamientos. Por eso debía poner distancia, no podía permitirse un nuevo error. No se debía a ninguna tregua, ni a él tampoco… Ella deseaba fundirse con él, reencontrarse en el único lugar en que se sintió a salvo de sí misma, entre sus brazos. Pero también sabía que esconderse no era la solución.
Cerró los ojos y trató de dejar la mente en blanco; si al menos pudiera sacárselo de la cabeza, todo iría mucho mejor. Su voz, el sabor de sus besos, sus tentadores ojos verdes prometiéndole placeres hasta ahora desconocidos. ¡Era imposible dejar de pensar en él!
No habían dejado el distrito de los teatros cuando la melodía de su móvil comenzó a sonar. Al mirar el visor, no se sorprendió al ver el número de su padre, por lo que contestó con rapidez, incluso se aclaró la voz para que no notara el nudo de emoción que la ahogaba.
Ray la miró con el rabillo del ojo y movió la cabeza con pesar. No tardó en escuchar la voz complacida del jefe de policía. Todo el departamento estaba al corriente de la detención de «simplemente Joe, el ladrón» y era obligado que el mismo comisionado le trasladara las felicitaciones. Ella le restó importancia, hizo extensiva la enhorabuena a su compañero y después, cuando le sugirió que fuera a comer con él a su casa, buscó una excusa que resultara creíble.
Poco después, Ray la vio partir hacia su casa en el coche del capitán Kinney. No le gustaba lo que estaba ocurriendo con su compañera, a la que había llegado a apreciar en el tiempo que llevaba trabajando con ella, incluso su mujer y su hija le habían cogido cariño. Y ahora, cuando parecía que por fin levantaba cabeza, cuando había conseguido quitarse de encima al cabrón de Kinney...
—¡Eh, Lipton! —lo llamó uno de sus compañeros uniformados desde el otro lado del aparcamiento—. Creía que te habías marchado a casa.
Él chasqueó la lengua y se apoyó en el capó del coche.
—Pues ya ves que no. Me marcho ahora. ¿Y tú? ¿No terminas tu turno a la una?
—Para ser fin de semana, los tocapelotas de la central han decidido pasarse por aquí. ¿No me digas que no te has enterado?
—¿De qué?
101 Warren Street. Barrio de Tribeca
Cuando Anahí  llegó al último piso del edificio y vio a Brian apostado en la puerta de su apartamento con cara de malas pulgas, supo que el día podía empeorar mucho más. Recompuso su cara de sorpresa, salió del ascensor y procuró que su voz sonara casual al saludarlo. Estaba a punto de meter la llave en la cerradura, pero algo la empujó a no hacerlo hasta que él se marchara. Sin embargo, sí buscó las de su coche para poder deshacerse de él.
—¿Llevas mucho aquí? —le preguntó entregándoselas, dando por hecho que aquel era el único motivo que lo había empujado a esperarla en el rellano de la escalera.
—Un rato. —Las guardó en el bolsillo y se apoyó en el marco de la puerta, dándole a entender que la conversación no había terminado—. Supongo que a estas horas soy el último en felicitarte por la captura de vuestro hombre.
—Gracias. Sí, por fin el capitán Collins puede respirar tranquilo.
Se metió las manos en los bolsillos, decidida a esperar el tiempo que hiciera falta hasta que se marchara.
—Tengo entendido que esta mañana ha habido mucho jaleo en tu comisaría.
—No tengo ni idea. —Fue sincera—. Ray y yo nos marchamos casi al tiempo que el fiscal del distrito y no creo que haya ocurrido nada más.
Él frunció el ceño, a la vez que se acercaba a ella.
—¿Has hablado con tu padre?
—Sí, por supuesto, el comisionado nos ha llamado para felicitarnos. —Suspiró con suavidad—. Brian, estoy agotada, si no te importa…, me gustaría entrar en casa y descansar.
—Seguro que no has comido nada desde ayer —su voz cálida y preocupada le trajo dulces recuerdos del pasado—. ¿Por qué no dejas que entre contigo? Tú podrías darte un baño mientras te preparo algo de comer. Después, cuando me asegure de que estás alimentada, me marcharé
—Brian…, no… —Negó al mismo tiempo con la cabeza para dar énfasis a su decisión.
—Vamos, nena, ¿acaso no vas a concederme otra oportunidad? ¿Cómo voy a persuadirte que soy sincero si no me dejas demostrártelo?—No tienes que demostrarme nada.
—Rachel y yo hace semanas que ya no nos vemos, tienes que creerme cuando te digo que las cosas han cambiado. Sé que me he comportado como un hijo de puta de un tiempo a esta parte, pero las cosas no iban bien… Anahí , sentémonos a hablar. —Dio unos pasos hacia ella, que retrocedió hasta chocar con la puerta de su apartamento—. Deja que te demuestre lo arrepentido que estoy, permíteme que te abra mi corazón.
—Si buscas mi perdón lo tienes, Brian, pero no me pidas nada más. Ambos sabemos que nunca me amaste. Me has utilizado durante mucho tiempo y no dejaré que vuelvas a hacerlo.
—Amor, amor… El amor es solo un obstáculo para los propósitos. —La aprisionó entre su cuerpo y la puerta y le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Ella se apartó—. Además, no negarás que tú y yo lo pasábamos bien en la cama. Seguro que ese picapleitos estirado no te hace gritar de placer como yo. Como gritarás de nuevo muy pronto.
—Ni lo sueñes. No volverás a estar a solas conmigo nunca más. —Trató de liberarse de su agarre, pero él le rodeó el cuello con una mano para obligarla a mirarlo.
—Antes me divertía ver cómo te hacías la dura, pero ahora me aburres.
—No sabes lo capullo que puedes llegar a ser —su voz sonó ronca ante la presión de sus dedos, que se iban cerrando sobre su garganta.
Él pareció leer en sus ojos que estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de deshacerse de él, porque apretó los dientes y se apartó de ella como si le costara un gran esfuerzo.
—No has comprendido nada. Las cosas han cambiado, no puedes darme la espalda. Existen vínculos entre nosotros que jamás debes romper —le advirtió con voz dura—. He intentado que sea por las buenas, nena, pero si ha de ser por las malas, será. Si yo caigo, tú también caes
—¿A qué te refieres? —Había perdido el hilo de la conversación. En un segundo le hablaba de su relación, en otro la lastimaba y después la amenazaba. Ese era el verdadero Brian.
—No te hagas la tonta. Ya advertí a Barrymore de lo que podría pasar, pero por lo que veo ni siquiera él te resulta convincente. Aunque me da igual.
Esta vez la pilló desprevenida al abalanzarse sobre ella y aprisionarla de nuevo con su cuerpo. Anahí  gritó por la sorpresa, pero apenas si fue un gemido que él acalló al besarla con dureza, mordiendo sus labios de forma rabiosa. Trató de forcejear, pero la tenía contra la puerta, sus brazos la habían inmovilizado y cuando terminó de besarla, la miró a los ojos con una ferocidad intensa.
Sin que se diera cuenta, le quitó el arma que llevaba en la cartuchera para guardarla en su cinturón, en la espalda; también sacó el teléfono del bolso y las llaves, con las que abrió para empujarla al interior.
—Brian, ¿qué estás haciendo? —Trató de hacerle comprender su error, al ver que cerraba la puerta—. Si crees que a la fuerza conseguirás que vuelva a quererte, estás equivocado.
—¡Cállate! —La abofeteó tan fuerte que la hizo trastabillar hasta el otro lado del comedor.
Antes de que pudiera reaccionar, llegó a su lado; volvió a golpearla y la tumbó en la alfombra, mientras le sujetaba las manos con una suya y la inmovilizaba con el peso de su cuerpo.
Ella consiguió arañarle la cara. Pataleó en el suelo y logró alcanzarle con un rodillazo en la ingle. Al verlo saltar hacia atrás, supo que era la oportunidad de escapar; se arrastró sobre su espalda para ganar distancia, se incorporó y subió a la carrera hacia el dormitorio. Pero Brian, que pareció adivinar sus intenciones, salió disparado tras ella, que logró cerrar la puerta dos segundos antes de que la golpeara con el puño cerrado. Con la cara dolorida y el corazón a mil por hora, se apoyó en la madera que retumbaba por los golpes que él daba desde el otro lado.
—Tú no eres nadie sin mí. ¡No vuelvas a darme con la puerta en las narices nunca más! ¿Me has oído? ¡Nunca más!
—Márchate, Brian —le pidió sin aliento.
—¿O qué? ¿A quién le irás con el cuento? Nadie creerá nunca ni una palabra de ti. Ya se lo dije a ese abogado del demonio: si yo me hundo en la mierda, tú caerás conmigo. Los muertos no pueden delatar a los vivos —le advirtió con voz dura.
En ese instante se escuchó la melodía de su móvil en el comedor, incesante durante unos largos segundos hasta que dejó de tintinear. Cuando el único sonido que se escuchaba era el de la respiración de Brian al otro lado de la puerta, el timbre del teléfono volvió a sonar quince, dieciséis, hasta diecisiete veces sin parar. Finalmente se silenció. 
Supo que él estaba forzando la cerradura cuando vio moverse el pomo de la puerta. Más asustada que nunca, a pesar de haberse enfrentado a hombres que la doblaban en peso y altura, procuró templar los nervios. Las manos le temblaban, no podía ver con claridad, gruesas lágrimas de impotencia se agolpaban en sus ojos, pero en un atisbo de lógica se dijo que era él o ella, y ese pensamiento le dio el empujón de sensatez que necesitaba. Buscó el arma de apoyo que guardaba en un cajón del armario, pero antes de cogerla se limpió de un manotazo las lágrimas de la cara; tomó aire con lentitud y esperó frente a la puerta a que él terminara de romperla para invadir su dormitorio. Cuando creyó ver que la cerradura cedía, se sentó en la cama; quitó el seguro al lado del gatillo, lo tanteó con suavidad, sabiendo que sería el disparo más doloroso de su vida, y aguardó con los labios apretados a que su blanco apareciera.
De repente, se escuchó un golpe sordo contra la puerta y nada más.
Un murmullo ahogado al otro lado, ruido de pisadas y un forcejeo inexplicable.
Poncho terminó de subir la escalera de caracol en dos zancadas, enganchó sus pies entre los del capitán Kinney y lo derribó hasta el suelo. Al verlo levantarse, lo golpeó con el brazo en el hombro, al tiempo que le arrancaba la pistola de un tirón hacia arriba y lo volvía hacia él.
Cuando el conserje del edificio accedió a abrirles la puerta, ya estaba fuera de sí. Sergey le había avisado de los últimos movimientos de Kinney, y que estos acabaran en la casa de Anahí  no resultaba muy halagüeño. Pero lo peor fue cuando ella no contestó al teléfono. Aquellos resultaron los diez minutos más largos y agónicos que había vivido en toda su vida. Miles de escenas cruentas atravesaban su cabeza mientras cruzaba el distrito financiero y enfilaba a toda velocidad hacia el sur de Tribeca.
—¡Maldito cabrón! —rugió Brian al verse desarmado. Echó el puño hacia atrás y le asestó un golpe en la cara.
El puñetazo pilló desprevenido a Poncho, que con un gesto instintivo se llevó el dorso de la mano a los labios. Una mancha roja de sangre tiñó la piel de sus dedos, parpadeó y clavó su mirada en la del hombre que tenía frente a él.
—Ahora es mi turno. No sabes las ganas que tenía de pillarte así.
Brian sonrió con arrogancia. Aunque su sonrisa apenas le duró un instante.
Esta vez, fue Alfonso el que lo sorprendió con un duro golpe, directo a la nariz, con los nudillos, que lo hizo tambalearse hasta buscar apoyo en la pared. Sin darle un respiro, repitió el golpe con el otro puño, y después con el otro; así sucesivamente, con el derecho, con el izquierdo, una y otra vez, hasta que la cabeza de Brian comenzó a balancearse como la de una marioneta y su cuerpo se fue deslizando hacia el suelo.
—¡Levántate, todavía no he empezado contigo! —le exigió con voz dura.
Brian agitó la cabeza para despejarse, buscó su arma por el rellano y de un salto trató de alcanzarla. Pero el pie del ruso, que observaba la pelea a menos de un metro de distancia, la mandó escalera debajo de un puntapié.
—Sin armas, capitán. Con los puños, de la misma forma que te gusta pegar a las mujeres —le advirtió Poncho, tendiéndole una mano para ayudarle a ponerse en pie.
—Tú qué sabes cómo se trata a una mujer. —Brian escupió para limpiarse la sangre de la boca y se levantó, sin aceptar su ayuda—. Anahí  es capaz de cualquier cosa con tal de salir airosa y no defraudar a nadie. Deberías de haberla visto hace un rato, con su cabeza entre mis piernas, su melena castaña sobre mis muslos, con mi polla en su boca y pidiéndome que no la delatara.
Poncho lo golpeó otra vez, lanzando el enorme puño a su cara. Lo alcanzó debajo del ojo, y el capitán se desplomó de nuevo.
—¡Levántate! —le gritó con un rictus salvaje en sus facciones.
Al escucharlo reírse le propinó una patada para obligarle a alzarse. No quería seguir pegando a un hombre en el suelo, para matarlo lo necesitaba de pie. Lo agarró por las solapas del abrigo y lo mantuvo pegado a la pared. Las sirenas de varios coches patrulla se escuchaban en la calle, pronto llegarían al piso y aquel desgraciado se marcharía ileso. Le propinó un nuevo puñetazo en el estómago, y otro en la cara. Cuantos más golpes le daba, más reía él.
—Todo ha terminado —reconoció Brian, que también había escuchado las sirenas de la policía—. ¿Es que no ves que ya me da igual, Barrymore? Cuanto más te ensañes conmigo, más lejos estarás de ella. Cuanto más te parezcas a mí, peor.
Fue lo último que pudo decir antes de que volvieran a enzarzarse en una nueva serie de puñetazos, la mayoría sin éxito por parte de Brian, que nuevamente se había derrumbado hasta que al fin dejó de responder. Como el capitán parecía inconsciente y Poncho seguía golpeándole de forma metódica, Sergey se adelantó para separarlo.
—Ya está. Ya está —repitió, sujetando a su amigo contra la pared—. Déjalo de una vez.
Poncho volvió poco a poco a la realidad. La cólera fue desapareciendo de sus ojos y abrió lentamente los puños.
—Vale, Sergey, ya puedes soltarme. No voy a matarlo.

Sublime Temptation (AyA Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora