Capítulo 17

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Sergey respondió al teléfono con un gruñido, cuando miró el visor y reconoció el número de su amigo.
—¿Qué tripa se te ha roto tan temprano?
—Espero que hayas dormido como un bendito porque te necesito alerta. Al cien por cien.
—No me jodas.
—Oye, tío, no tengo tiempo para explicaciones —le increpó con voz dura e impaciente.
Él supo que había ocurrido algo demasiado grave para que el abogado se mostrara tan implacable, por lo que sin abandonar el escrutinio de la ciudad al otro lado del puente de Brooklyn, dijo con vehemencia.
—Te escucho.
Atendió las indicaciones de su amigo sin ni siquiera inmutarse. Solo un par de monosílabos para demostrar acuerdo antes de cortar la comunicación.
—Joder, nunca imaginé que volvería a hacer esto —dijo en voz alta, sacando las luces giratorias que Anahí  guardaba en el salpicadero y colocándolas en el techo del coche.
Al llegar al final del puente, aceleró la marcha. Era lunes, a pesar de ser muy temprano ya había mucho tráfico y el viejo Buick camuflado de la detective corría como un demonio entre las lujosas mansiones que conducían a la playa. Derrapó al salir de la urbanización, y después de sortear varios vehículos que se interponían en su camino pisó el acelerador hasta volar sobre el asfalto. Poco antes de llegar a su destino, quitó la sirena y aminoró la marcha para no llamar la atención.
Al aparcar frente a la propiedad de los Tilman vio acercarse el deportivo de Poncho. Todavía no había salido del coche cuando ya lo tuvo al lado, con el ceño fruncido y de muy malas pulgas.
Sergey olfateó el aire, se acercó a él y no pudo por menos que mostrar extrañeza.
—Tío, hueles a jabón de flores.
—Sí, y llevo la misma ropa de ayer. No me toques los cojones, Saenko, que no estoy para ironías.
—¿Qué ocurre? —se interesó con los cinco sentidos al ver que, realmente, algo había afectado mucho a su amigo.
—Se trata de Vladimir Tilman, ese cabrón nos ha tomado el pelo.
Su respuesta lo sorprendió.
—¿Nos ha tomado el pelo? —inquirió, mirando su perfil de reojo al verlo echar a andar hacia la casa.
Poncho no se molestó en responder. Pulsó un par de veces el timbre y se metió las manos en los bolsillos de la cazadora.
—Mantente alerta, Sergey —le pidió de nuevo—. Si ves que la cosa se pone fea, ya sabes...
—Descuida.
La puerta se abrió, dando paso a uno de los gorilas que se quedó parado en el umbral, sin decir ni una palabra.
—Llama a tu jefe —exigió Poncho con aquella voz dura que solo reservaba para contadas ocasiones.
El hombre enarcó las cejas, tal vez por el tono que estaba utilizando, o tal vez por lo temprano de su visita. Sin darle tiempo a reaccionar, Sergey se coló en el vestíbulo, le dio un empujón y terminó de abrir la puerta.
—Tranquilo, amigo, no hay necesidad de ponerse nervioso —le advirtió Sergey al ver que se llevaba la mano a la cartuchera mal disimulada en el costado, bajo la chaqueta.
—¿Qué ocurre? —se escuchó la voz grave del empresario desde el interior.
—Soy yo, Vladimir —dijo Poncho, entrando en la casa y dirigiéndose hacia las escaleras.
—¿Barrymore? —preguntó confundido—. ¿Qué te trae por aquí?—Tú, Vlad, solo tú.
El hombre bajó las escaleras despacio, mientras otro de sus guardaespaldas aparecía por el pasillo que conducía a su despacho.
—¿No es un poco pronto? ¿Tienes alguna pista nueva sobre lo nuestro? —Se paró ante él con gesto esperanzado.
—Eres un hijo de puta, Vlad.
Otro de los gorilas del empresario apareció de inmediato por la puerta del comedor al escuchar el insulto, por lo que Sergey supo que sería difícil controlar a tres hombres con solo dos ojos.
—Vamos, chicos, será mejor que nos tomemos las cosas con calma —les aconsejó Sergey, sacando su Magnum e indicándoles que se agruparan frente a él con un gesto.
—¿A qué se debe esta actitud, Barrymore? —Vlad parecía estar cabreándose.
—Vengo a por ti para llevarte a la 33 —le dijo sin sacar las manos de los bolsillos.
—¿Quieres decir a la comisaría? —Frunció el ceño—. Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Y quieres decirle a tu sicario que deje de apuntar a mis hombres? Aquí nadie va a ponerse nervioso mientras no lo diga yo, pero ordénale que guarde su arma o no respondo de cómo se lo tomen mis muchachos.
El tono de su voz había ido ascendiendo, lo mismo que la tensión, que incluso podría palparse.
—Voy a llevarte detenido por la muerte de April —lo imputó sin más preámbulos.
Vlad se puso colorado, casi de color granate ante la grave acusación.
—Si es una broma, abogado, es de muy mal gusto.
—No es una broma —aseveró él con vehemencia—. Y lo peor de todo esto es que me has involucrado; me has utilizado como si fuera un idiota y he seguido tu baile durante todo el tiempo. Incluso una vez insinuaste que la última persona que vio con vida a tu cuñada fui yo... ¡Maldito cabrón, debería darte una paliza ahora mismo!
Al ver que los matones se removían nerviosos, Sergey ondeó su revólver ante ellos.
—Tranquilas, nenas, este baile es en pareja —les dijo con aquella voz susurrante que solo usaba cuando disfrutaba de verdad.
—Estás cometiendo un grave error, no sabes lo que dices —Vlad siguió justificándose.
—Por eso me trajiste a tu casa, para que tu mujer se quedara tranquila, para que tu cuñada saliera y charlara con un hombre que podría hablarle de los peligros de la calle, para que yo viera tu preocupación y cómo te desvivías por ella. Así tu mujer podría estar contenta de que hiciste todo lo que estuvo en tu mano hasta el último día de su vida. La vida que tú le quitaste aquella misma noche, cabrón.
Vlad negó enérgicamente, al tiempo que alzaba una mano para exigirle que bajara la voz.
—Pasa a mi despacho, por favor, Alice y las niñas están durmiendo.
—¿Qué pasa? ¿Temes que tu esposa se entere de que te estabas tirando a su hermana? ¿Que la mataste porque esperaba un hijo tuyo? Porque tú eras el cabrón que salía con ella, tú eras el muchacho que le escribía las notas.
—Sí... —repuso azorado. Pero negó de nuevo con la cabeza—. Sí, pero no...
Washington Heights. Norte de Manhattan
Anahí  llegó en taxi hasta la comisaría 33, y sin querer meditar sobre lo que estaba haciendo, subió las escaleras a la carrera. Todavía no sabía cómo sería recibida en aquel lugar después de los últimos acontecimientos, pero no podía quedarse de brazos cruzados viendo cómo Poncho se metía él solo en la boca del lobo. De nada sirvió que tratara de convencerlo para que avisara a los muchachos de homicidios que llevaban el caso, ni tampoco que le rogara que le dejara acompañarle para ver al mafioso. Se mostró tan furioso y determinado a desenmascarar al asesino de la joven April que no atendió ninguna súplica, por mucho que estas fueran de lo más sensatas. No se podía razonar con alguien que se sentía herido y traicionado a partes iguales. Y ella sabía bastante sobre eso.
El agradable calorcillo del aire acondicionado del interior la hizo recordar tiempos mejores. También peores. Inspiró con fuerza, alzó la cabeza a la vez que se erguía y caminó determinada hacia las mesas de los detectives de homicidios. No pudo evitar echar un vistazo a la puerta cerrada a cal y canto del capitán. Después soltó la respiración que estaba conteniendo en los pulmones y aceleró el paso al ver a Mike en la máquina de café.
—¿Qué hay, Logan? —La interceptó uno de los detectives de homicidios que hasta hacía unos días besaba los pies de Brian y se burlaba de ella.
—Hola, Luck.
—Ya nos hemos enterado de lo que... bueno, de lo que pasó con el alijo que incautasteis Mike y tú, y de cómo os la jugó el capitán Kinney.
Ella procuró mantenerse firme.
—Sí, ha debido de ser toda una sorpresa.
Se dio cuenta de que todos los sonidos matutinos de la comisaría se habían parado. Nadie tecleaba en los ordenadores, ni un murmullo, solo el estridente sonido de un teléfono a lo lejos y sus voces, que podían escucharse como si acabaran de instalar amplificadores.
—Hemos sido demasiado injustos contigo —continuó el hombre, mirando al suelo—. Pero queremos que sepas que estamos a tu lado. Si hubiéramos imaginado que era él quien se inventaba todas esas patrañas sobre tus líos con algunos de los nuestros... Particularmente, me siento muy mal por haber pensado que tú... bueno, que te gustaba...
—No te preocupes, Luck, todo está bien. —Al escucharle, una sensación placentera se deslizó por su espina dorsal como una ola de agua caliente.
—Bueno, pero queremos que sepas que cuentas con nosotros para todo lo que haga falta. Y si en algún momento ese cabrón vuelve a tomarla contigo... —Le mostró un puño cerrado ante los ojos.
—Gracias, chicos —sonrió emocionada—, pero no creo que haga falta.
En ese momento, comenzaron a acercarse antiguos compañeros que hasta un día antes la habían odiado o se habían dirigido hacia ella con demasiada ligereza. Algunos saludos apesadumbrados, varias bromas amables como en los viejos tiempos y la camaradería habitual que tanto había echado de menos en la que fue su comisaría durante unos años. Cuando finalmente cada uno regresó a su sitio y la frenética marcha se inició de nuevo, vio a Mike acercarse con dos vasos de plástico en las manos. Al volverse, se asombró de ver a Ray, su compañero de robos, sentado en la mesa del subinspector.
—¿Qué haces aquí, Lipton? —lo saludó sin comprender nada.
—Ya ves, yo también quería verte y me dije: vamos a la 33 —bromeó con una sonrisa.
Susi, una de las mujeres policías que patrullaban vestidas de uniforme, y que tantas veces se había encarado a ella en el pasado por considerarla una degradación para el sexo femenino, dejó un sobre en la mesa y la saludó con efusividad.
Mike, el subinspector de homicidios, llamó su atención al empezar a hablar.
la respiración que estaba conteniendo en los pulmones y aceleró el paso al ver a Mike en la máquina de café.
—¿Qué hay, Logan? —La interceptó uno de los detectives de homicidios que hasta hacía unos días besaba los pies de Brian y se burlaba de ella.
—Hola, Luck.
—Ya nos hemos enterado de lo que... bueno, de lo que pasó con el alijo que incautasteis Mike y tú, y de cómo os la jugó el capitán Kinney.
Ella procuró mantenerse firme.
—Sí, ha debido de ser toda una sorpresa.
Se dio cuenta de que todos los sonidos matutinos de la comisaría se habían parado. Nadie tecleaba en los ordenadores, ni un murmullo, solo el estridente sonido de un teléfono a lo lejos y sus voces, que podían escucharse como si acabaran de instalar amplificadores.
—Hemos sido demasiado injustos contigo —continuó el hombre, mirando al suelo—. Pero queremos que sepas que estamos a tu lado. Si hubiéramos imaginado que era él quien se inventaba todas esas patrañas sobre tus líos con algunos de los nuestros... Particularmente, me siento muy mal por haber pensado que tú... bueno, que te gustaba...
—No te preocupes, Luck, todo está bien. —Al escucharle, una sensación placentera se deslizó por su espina dorsal como una ola de agua caliente.
—Bueno, pero queremos que sepas que cuentas con nosotros para todo lo que haga falta. Y si en algún momento ese cabrón vuelve a tomarla contigo... —Le mostró un puño cerrado ante los ojos.
—Gracias, chicos —sonrió emocionada—, pero no creo que haga falta.
En ese momento, comenzaron a acercarse antiguos compañeros que hasta un día antes la habían odiado o se habían dirigido hacia ella con demasiada ligereza. Algunos saludos apesadumbrados, varias bromas amables como en los viejos tiempos y la camaradería habitual que tanto había echado de menos en la que fue su comisaría durante unos años. Cuando finalmente cada uno regresó a su sitio y la frenética marcha se inició de nuevo, vio a Mike acercarse con dos vasos de plástico en las manos. Al volverse, se asombró de ver a Ray, su compañero de robos, sentado en la mesa del subinspector.
—¿Qué haces aquí, Lipton? —lo saludó sin comprender nada.
—Ya ves, yo también quería verte y me dije: vamos a la 33 —bromeó con una sonrisa.
Susi, una de las mujeres policías que patrullaban vestidas de uniforme, y que tantas veces se había encarado a ella en el pasado por considerarla una degradación para el sexo femenino, dejó un sobre en la mesa y la saludó con efusividad.
Mike, el subinspector de homicidios, llamó su atención al empezar a hablar.
—Me he tomado la libertad de llamar a tu compañero porque ya tenemos el resultado de la huella de sangre que encontramos en el cuerpo de la muchacha.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? Ni somos de este distrito ni es nuestro caso.
—Sabes que siempre hemos colaborado entre jurisdicciones y que esas reglas tan separatistas solo convenían a Brian. —Mike la miró a los ojos cuando dijo su nombre—. Respecto a eso también tendríamos que hablar algún día, Anahí . Yo jamás quise engañarte con lo nuestro pero, sobre todo, nunca se me habría ocurrido implicar a una buena policía en algo tan turbio como en lo que nos vimos mezclados. Y si algún día pudieras perdonarme...
Ray carraspeó para recordarles que estaba allí, en mitad de una conversación privada y que era a todas luces incómoda para los tres.
—Gracias, Mike, algún día hablaremos —prometió con una sonrisa.
—Sé que estás suspendida mientras dure la investigación de asuntos internos, pero me gustaría que supierais que ambos seguís en el caso. Siempre ha sido vuestro y no pienso quitaros el mérito, ahora que soy el capitán en funciones hasta que envíen otro desde la central.
—Sobre esa cuestión yo querría agregar algo —dijo ella, inclinándose sobre el informe de la prueba que acababa de entregarle—. Te agradezco que cuentes con nosotros, porque si he venido hasta aquí tan temprano, ha sido para poner en vuestro conocimiento que Alfonso Barrymore tiene otra prueba irrefutable, la cual incrimina directamente a Vladimir Tilman.
—Me temo que tu amigo está equivocado —habló tan seguro de sí mismo que ella se sintió desorientada.
—Mike, estoy hablando de una prueba que implica al empresario como el hombre que se acostaba con la víctima, el novio que tanto hemos buscado y que nunca aparecía.
Mike negó con la cabeza.
—Vladimir Tilman fue el primero que fue interrogado e investigado, así como el resto de sus amigos y gente de su entorno. No te estoy diciendo que no pueda ser verdad, que ese hombre fuera el padre del hijo que ella esperaba, pero hay dos hechos fundamentales que lo descartan como sospechoso. El primero, que tiene una coartada: más de cincuenta personas lo vieron en el intervalo de tiempo que ocurrió el asesinato, tomando copas y sin perder de vista a sus trabajadores en el club nocturno que regenta en el distrito de los teatros; la segunda, que tanto la unidad portátil de huellas dactilares del departamento, como los archivos del FBI, tienen sus huellas desde hace bastantes años y no se corresponden con la que hemos analizado.
—Pero eso no puede ser... —Anahí  se levantó, agitada—. Entonces ¿de quién es la huella?
—Corresponde a un trabajador del club, un tal Janis Krumins, un ciudadano ruso que llegó a Estados Unidos hace unos tres años para encargarse de uno de los locales de Tilman. Por eso hemos tardado más tiempo en clasificar la huella, porque no estaba fichado en nuestra base de datos y hemos tenido que enviarla a IAFIS para que nos ayudaran los federales. —Buscó sobre la mesa y cogió un papel—. Aquí tengo la orden para su detención, por eso te he llamado, Raymond, porque me gustaría que cerraras el caso con nosotros.
—Gracias, estoy a tu disposición, Howard. Me encantará darle caza a ese cabrón que ha mantenido en jaque a todo el departamento.
Manhattan Beach. Brooklyn
—No me digas que estoy equivocado, Vlad, porque en mi vida he estado tan seguro de algo como ahora mismo. Te estabas tirando a tu cuñada mientras fingías que las cosas no iban bien entre ella y su hermana, pero buscaste al idiota de turno, al abogado que tantas veces te ha sacado de la mierda; aunque esta vez, con toda la intención de hundirme a mí en ella.
Habían entrado en el despacho, como el hombre le había pedido, porque aunque estaba furioso, tampoco quería ser él quien le contara a Alice lo pervertido que era su marido. Al verlo sentarse en el sillón giratorio con gesto abatido, supo que allí era precisamente donde llevaba dibujada la confesión de sus hechos.
—Yo no quería que las cosas ocurrieran así... —sollozó. Su enorme cuerpo se estremeció cuando se dejó caer con los brazos sobre la mesa.
—¡Claro! No querías que se supiera que estaba embarazada, no podías permitir que tu cuñada tuviera un hijo tuyo, ni que tu mujer se enterara... —Poncho apoyó ambas manos en la mesa frente a él, inclinándose con intención de intimidarlo, a pesar de que este era mucho más corpulento.
—No fue así, no fue así...
—Ella había quedado con alguien esa noche. Me lo dijo cuando íbamos en mi coche. ¿Fue contigo, Vlad? ¿Dónde la citaste? ¿En el mismo lugar de siempre? Por eso estaba tan cerca de la salida de metro de la calle Cincuenta y nueve con Columbus, porque tú la estabas esperando.
—No fue así...
—Tengo varios mensajes de los que le enviabas, seguramente con alguno de tus gorilas. En ellos la citabas en distintos lugares, siempre a las salidas del metro que tomaba cerca del Blue Moon.
—Eso no prueba nada —replicó en un amago de rabia.
—Para mí, sí. Todavía conservo la tarjeta que me diste para que viniera a tu casa aquella noche, en la que escribiste tu dirección en el dorso, a mano. Y es la misma letra.
—Pero no la vi aquella noche, lo juro —reconoció con un bramido. Permaneció callado durante unos segundos en los que ninguno dijo nada, hasta que al fin comenzó a relatarle con voz hueca—. Ella llevaba un tiempo comportándose de forma muy extraña. No te mentí cuando te pedí que me echaras una mano con April. Su hermana y yo no sabíamos qué le pasaba, estaba muy callada, no salía a ningún sitio, no quería hablar con nosotros..., no quería hablar conmigo.
Poncho se inclinó más hacia él, por encima de la mesa.
—La habías preñado, ¿cómo querías que estuviera?
—Pero no lo entiendes, abogado, yo la quería. Ella era mi vida: tan bonita, tan joven como mi Alice hace unos años, porque mi mujer y ella eran dos gotas de agua, solo que April lucía esa piel tersa, esa juventud lozana con la que me enloqueció su hermana cuando éramos jóvenes.
—Sí, vamos, tu cuñada era carne fresca.
—El matrimonio, los embarazos y los años se estaban llevando esa frescura que podía darme April, ¿tan difícil es de entender? —Alzó una mirada suplicante hacia él.
—Pero cuando descubriste que estaba embarazada todo se jodió, ¿verdad, Vlad?
El hombre negó, cabizbajo.
—Te repito que aquella noche no la cité en ningún sitio, ni esa noche ni ninguna otra desde hacía unas semanas. Yo fui el primer sorprendido cuando recibí la llamada de la policía para que fuera a la morgue. Odio la hipocresía y lo sabes. ¿Crees que si yo la hubiera matado te habría involucrado a ti? Te pedí, te exigí que buscaras a su asesino, ¿cómo puedes pensar algo así de mí, hermano? Después, cuando supe que estaba esperando un hijo mío, estuve a punto de perder el juicio. April tenía un bebé en sus entrañas y alguien la había matado. Un bebé mío. Y tú me hablaste de un posible novio, de un muchacho que se veía con ella... Te creí, abogado, quise pensar que ella se había enamorado de otro hombre, que tal vez el hijo no era mío, que podía estar pensando en largarse con él...
—Eras tú el que se citaba con ella.
—No me hablaste de las notas que le enviaba con Janis, uno de mis trabajadores. Además, ella siempre decía que se había deshecho de ellas, no podía imaginar que ese novio del que sospechabais la poli y tú era yo mismo. Ya me interrogaron los de homicidios, registraron mi casa, mi oficina y mis locales. Hasta que pude demostrar que estuve hasta bien entrada la madrugada en uno de mis clubs.
—¿Con testigos? —Lo miró fijamente.
—Sí, muchos testigos. Y las cámaras de seguridad de mi despacho.
—De todas formas, quiero que me acompañes a comisaría. Si es cierto que no fuiste tú, no tendrás inconveniente en declarar a los de homicidios todo cuanto me has dicho a mí.
—Sí, lo haré. No soy un cobarde, lo sabes. Odio a los cobardes. —Fue tan rotundo en su respuesta que Poncho apretó los dientes al tiempo que se erguía.
Vlad parecía sincero y, sin embargo, todas las papeletas apuntaban a él.
—Espero por tu bien que la huella que tienen en la científica no sea tuya.
—No lo será. Solo te pido que las cosas sigan como están para mi mujer. Quiero minimizar el impacto que le causaría saber lo que había entre su hermana y yo.
—Eso no depende de mí.
Anahí  terminó de ultimar los detalles de la detención del sujeto, cuya huella dactilar coincidía con la que habían identificado los federales. Una vez alertaron al FBI y a la policía de Portland, en el estado de Maine, Ray y los detectives de homicidios se pusieron en camino hacia la ciudad que siempre resurgía de sus cenizas, como rezaba su escudo.
Ella declinó la invitación a acompañarles, no solo porque lo haría como mera espectadora, sino además porque hacía varias horas que Poncho se había marchado por su ventana como una exhalación, muy enfadado y dispuesto a desenmascarar a un hombre que finalmente no tenía ningún cargo sobre él. Como le recordó Mike antes de irse, Vladimir podría ser el causante del embarazo de la víctima, pero ellos no buscaban a un cerdo capaz de tirarse a una jovencita de dieciocho años sino a un asesino.
Al encontrarse de nuevo sin coche, tomó un taxi, diciéndose que debería llamar al amigo de Poncho para que le devolviera el suyo. Durante el trayecto hasta Brooklyn, rememoró los dulces momentos que había pasado con el abogado, la promesa que había hecho de no presionarla y el calorcillo que la invadió al escucharle decir que lo de aquella noche tenía que repetirse muchas más. Sus argumentos para no reconocer que lo amaba con toda su alma le resultaban cada vez más anodinos e insuficientes. Cada vez que estaba entre sus brazos le asediaba una sensación muy extraña de sentimientos encontrados: se sentía feliz, pero le daba miedo aquella felicidad.
Puede que Jocelyn tuviera razón al decirle que solo necesitaba tiempo.
Cuando llegó frente a la puerta de los Tilman, nada en el exterior le indicó que hubiera pasado algo extraordinario; todo estaba en calma y no había signos de lucha o enfrentamiento alguno. Se dijo que tal vez había exagerado al pensar que Poncho llegaría a casa del mafioso, exigiendo explicaciones y erigiéndose en nombre de la justicia. Aunque todo lo indicaba en su airada marcha, teléfono en mano y maldiciendo al hombre.
Pagó al taxista y tuvo que esperar a que pasara un coche negro que se interpuso entre ella y las escaleras que conducían al domicilio. Al ver que el vehículo aminoraba la marcha y paraba muy cerca, se fijó en él y vio salir con dificultad a la embarazadísima señora Tilman.
Sin dudarlo, se acercó a ella y esperó a que diera algunas indicaciones al chófer antes de volverse para mirarla.
—Buenos días, señora Tilman —la saludó, esperando captar alguna reacción por su parte. Si Poncho había llegado armando jaleo, ella debía de estar al tanto, aunque nada parecía indicarlo. Tal vez habría cambiado de opinión, desechando acercarse por allí.
—Serán buenos para usted, detective.
Hizo ademán de alejarse hacia su casa y Anahí  caminó junto a ella.
—¿Está su esposo en casa?
—¿Se burla de mí? —Ni siquiera la miró cuando introdujo la llave en la cerradura, dispuesta a darle con la puerta en las narices.
—¿Qué quiere decir?
—No finja conmigo, sabe muy bien que se lo han llevado detenido. Jamás imaginé que ese abogado escupiría a alguien que lo considera de su misma sangre. Y ahora, si me disculpa, tengo que buscar otro abogado para que defienda a mi marido. Uno que no lo acuse de algo tan descabellado como matar a mi hermana.
Alice fue a cerrar sin querer hablar más, cuando Anahí  acertó a decir:
—No se preocupe por la defensa de su marido. Poncho seguirá siendo su abogado porque el verdadero asesino ya está en busca y captura.
—¿No me engaña? —Por un momento, sus ojos tristes brillaron, como si se abrieran de nuevo a la esperanza.
—Se lo aseguro. Su marido no pudo estar en el lugar del crimen y eso es algo que a estas horas ya debe saber el señor Barrymore.
—¿Quién mató a mi hermana? Porque las noticias de la prensa dijeron que no fue ese ladrón de Broadway, y que no tenían ningún otro sospechoso.
—Pero ahora la policía cuenta con uno, no se preocupe.
La mujer suspiró con alivio mientras se llevaba una mano a la barriga por encima del abrigo, para después pasarla por sus cabellos rubios y despeinados.
—Debe disculpar mis modales —se excusó, azorada y más tranquila.
—No se preocupe. Si no le importa, me gustaría esperar a su marido. Seguro que no tardará mucho y me interesaría hacerle algunas preguntas.
—Sí, claro. —Dudó un segundo, pero después la invitó a pasar—. Le ruego que me perdone..., estoy tan preocupada.
Una vez dentro, la mujer se quitó el abrigo, le pidió que entrara en el atestado salón que podía transportar a la antigua Unión Soviética sin mucho esfuerzo, y señaló el sofá.
—Creo que una taza de té me iría bien. ¿Quiere tomar una conmigo?
Anahí  aceptó y durante unos segundos se quedó sola, mientras la mujer daba instrucciones a alguien en la cocina. Resultaba extraño no ver a ninguno de los hombres de Tilman por allí, pero prefirió pensar que estarían apoyando la coartada del empresario.
—Enseguida traerán el té —dijo Alice, tomando asiento en un sillón frente a ella. Se había puesto una amplia bata de paño de color azul que, además de contrastar con sus bonitos ojos, la hacía parecer mucho más embarazada, si eso podía ser posible.
Una muchacha muy joven depositó sendas tazas de porcelana ante ellas, sirvió la infusión, cortó unos pedazos de tarta y las dejó a solas.
—¿Para cuándo espera su bebé? —preguntó con ánimo de matar el tiempo mientras regresaba Tilman, aunque lo que realmente quería era asegurarse de que Poncho estaba sano y salvo.
—Para dentro de tres semanas. —Le entregó un platito con un trozo de pastel.
—Eso no es nada, ya casi está aquí —le sonrió ella, alegrándose con sinceridad.
—Sí, espero que se solucione pronto este asunto horrible de la muerte de April. Aunque el dolor se mantenga en nuestros corazones, mi nueva hijita no tendrá que vivir rodeada de incertidumbre y miedo.
—No, ya no deberá preocuparse.
—¿Está segura de que ese hombre que dice que van a arrestar es el asesino de mi hermana?
—No puedo afirmarlo, pero hay muchas probabilidades de que lo sea. —Dejó el plato vacío sobre la mesa.
—¿Lo conozco yo? Quiero decir... ¿Lo conocemos mi marido y yo?
—Su marido seguro que sí, porque es un trabajador suyo.
—¿Quiere otro pedazo? —le preguntó, cogiendo el cuchillo y señalando el pastel.
—No, gracias.
—Yo me pondré un poco más. Vlad siempre está diciendo que tengo que comer por dos —sonrió con timidez.
Anahí  miró el reloj con disimulo.
—Tal vez debería llamar a la comisaría, seguramente nos podrán decir si su marido ha terminado con la declaración.
Marcó el número en su teléfono móvil y habló durante unos minutos con un compañero. La mujer la miraba expectante, deseosa por saber noticias de su esposo. Cuando colgó, se vio obligada a decirle:
—¡Qué raro! En la comisaría no han visto ni a su marido ni a Poncho en toda la mañana.
—Sí, es raro porque el abogado y ese guardaespaldas que lo acompaña dijeron que iban hacia allí.
—Llamaré a Poncho otra vez.
—¿Y no le han dicho sus compañeros si ya han detenido a Janis?
más salir del domicilio de Vlad, Poncho telefoneó a la comisaría 33 para informar de que llevaban a Vladimir Tilman a que le tomaran declaración. Al escuchar a uno de los policías decirle que los detectives que llevaban el caso se habían marchado para detener al nuevo sospechoso, no supo qué contestar. Esperó a que el hombre le relatara los últimos acontecimientos y después de cortar la comunicación, expuso las noticias a Sergey.
Vlad, que lo había escuchado todo, sugirió acercarse a su club para ver los libros de registros en los que apuntaba todas las entradas y salidas de sus trabajadores. Además, el hombre no hacía más que insistir en lo absurdo que resultaba pensar que el encargado de uno de sus locales hubiera sido el mismo hombre que asesinó a su cuñada.
Poncho prefirió guardarse su opinión, pero pensaba igual que él. Cuando le preguntó que si podría haber surgido una relación entre la joven y el sospechoso, Vlad aseguró que no, entre otras cosas porque Janis tenía casi sesenta años y no lo creía capaz de algo así.
—Lo nuestro era diferente... —se justificó al ver la mirada inquisitoria que le dirigía Sergey—. Lo que había entre April y yo era amor.
Al comprobar que el día del asesinato Janis no había ido a trabajar porque estaba enfermo, todo cuadraba. De hecho, Poncho recordó aquella noche en la que fue a uno de sus clubs con Anahí  y él estaba muy enfadado porque su encargado se había despedido para largarse con su hermano a Portland.
—Todo cuadra. Sin embargo, algo no está bien —dijo Poncho, cerrando el libro de registros.
—Estoy dispuesto a ir a testificar a la comisaría, pero no creo que mi testimonio pueda aclarar nada más —se ofreció Vlad, de lo más sumiso—. Por otra parte, abogado, me gustaría que dejaras que sea yo mismo el que atrape a ese cabrón, por matar a mi niña. Después, firmaré la declaración que quieras.
—¿Estás tratando de negociar tu declaración de culpabilidad?
—No me gustan los ladrones, ni los cobardes, ni los hipócritas. Me robó mi dinero, me robó a mi niña. Si me dejas que lo mate, seré culpable pero habré vengado su muerte.
—Sigo sin comprender lo que ocurrió con el dinero de la caja fuerte. —Poncho intuía que se dejaba algo en el aire—. Como tampoco entiendo la relación de tu cuñada con ese hombre para que él quisiera matarla. Tú mismo dijiste que nadie sabía la combinación de la caja fuerte, excepto tú.
—Excepto yo y mi mujer, por supuesto.
—Lo que está claro es que quien mató a la muchacha la odiaba demasiado como para permitir que tuviera un hijo —intervino Sergey, que escuchaba en silencio.
Poncho recordó la forma en la que April se mostraba enfurruñada, enfadada por tener que irse con él en su coche para contarle sus secretos. Aun así...Se sentó en el sillón giratorio del mafioso y evocó aquellos retazos de conversación. «Mi hermana siempre sospecha de mí.»
Sí, Alice sospechaba de ella, de su marido: Alice sospechaba de todo: de la fragilidad de April, de su inseguridad, de su juventud. Por eso, cuando Anahí  y él hablaron con ella y le preguntaron que si la odiaba, la mujer se puso nerviosa; afirmó que la quería, que no era probable que ninguna se odiara, pero mentía.
April sabía que su hermana sospechaba.
Y Alice era la única que conocía la combinación de la caja fuerte, además de Vlad.
Todo ocurrió muy rápido. Anahí , que estaba tecleando el número de Poncho en el teléfono, vio cómo Alice se mordía los labios sabiéndose atrapada.
—Usted no me ha dicho el nombre del detenido, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza, recordando que había entregado junto a la placa sus dos armas, la reglamentaria y la de apoyo, y fue consciente de que en ese momento Alice estaba empuñando el cuchillo muy cerca de ella.
—¿Qué va a hacer, Alice? Así solo estropeará más las cosas.
—No pueden malograrse más, ¿es que no lo entiende?
—No entiendo por qué sabe el nombre del asesino, pero solo se me ocurre que usted estaba allí cuando eso ocurrió.
Trató de alejarse, pero ella acercó más el cuchillo a su garganta, inmovilizándola contra el sofá. Lentamente, dejó el teléfono móvil sobre el asiento, la luz del visor parpadeante, sin concluir la llamada que había comenzado. Hasta que Alice lo lanzó lejos con un manotazo y este se rompió en varios pedazos.
—¡Usted no sabe nada! April siempre estaba mariposeando alrededor de mi marido, mientras que yo cada día estaba más y más gorda..., más y más fea. ¿Sabe? Yo era muy bonita hace unos años, hasta que mi marido se empeñó en hacerme un hijo detrás de otro. Yo pensaba que así me querría más, pero no... April se paseaba delante de él con sus piernas largas, sin tobillos hinchados ni la cintura como una bombona de butano.
—Pero eso no era motivo para matar a su propia hermana.
—¡Ella me quitó todo! Perdí mi belleza por darle hijos, y ahora lo iba a perder a él. ¿O es que cree que no se habría hecho cargo de ese bebé?
—¿Cuándo supo que April estaba embarazada?
—Unos días antes de que... muriera. La sorprendí pidiendo cita con un médico y la seguí. Discutimos, le ofrecí dinero para que se deshiciera del niño y se marchara, pero ella se negaba una y otra vez. Hasta que aquella noche en la que se fue a dar un paseo con Poncho... algo debió de decirle ese abogado porque cuando regresó a casa me anunció que estaba dispuesta a contárselo todo a Vlad. Que ya no iba a guardar silencio por más tiempo.
—Y la mataste... —susurró la voz atónita de su marido.
Anahí  no sabía cuánto tiempo llevaba allí, parado, a medio camino entre la puerta y ellas.
—Vlad... —sollozó Alice al verlo con las facciones tensas, la melena rubia suelta cayendo sobre sus hombros y con aspecto embravecido.
—Tú la mataste, Alice. ¿Cómo pudiste matar a tu propia hermana?
—Porque la amabas más que a mí. —Apretó el cuchillo contra la garganta de Anahí —. No quise hacerlo, solo estábamos discutiendo en la cocina cuando ella comenzó a gritar que iba a contártelo todo, que quería tener ese bebé. Entonces la empujé, cayó por las escaleras del sótano y se golpeó en la cabeza.
—¿Por qué no me llamaste? ¿Por qué? —Se acercó hacia ellas.
Anahí  abrió mucho los ojos cuando sintió el filo del cuchillo clavándose en su piel.
—¿Para qué? Ella ya estaba muerta, nadie sabía nada y tú volvías a ser mío.
—Pero te dio un ataque, te pusiste enferma con la noticia, los médicos...
Alice aflojó la presión de su mano para volverse hacia él. Gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas y temblaba.
—¡Nunca había matado a nadie!¡Claro que me dio un ataque! Entonces fue cuando apareció Janis. Vino a comunicarte que estaba enfermo y que no podría ir al club. Al verme tan nerviosa, le conté lo que había ocurrido, le ofrecí el dinero de la caja fuerte y él se ocupó de llevarse el cuerpo de April, así como de limpiarlo todo. Lo del Ladrón de la Chistera debió de ocurrírsele a él, porque yo fui la primera sorprendida al leerlo en la prensa.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Vlad, mirándola fijamente.
—¿Ahora? Ahora tienes tres hijas y otra en camino de las que cuidar, y una esposa —le dijo a modo de reproche—. Lo que pueda ocurrirle a esta poli es cosa tuya, porque yo me he encargado de cuidar de nuestra familia.
Vlad la miró muy serio, después se llevó la mano a la espalda y sacó una 38, a la que quitó el seguro con un movimiento rápido del dedo.
—A partir de ahora me ocuparé yo, Alice, no te preocupes.
—No me das miedo, Tilman, ni ella ni tú —espetó Anahí  con rabia—. Tu hombre cantará en cuanto le echen el guante, y si no es la policía, Barrymore acabará contigo.
Su mujer pareció relajarse al ver cómo Vlad encañonaba a la detective. Sonrió y alejó el cuchillo de su garganta, apartándose de ella.
—Dispárale, Vlad, amor mío, yo diré que me estaba amenazando y que tuviste que defenderme. Hazlo por mí, por las niñas...
—¿No quieres decir nada antes de morir, detective Logan? —inquirió el hombre con voz mortal.
—Sí, que te follen —escupió ella con furia.
—Mátala, Vlad —insistió Alice, mientras blandía de nuevo el cuchillo muy cerca de ella—. Mátala, mátala...
—Detective, admiro a los valientes; por el contrario, odio a los hipócritas —anunció como una sentencia.
El sonido de un disparo reverberó por toda la casa.
Poncho y Sergey se quedaron petrificados al escuchar la detonación, alta y clara, en el interior del comedor. Aguardaban fuera, tras la puerta, encañonados por dos de los hombres de Tilman que seguían sus órdenes. Impotentes y rabiosos a partes iguales, después de haber recibido la llamada de Anahí  y tras escuchar la voz de Alice al otro lado, amenazándola al parecer con un arma, sin poder hacer nada por remediar su inminente muerte y a varios kilómetros de distancia. Apenas escucharon varias palabras que incriminaban a Alice Tilman como la autora del crimen, antes de que se cortara la comunicación. Y no tardaron más de diez minutos en enfilar hacia su domicilio, donde Poncho no dejaba de imaginar las mil y una maneras horribles en la que podría encontrar a Anahí . Muerta.
Fue precisamente la impaciencia lo que los llevó a cometer un error. Sergey y él, que nunca se dejaban sorprender, se encontraron en la puerta de la casa de Vlad, encañonados por dos hombres que habían acudido a su llamada en algún momento en el que se descuidaron en el local, y conducidos hacia el despacho.
—Nadie va a entrar en esa habitación excepto yo, Barrymore —le advirtió Vladimir, tomando el control de la situación.
Sergey había sido desarmado y él rugía por la impotencia y la frustración.
—Lo siento, tío, no sé qué me ha pasado —se disculpó el ruso con la voz rota.
—¿Dónde tienes la cabeza? Nunca te habías descuidado así, joder, estás perdiendo facultades.
Él negó en silencio, sabiendo que tal vez su amigo llevara razón.
—Si le hacen algo... —Poncho se movió furioso.
Uno de los rifles que apuntaban hacia ellos se movió amenazante.
Entonces fue cuando escucharon el disparo. Fue preciso, determinante.
Ambos se miraron a los ojos. Poncho, tenso y pálido. Sergey, sin ninguna emoción que pudiera definirse en ellos.
A un parpadeo del ruso, Poncho se abalanzó sobre uno de los hombres que los encañonaban mientras que él desarmó de una patada en el pecho al otro. Los reflejos de Sergey eran el resultado de la tensión, los años de adiestramiento y la oleada de adrenalina que había terminado por cegarlo.
Poncho, al comprobar que su amigo se bastaba solo para terminar con aquellos dos, salió del despacho y corrió hacia el salón dispuesto a... lo que fuera. Nada más entrar, lo primero que vio fue a Anahí  en mitad de la habitación, tecleando en el teléfono que había sobre el aparador, y a Vlad con su esposa en sus brazos, mientras trataba de cortar la hemorragia de la mano en la que le había disparado para desarmarla.
—No me gustan los hipócritas —repitió Tilman como si se tratara de una letanía.
Poncho se aseguró de que ella estaba bien; revisó su rostro calmo, aunque él sabía que por dentro estaba temblando y esperó a que terminara de pedir refuerzos y una ambulancia. Saber que se había encontrado en una situación peligrosa y que no hubiera sido capaz de ayudarla lo había desesperado. Cuando la vio cortar la comunicación con sus compañeros, se acercó lentamente hacia ella y se quedó parado, quieto como aquel imbécil que ella tantas veces le recordaba que era, sin atreverse siquiera a tocarla.
—Jamás he tenido tanto miedo por alguien —dijo como si hablara para sí mismo.
—Yo tampoco —reconoció ella, mirándole a los ojos.
—Cuando he escuchado el disparo... ¡Dios, creía que me moría! —Se pasó una mano por los cabellos revueltos y ella se acercó un poco más.
Una nube negra de desesperación oscureció su mente.
—Vlad hizo lo que debía. Era su mujer o yo..., y ella estaba dispuesta a cualquier cosa por recuperar a su familia.
A Poncho se le cayó el alma a los pies. Miró en la dirección que le indicaba y se le hizo un nudo en la garganta al ver a Vlad sujetando la mano herida de su esposa mientras le rogaba que lo perdonara, pero que tenía que hacer lo correcto.
—Él admira la valentía, siempre lo ha dicho. Y a ti te considera una mujer muy valiente.
Anahí  se acercó más a él, lo abrazó por la cintura y se apoyó en su pecho. Todavía estaba conmocionado por lo ocurrido, seguramente se estaba preguntando si él se habría atrevido a disparar sobre ella para salvar a otra persona.
—Bésame, Poncho, llévame lejos de aquí —le pidió, alzando la cara para encontrarse con su boca.
el ruido de los policías que acababan de entrar en la habitación, ni el de los sanitarios, ni las voces de Sergey hablando con los detectives y explicando lo ocurrido impidieron que él por fin se atreviera a tomarla en sus brazos.
Cuando fue estrujada contra su pecho duro, Anahí  supo que su desesperación por perderla era tan fuerte como la de ella misma, una necesidad que rayaba la locura. Solo cuando sus bocas se unieron encontró lo que quería, lo que tanto temía pero que estaba segura que había encontrado: la certeza de que jamás podría vivir sin él.

Sublime Temptation (AyA Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora