Capítulo 12

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Cuando Alfonso estacionó frente a la discoteca Blue Moon ya era bastante tarde. No era cierto que tuviera asuntos pendientes, tal y como dijo a Jocelyn para evitar la reunión amistosa que su padre había programado con los Logan en la gran mansión familiar. Aunque al final, la pequeña mentira se convirtió en realidad. Sonia, la gogó y camarera del local que April usaba como tapadera de sus amoríos, lo citó a la hora del cierre porque tenía algo muy urgente que contarle. Así que después de pasarse por su pequeño piso en Brighton, cambiarse de ropa, coger una caja de preservativos y ponerse algo más acorde que no indicara que venía de una elegante recepción, esperó un buen rato hasta que salieron los últimos clientes y el propietario cerró el portón principal.
Cuando vio aparecer a los trabajadores por una salida lateral, abandonó el cálido refugio del coche y caminó hacia ellos, que se dispersaban en varios grupos a medida que tomaban distintas direcciones. No tardó en reconocer a la muchacha. Su rubia melena fulguraba bajo las luces de neón, y sus piernas destacaban bajo la minúscula minifalda mientras daba saltitos por el aire helado que las azotaba. Él sonrió ante la idea de que pronto estaría entre esos muslos que ella apretaba para paliar el frío.
Al verlo al otro lado de la calle, Sonia levantó un brazo y lo saludó con una sonrisa; no tardó ni dos segundos en despedirse y correr hacia el coche, como si estuviera tan ansiosa como él por buscar un sitio en el que descargar su rabia, su frustración y, ¿por qué no?..., echar un polvo.
Apenas cruzaron un saludo. Ella se empinó para darle un beso breve en los labios y se colgó de su brazo, echando a andar calle arriba.
—No seas impaciente —replicó con un mohín a la pregunta de Poncho referente a la urgencia de su llamada—. Estos zapatos me están matando y me muero por beber algo, pero algo bueno de verdad y no ese whisky de garrafa que servimos en el Blue Moon.
—Si quieres buscamos algún lugar que todavía esté abierto a estas horas.
—También podemos subir a mi habitación, tomar ese whisky, charlar y... bueno, ya sabes... —Ella descendió el tono de su voz hasta convertirlo en algo meloso.
—Me parece buena idea —aceptó él al ver que se paraban ante el portal estrecho y oscuro de un pequeño hostal de no muy buena reputación. Procuró que su voz sonara alegre, pero que lo asparan si se estaba divirtiendo—. Supongo que tu whisky será del mejor.
—El que se merece un hombre como tú. Y después de varios orgasmos nos sabrá a gloria. ¿Estás de acuerdo?
—Totalmente de acuerdo.
No se había equivocado al imaginar que Sonia lo había telefoneado para algo más que para darle información, porque se quedó parada delante de la puerta, esperando su respuesta y con una mirada indiscutiblemente sexual en los ojos. Al ver que tardaba en decidirse, la vio fruncir el ceño al tiempo que se apretaba contra él.
—Venga, Poncho, sabes que me muero por descubrir qué escondes aquí. —Le echó mano a la entrepierna y él procuró no mostrar sorpresa—. ¡Vaya! ¿Este es tu estado en reposo o es que también te mueres por ver lo que yo tengo aquí? —Condujo una de sus manos al centro de sus muslos, en mitad de la estrecha minifalda—. De no ser porque el otro día te acompañaba tu prima Alberta, tú y yo ya no tendríamos ningún secreto entre los dos.
La visión de Anahí  susurrando su nombre entre jadeos, con él tocando el cielo mientras se derramaba en su interior, relampagueó en su mente para desvanecerse en un segundo. Y sus pretensiones de olvidarla en brazos de Sonia se esfumaron también.
—Eres consciente de que necesitaríamos horas para descubrirnos mutuamente —desvió su respuesta al tiempo que recuperaba su mano, con la esperanza de que ella lo liberara a él.
Todos sus planes por quitarse a la detective de la cabeza acababan de irse al traste. Mientras esperaba a la bailarina en el coche, se había alegrado de que aquella mujer pudiera sacarle la espina que tenía clavada desde que Anahí  le había lanzado su arsenal de puñales hirientes, pero una vez se encontró con la mano de Sonia rodeando sus testículos y la promesa de una explosiva noche de sexo, todo él se había desinflado.
Ella ronroneó en mitad de una carcajada y le plantó otro beso húmedo en los labios, promesa de los muchos más que le daría aquella noche mientras descubrían los secretos que guardaban bajo la ropa. Aunque ella escondía más bien pocos.
Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Sonia repitió que los zapatos la estaban matando, se los quitó con rapidez y se los entregó para buscar las llaves en su bolso al tiempo que le explicaba que la dueña de la pensión no abría la puerta a nadie después de las doce de la noche. Él miró los zapatos sin saber qué hacer con ellos; eran negros, con unos adornos muy pequeños que servían de broche. Los afilados tacones brillaban bajo el luminoso rojo de la fonda. Y en ese instante, un fogonazo estalló en su cabeza, justo al mismo tiempo que varios coches patrulla y uno camuflado con las luces encendidas giraban en la esquina para plantarse a menos de un metro de ellos, encaramados en la acera.
Sonia gritó asustada y se abrazó a él, que apretó el calzado al sujetarla. Enseguida se encontraron entre cuatro agentes uniformados y dos detectives que le indicaron que soltara a la joven, le ordenaron con brusquedad que alzara las manos, tirara al suelo lo que llevaba en ellas y se pusiera de cara a la pared. Apenas hubo un forcejeo en el que él dijo no comprender nada mientras le leían sus derechos, le colocaban los grilletes y le metían de malos modos en la parte trasera de uno de los coches patrulla.
El estridente sonido del teléfono móvil la despertó en mitad de un sueño que le había costado conciliar más de dos horas. Anahí  estiró la mano y buscó en la oscuridad para localizarlo sobre la caja de cartón y poder lanzarlo contra la pared, pero debía de haberlo dejado demasiado lejos porque no conseguía dar con él. Cuando por fin lo atrapó, este dejó de sonar y ella se cubrió la cabeza con el edredón, preguntándose a qué dioses habría ofendido para que la vida la tratara tan mal.
No había transcurrido ni un minuto cuando alguien golpeó la puerta en lo que claramente era una llamada urgente. Eso, o pretendían tirarla abajo.
Con el recuerdo de la visita de Alfonso días atrás, se sentó en la cama y trató de aclararse la mente. El que aporreaba la entrada de su casa no podía ser el mismo hombre comprensible que la buscó para alimentarla ese día, ni el amoroso de hacía unas noches ni tampoco el ofendido que la había evitado desde que lo insultó en el ayuntamiento. Miró el reloj mientras salía de la cama, constató que eran las tres de la madrugada y bajó a abrir antes de que se despertaran los vecinos.
Nada más girar el pomo, la puerta se abrió al ser empujada desde afuera.
—¿Usted?
El amigo ruso de Alfonso se coló en su ático y el conserje, pálido como un fantasma, se quedó parado en el umbral.
—No he podido impedir que subiera, señorita Logan. Dice que le conoce y que usted le recibiría... —explicó el hombre, nervioso y sin querer mirar al desconocido, que por su aspecto parecía capaz de liarse a puñetazos con quien se opusiera a sus exigencias.
—Se trata de Barrymore, está en problemas por su culpa —fue todo cuanto alegó Sergey en su defensa.
Anahí  tranquilizó al conserje, asegurándole que efectivamente conocía al intruso.
—¿Qué problemas son esos para que venga a despertarme a estas horas? —inquirió, enfrentándose a él cuando quedaron a solas.
Él miró con disimulo el deshabitado comedor, pero no dijo nada que mostrara su desconcierto. Clavó sus ojos oscuros en ella, negros como los callejones que frecuentaba en las noches, y tensó la mandíbula mostrando su enfado.
—Alfonso está detenido.
—¿Detenido?
—Eso he dicho. ¿No hablo con la suficiente claridad?
—Sí, hablas muy claro y muy fuerte también —replicó ella al ver que sus modales dejaban mucho que desear—. ¿Y qué pretendes que solucione yo? ¿Qué ha hecho?
—¿Cómo que qué ha hecho? —Se inclinó, amenazador, tuteándola del mismo modo que lo hacía ella—. ¡No ha hecho nada! Esto es cosa de tu capitán Kinney.
—Pero habrá algún cargo contra él. —Se movió nerviosa al escuchar el nombre de Brian ligado al de Alfonso.
—Lo acusan de ser el Asesino de la Chistera. ¿Qué te parece, detective?
—Eso es absurdo.
—Ya. Bueno, ¿piensas quedarte ahí toda la noche deliberando sobre las injusticias de la vida? —le apremió con una mirada mortífera.
—Dame un momento para vestirme e iremos a ver lo que ha ocurrido —le pidió mientras se dirigía a la escalera—. ¡Y no toques nada! —le ordenó al verlo moverse por la estancia.
—¿Qué pasa, poli? ¿Temes que rompa la cristalería fina?
Ella ignoró el mordaz comentario y se vistió a la mayor brevedad. Tener a aquel hombre en su casa no la tranquilizaba, aunque no hubiera nada que pudiera robar ni romper, como él le había recordado. Además, el hecho de saber que Poncho estaba acusado de algo tan ilógico como ser el Asesino de la Chistera tampoco la apaciguaba. Era como si todo se hubiera puesto patas arriba, como si al saber que él estaba en apuros, necesitara correr a su lado.
En cuanto abandonaron el edificio, Sergey le indicó que irían en su coche y le explicó lo que sabía mientras conducía hacia la comisaría 33. Le dijo que Alfonso había utilizado la llamada que le concedían para llamarle a él porque así sabría qué hacer.
—¿Y no podía haberla utilizado para buscar un abogado? —«¿O se cree tan listo que puede defenderse él mismo?», pensó mientras enfilaban hacia la sección de Washington Heights, al norte de Manhattan. Aunque presentía que si Brian estaba detrás de aquella detención, el ruso tenía motivos para estar preocupado.
—Lo que Alfonso necesita es que lo saquemos de allí, no un abogado. —La miró como si pensara que no estaba a la altura de comprender nada.
—Agradezco la confianza, Saenko, pero me temo que poco podré hacer en la 33.
—No es confianza, detective —le aseguró sin quitar los ojos de la carretera, y ningún interés por seguir hablando con ella.
Su perfil adusto se dibujaba recortado contra la oscuridad, en contraste con la luz de los halógenos que alumbraban los monumentos históricos que dejaban atrás a gran velocidad. No creía que la presencia de Saenko a su lado ayudara mucho, si es que pretendía entrar con ella en la comisaría. Su aspecto, siempre tan oscuro y amenazador, no invitaba a la hospitalidad. Aunque no hizo falta decírselo. Cuando aparcó frente al emblemático edificio, él bajó del coche y lo rodeó para esperarla.
—Entraré yo sola.
—Estoy de acuerdo. Dame tu número de teléfono y te diré cómo llevo el asunto.
—¿Qué asunto?
—El que ha encerrado a mi amigo.

Washington Heights. Comisaría 33

—Vamos, Barrymore, ¿no te cansas de decir siempre lo mismo? —Brian se inclinó sobre la mesa de su despacho.
—¿Cansarme? Claro que no. Ya le he preguntado que a qué se debe el honor de que el capitán Kinney, en persona, pierda su valioso tiempo interrogando en su despacho a un testigo.
—Pero es que tú no estás aquí como testigo, Barrymore, sino en calidad de detenido. ¿Acaso no has oído con claridad al agente mientras relataba el motivo de tu detención, así como tus derechos?
—Me ha impresionado más la cautela con la que usted ha asegurado los grilletes antes de sentarse frente a mí. —Se inclinó para mostrarle las manos encadenadas a la espalda—. ¿De verdad cree que esto es necesario? ¿Tan peligroso me considera?
—«Potencialmente peligroso», lo dice el reglamento, pero ya deberías saberlo. Tú conoces a la perfección cómo funcionan las ordenanzas, has estado en cientos de interrogatorios como este. Aunque siempre al otro lado.
—Como este, no. Normalmente no se toma declaración en el despacho del capitán, y menos sin la presencia de un abogado o la del fiscal. Pero aquí, sin cámaras ni la consabida cristalera de espejo desde la que puedan observar otros sin ser vistos... —Chasqueó la lengua—. No es muy usual, ¿no está de acuerdo?
Brian Kinney se frotó la barbilla con una mano y la cerró en un puño con gesto impaciente.
—Tal vez te estamos dando privilegios de los que no gozaría cualquier otro detenido.
—Permítame que lo dude.
—¡Bueno, dejémonos de cháchara! —Golpeó la mesa—. Te hemos pillado con las manos en la masa, no puedes negarlo.
—Me han pillado subiendo a la habitación de una mujer. ¿Desde cuándo eso es un delito?
—Esa muchacha estaba atemorizada cuando llegaron mis hombres. Además, no pasemos por alto el detalle de que llevabas sus zapatos en la mano cuando te disponías a atracarla, y Dios sabe qué más. Pero, por fortuna, esta vez te hemos pillado a tiempo.
—Ya le he dicho que se los quitó ella porque le apretaban. Yo no soy el hombre que buscan. Y usted lo sabe muy bien.
—¡La empujaste hacia el portal para terminar con ella! —vociferó, dando un golpe en la mesa.
—¡Íbamos a echar un polvo! —él respondió en el mismo tono de voz.
—Ya veo que quieres ponérnoslo difícil.
—Pregúntele a Sonia, ella le dirá la verdad. Me llamó por teléfono, quedamos para vernos y me invitó a su habitación.
—Ya le hemos preguntado. ¿Y sabes qué? Ni te citó, ni tenía pensado subir a la pensión contigo, ni ha reconocido nada de eso. Tú apareciste de la oscuridad y... ¿tengo que continuar?
—¿Cómo que no me citó? Si Sonia no ha declarado que fue ella la que me llamó, solo se me ocurre pensar que haya sido usted el que ha planeado esta detención. ¿Qué quiere exactamente, capitán?
—De momento, que confieses.
—Eso no es cierto. Quiere algo más —insistió Poncho con convicción.
Durante unos segundos, nadie dijo nada. La silla de hierro del capitán crujió cuando se reclinó en ella. Lo vio pasarse una mano por los cabellos rubios, perfectamente peinados.
—Colabora con nosotros. —Kinney señaló a dos de sus hombres, que permanecían apoyados en la pared con gesto aburrido—. Si nos cuentas por qué mataste a April, podremos echarte una mano con el fiscal, incluso reducir los cargos. Pero si te niegas a hablar, no conseguiremos ayudarte.
—Y pensar que creía que eras un cabrón, Kinney. —Poncho movió la cabeza como si no se explicara su error—. Permíteme que te tutee, hermano, pero tanta amabilidad me parte el corazón. Tanta bondad reunida en un solo hombre...
Brian ignoró su sarcasmo y se inclinó sobre la mesa para acercarse a él.
—Tenemos pruebas contra ti, Barrymore. Pruebas que te incriminan directamente con el asesinato de April.
—Esa acusación es muy grave.
—¿Quieres un abogado?
—No lo necesito. Yo soy abogado. ¿Qué prueba es esa? ¿Una mierda de huella? Claro que debe de haber alguna huella mía. Estuve dando un paseo con ella y después visité el escenario del crimen, pero eso no me convierte en el asesino.
—¡Vaya! —Sonrió con aprensión—. Ya veo que la detective de robos te mantiene informado. Anahí  siempre tan implicada en los asuntos turbios de los hombres que se meten en su cama. ¿Verdad?
—A ella déjala fuera de esto. —Estirazó de los grilletes que lo apresaban en la espalda.
—Háblame de tus hazañas, abogado —pidió el capitán con suavidad—. ¿Qué me dices de las otras mujeres que atacaste? ¿Por qué se te fue la mano con April? ¡Yo te lo diré! Era tan joven, tan bonita, que tus trofeos te supieron a poco. ¡Querías más! ¡Asqueroso psicópata de mierda! La mataste para poder eyacular en tus sucios pantalones.
—No sabes lo que dices. ¡Estás loco! —Él negó con incredulidad.
—Se te nota cierta hostilidad, Barrymore.
—Y a ti poca sensatez.
—¿Sabes? Anahí  está muy necesitada de amor, tanto como para mendigárselo al primero que se cruce en su camino. ¿Te gustan sus zapatos?
—Suéltame, cabrón. No tienes cojones de decirme eso cara a cara, sin tenerme inmovilizado. —Tironeó de las esposas con furia.
Poncho lo vio levantarse con el gesto apretado y caminar hacia sus hombres.
—Traedle al abogado Barrymore un vaso de agua. —Se paró a su espalda para hablarles—. Al parecer, tiene la garganta seca y en la 33 somos muy considerados. No tengáis prisa —añadió sonriendo al verlos salir.
Cuando quedaron a solas y sin dejar de sonreír, levantó hacia atrás la mano y le asestó un puñetazo en la cabeza, provocando que se golpeara la cara contra la mesa.
—¿Eso es todo cuanto sabes hacer? —jadeó Poncho cuando consiguió reponerse del golpe que lo había sorprendido.
Un dolor intenso martilleaba su cerebro de forma ascendente, aunque se irguió con rapidez para volverse a mirarlo. Más que nada para prevenirse de un nuevo ataque.
—Todavía no he empezado contigo. —Lo vio frotarse los nudillos con la otra mano.
—Ambos sabemos que este interrogatorio no tiene valor probatorio, Brian Kinney. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Por qué no hablas claro de una vez, y dejas de fingir que tienes algo que demuestre mi implicación en el crimen?
El capitán se apoyó con ambas manos en la mesa frente a él, que todavía sentía fuertes latidos en la cabeza. Debía de haberle hecho un corte en la frente porque un hilillo de algo caliente se deslizaba por su mejilla a cada nueva punzada.
—Te crees muy listo, ¿verdad, Alfonso? —Lo agarró por el pelo y le alzó la cabeza hasta quedar cara a cara, como él le había pedido—. Sé que estos días has estado metiendo las narices donde no te importa. —Se acercó tanto que, por un segundo, Poncho creyó que le mordería en la nariz—. No sigas por ese camino, abogado. Tú no me conoces, aunque ya debes de tener una ligera idea de lo que soy capaz de hacer cuando las cosas se tuercen, ¿verdad?
—Huelo tu miedo, capitán, voy a convertir tu vida en un infierno —le advirtió él con voz mortal, la mirada fría y los músculos del cuello tensos.
—Te lo advierto por última vez, Barrymore: deja de escarbar en la mierda o Anahí  se pringará. —Al escuchar el rumor de la puerta al abrirse, soltó su pelo bruscamente y se alejó—. ¡Hey, muchachos! —El tono de su voz volvió a ser casual al ver a sus hombres, que regresaban con el agua—. Al aparecer, el detenido ha tropezado cuando intentaba levantarse. —Chasqueó la lengua, llevándose el vaso a los labios para dar un trago—. Vamos, limpiadle esa cara antes de que lo manche todo de sangre. Y quitadle las esposas, no vaya a ser que nos denuncie por abusar de la autoridad. Aunque eso no va a ocurrir, ¿verdad, abogado?
Anahí  sabía que no sería bien recibida en la 33, aunque todavía contaba con algún amigo entre sus antiguos compañeros. Buscó entre los uniformados de azul, que a pesar de las horas intempestivas ya mostraban bastante actividad, pero no supo a cuál acudir. Tampoco pasó por alto las miradas de sospecha que levantó a su paso, como si llevara tatuada en la frente la palabra «peligro». Después de valorar las distintas opciones que se ofrecían ante ella, decidió ir directa al despacho de Brian. Si había que enfrentarse a alguien, ese era él, por lo que no tenía sentido perder el tiempo. Ya estaba a punto de entrar en el ascensor cuando alguien la llamó por su nombre desde el pasillo que conducía a los calabozos.
Ella esperó con paciencia a que el subinspector Howard llegara a su lado, aunque no era precisamente tranquilidad lo que le inspiraba aquel encuentro. Cuando tuvieron su problema, él fue destinado a la 63, bien lejos de allí. Al parecer, había recuperado su puesto nada más marcharse ella.
—Hola, Anahí  —la saludó él. Por el temblor de su voz, supo que no era emoción, sino nerviosismo, lo que le había empujado a acercarse.
—Hola, Mike —su saludo fue mucho más cortante.
Una vez, hacía ya más de un año, aquel hombre de complexión atlética y gran atractivo físico también la hizo temblar a ella, aunque en ese caso sí era de emoción. Claro que entonces no sabía que estaba casado. Ni tampoco que le arruinaría la mitad de su vida. La otra mitad se la arruinó Brian.
—Si buscas al capitán Kinney, diré a uno de los muchachos que lo avise.
—En realidad, busco a Alfonso Barrymore. Me consta que ha sido detenido y trasladado a estas dependencias.
—Sé quién es —la interrumpió con un gesto. Después carraspeó bastante incómodo y añadió, mientras se pasaba una mano por los cabellos castaños—: Sé que no es el momento adecuado para decirte esto, pero quería darte las gracias por todo lo que hiciste por mí.
—Mike, has tenido más de un año para hacerlo. Sí, estoy de acuerdo, no es el mejor momento.
—De todos modos, Anahí , quiero que sepas que... yo iba a separarme de mi mujer...
—Mike, por favor. No quiero tu gratitud, ni tu amistad, ni nada que se le parezca —resolvió ella con voz rotunda—. Fui una ingenua a la que no se le ocurrió preguntarte si estabas casado, por lo tanto fue mi error. Lo demás que ocurrió, lo hice tanto por ti como por mí, de modo que no me debes nada. Pero puedes llevarme ante el detenido, eso sí lo acepto de ti.
Él suspiró con fuerza.
—Como quieras. Sígueme, está en una de las salas de retención.
—Ponme al tanto de lo que ha ocurrido, por favor.
Mike le explicó a grandes rasgos que habían sorprendido al abogado en plena acción en la calle. Caminaba a su lado mientras contaba lo poco que sabía de la detención con el mismo aire de determinación que la encandiló nada más poner un pie en aquella comisaría. Después, hubo un tiempo en el que su traición le hizo tanto daño que creyó que jamás volvería a enamorarse, pero pronto se dio cuenta de que la vida le ofrecía una nueva oportunidad. El capitán Brian Kinney se ocupó en un santiamén del problemilla en el que se había visto inmersa con el subinspector. La ayudó, la tentó con su sonrisa amable y sus falsas promesas de amor. Grandes planes para ellos en un futuro cercano... «Sí», pensó con tristeza mientras seguía a Mike por el largo pasillo. Apenas si escuchaba la monótona versión que este le narraba, su cabeza seguía divagando entre el abogado y los planes de Brian, que incluían a la mujer de su padre, la mentira y otra traición.
Nada más verla aparecer, Poncho se puso en pie y esperó a que entrara.
—¿Qué haces aquí? —inquirió con brusquedad—. ¿Quién te ha avisado?
—¿Cómo estás, Alfonso? —repuso ella con otra pregunta mientras entregaba el arma reglamentaria y el cargador por separado al policía de la puerta.
—He estado en hoteles mejores.
—Veo que no pierdes el humor. El subinspector Howard me ha puesto al tanto de la detención y te aseguro que estarás libre antes de que amanezca —le informó de forma profesional.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? ¿Ha sido Kinney?
Ella lo negó mientras le indicaba con la cabeza que regresara a su silla. Las salas de retenciones no solían ser cómodas, aunque era de agradecer que no lo hubieran encerrado en los calabozos. Una mesa y cuatro sillas en un recinto rodeado de cuatro paredes y poco más, pero que indicaba que su condición de detenido todavía estaba en el aire.
—Diez minutos, Anahí , no quiero problemas con el jefe —le recordó Mike antes de cerrar la puerta.
Cuando le dio las gracias, se sentó a su lado y escudriñó su rostro sin disimulo.
—¿Qué te ha ocurrido en la frente? —Le apartó el pelo oscuro de la cara y observó el corte inflamado que todavía se mostraba reciente en la sien, muy cerca de la cicatriz con forma de «L» que ella había delineado en otros momentos más gratos—. Estás sangrando, ¿te han golpeado?
—Tropecé al levantarme en el despacho de Kinney después de que me interrogara.
—¿En su despacho? —Se mordió el labio inferior al comprender lo que había ocurrido—. Poncho...
Un nudo de emoción le robó las palabras.
Todavía tenía su rostro enmarcado con las manos, los ojos verdes de Poncho fijos en los suyos, con aquella mirada entre cálida y exultante que tanto la afectaba. Era ridículamente agradable estar de nuevo tan cerca de él, aunque fuera en una de las salas de la 33.
De repente, desapareció el enojo que había dominado sus anteriores encuentros. El hecho de verlo herido minaba la resistencia que imponía a sus sentimientos.
—Vamos, Anahí , ha sido un golpe de lo más tonto. —Le quitó importancia con un gesto.
No parecía muy afectado por lo que fuera que hubiera ocurrido.
—Sé de lo que es capaz Brian, y no voy a permitir que...
—Olvídalo, ¿de acuerdo? —Él también le enmarcó la cara con sus manos, quedando los dos enlazados de igual manera—. Deja que yo me ocupe de este asunto.
Anahí  dudó, pero finalmente asintió. Aunque eso no significaba que lo fuera a olvidar.
—¿Tienes frío? —le preguntó, tratando de recuperar la entereza que debía mostrar. Se levantó y dio unos pasos sin sentido—. Pediré que te traigan una manta. Este sitio siempre parece una nevera.
Él negó con la cabeza y se puso en pie, frente a ella.
—Dime, ¿por qué has venido?
—Tu amigo Sergey fue a buscarme.
—¿Sergey? ¿Se ha vuelto loco? —Ahora sí parecía que estaba realmente enfadado—. ¿En qué pensaba ese hombre al ir a buscarte?
Ella estuvo a punto de decirle que, al fin y al cabo, el ruso llevaba razón al culparla de su detención. Por las parcas explicaciones que Mike le había dado, acusarlo de ser el presunto Asesino de la Chistera no tenía fundamento alguno. Poncho estaba pagando por los desaires que ella le había hecho a Brian. Y la herida de su cara lo corroboraba. No era la primera vez que golpeaba a un detenido. Ni tampoco era la primera vez que alguien pagaba un precio muy alto por mero capricho suyo.
—Creo que tu amigo pensaba en la mejor manera de sacarte de aquí. Y lo haré.
—Tú no harás nada. —Al verla fruncir el ceño, la sujetó por los hombros.
—Sí lo haré —replicó ella—. De momento, voy a avisar al inspector Howard. Le pediré que te tome declaración de lo que ha ocurrido en el despacho de Kinney y después llamaremos a un médico para que te eche un vistazo en la herida.
—No quiero a ese Howard cerca de ti, ¿comprendes? —¡Claro que comprendía! Y maldita la gracia que le hacía que él supiera aspectos de su vida que trataba de olvidar continuamente—. Lo que vas a hacer ahora mismo es irte a casa. Anahí , yo solucionaré esto, pero te quiero lejos de Kinney.
Ella se fijó en cómo se frotaba las muñecas, las tomó entre sus manos y las inspeccionó con rapidez.
—También te ha apretado con saña los grilletes. ¡Esto es inadmisible!
—Olvídate de las heridas y dime la verdad: ¿por qué has venido?
Había algo demasiado inflexible en él. Como si una capa de hielo se escondiera bajo su faceta de hombre simpático, como si solo sirviera para ocultar el volcán que bullía en sus ojos.
—Ya te lo he dicho, porque tu amigo se presentó en mi casa para traerme aquí, poco menos que a rastras. —Él le lanzó una mirada de advertencia y ella soltó un resoplido. Estaba nerviosa. Se preguntaba en qué consistiría aquel volcán que luchaba por salir—. Y porque... —bufó otra vez, sin encontrar las palabras—. Porque eso es lo que hacen los amigos: se buscan y se ayudan.
—Te ha costado reconocer que somos amigos.
—¿Cómo puedes dudarlo? —Todavía tenía humor para ironizar después de todo lo que estaba ocurriendo.
Por un momento, creyó que iba a besarla. Él la atrajo hacia su pecho, la abrazó con suavidad y después se separó.
—Está bien, Anahí  —la sorprendió por el cambio de registro de su voz—. Puedes ayudarme de una forma: habla con tu padre.
—No pienso interceder por ti, pidiéndole ayuda a mi padre —lo interrumpió con brusquedad.
Si él también creía que podría utilizarla, estaba del todo equivocado. Nunca más dejaría que un hombre la pisoteara después de dormir con ella.
—No quiero que hables de mí, sino de ti y de lo que Brian está haciendo contigo. —Él también se mostró enfadado.
—¡Qué absurdo! ¿Qué quieres decir con eso?
—¿Por qué no eres capaz de escuchar sin interrumpirme? —Trató de tocarla y ella retrocedió hasta tropezar con la pared. Al percibir su nerviosismo, pareció pensarlo mejor porque sonrió; las comisuras de alrededor de sus ojos se hicieron más evidentes y añadió con voz queda, mientras le colocaba detrás de la oreja un mechón de pelo que le cubría el rostro—: Yo nunca iría detrás de ti por un interés personal. Si quiero que hables con tu padre, es precisamente para que quienes lo han hecho paguen por los errores que te han llevado a ser como eres. Sé que suena a incongruencia, pero debes creerme.
Aprovechando su desconcierto, Poncho se inclinó y la besó, encerrándola entre su cuerpo y la pared, con el policía de guardia a su espalda, observándolo todo. Pero no le importó. Su pasión la dejó sin aliento. Era como si, por fin, el volcán que refulgía en sus ojos hubiera estallado, como si necesitara besarla para convencerla de que jamás la utilizaría. Ni siquiera escuchó cuando se abrió la puerta porque el corazón le palpitaba ruidosamente en los oídos.
Él rompió el beso con brusquedad y musitó una maldición. Ninguno dijo nada al ver aparecer al capitán Kinney, ni cuando escucharon cómo ordenaba al agente que se marchara.
—¡Vaya, vaya! —se mofó, dando a entender que los había sorprendido—. ¿Quién iba a decir que un día estaríais los dos aquí, juntos?
Ella lo miró con repulsión. Si en el pasado lo encontró guapo y considerado, ahora solo veía a una sabandija con el pelo rubio y engominado.
—Has ido demasiado lejos, Brian. Pegar a un detenido es algo muy grave.
—Ten cuidado con lo dices, Anahí , ten mucho cuidado.
—No se te ocurra amenazarla otra vez. —Poncho hizo amago de acercarse a él, pero Anahí  lo sujetó por el brazo.
Una agresión al capitán en esos momentos no era lo que más le convenía.
—Poncho, no entres en su juego —le aconsejó, interponiéndose entre los dos.
—¿Qué es esto? —se burló Brian al verlos protegerse el uno a la otra con tanto fervor—. ¿El día del amor al pobre desvalido?
—No conseguirás nada con la provocación. —Ella trató de apaciguar los ánimos.
—¿Tú crees, nena? —Hizo una pausa reflexiva y añadió en un tono demasiado calmo—. ¿Puedo hablar contigo a solas? Es más, quiero tener unas palabras contigo. Ahora. Es una orden.
—Vete a casa, Anahí  —le aconsejó Poncho, sujetándola al ver que se acercaba al capitán y acataba su mandato—. No te metas en esto. ¿Ya no recuerdas lo que hemos hablado antes?
—Voy a sacarte de aquí —le advirtió ella con determinación.
—No seas ingenua —trató de acercarse para convencerla pero ella se apartó, situándose al lado de Kinney y dispuesta a salir de la sala con él.
—Siéntate, Barrymore, o tendré que ordenar que te lleven a uno de los calabozos —le advirtió este, interponiéndose en su camino antes de cerrar la puerta.
Furioso ante los nuevos acontecimientos, dio un puñetazo a la mesa en el mismo instante en el que alguien volvía a entrar en la sala.
—Poncho, ¿cómo estás? —Su hermana se echó en sus brazos sin darle tiempo a reaccionar—. No sabes el susto que me he llevado cuando Luke me ha avisado por teléfono.
Mientras trataba de tranquilizarla con palabras, saludó con un gesto a Luke Goldsmith, afamado abogado criminalista, gran amigo de todos los Barrymore y también viejo compañero de juergas.
—¿Quién os ha informado de mi detención?
El recién llegado estrechó su mano y clavó sus analíticos ojos verdes en el rostro de su amigo, antes de responder.
—Sergey ha aporreado mi puerta contándome no sé qué historia de una detención en mitad de la calle. Pero eso no es lo mismo que me han notificado al llegar aquí.
—¿Por qué estás en una sala de retención si no hay ningún cargo contra ti? —inquirió su hermana que, aunque ya no ejercía como abogada, estaba al corriente de los procedimientos habituales de la policía—. ¿Y por qué estás herido? —Se alarmó al separarse de él y observar el corte en un lado de la cabeza.
—Tropecé al levantarme. —Le quitó importancia, a sabiendas del perjuicio que acarrearía a Anahí  que delatara el trato vejatorio al que lo había sometido el capitán. Había muchas cosas que todavía tenía que ajustar con él—. ¿No hay ningún cargo contra mí? —requirió con cautela a Luke.
—No, y todo esto es muy extraño. Nuestro amigo no suele alarmarse sin motivo y te aseguro que estaba fuera de sí cuando casi tira mi puerta abajo. Según palabras textuales, «estabas acusado de ser el Asesino de la Chistera». Sin embargo, aquí solo obra una detención por escándalo público, de la cual ya hemos pagado las multas. La tuya y la de la camarera, porque la pobre muchacha tenía un susto de muerte.
—Hijo de puta... —murmuró con rabia—. Solo buscaba tenerla donde él quería.
—¿Quién ha sido, Poncho? No podemos permitir que el que te ha hecho esto salga impune —se impacientó Jocelyn.
Después de la primera impresión, el ánimo beligerante de la abogada Barrymore afloró sin problema.
—No vamos a hacer nada —le advirtió él, moderando el tono, porque lo que realmente deseaba era partirle la crisma al malnacido de Kinney.
—Será mejor que nos marchemos de una vez —sugirió Luke, no muy convencido por la actitud de su amigo—. Y de paso iremos a que te echen un vistazo a esa herida, no pareces muy sensato después del golpe.
—¿Qué quieres decir con eso de «ahora vamos a poner las cosas claras»? —inquirió Anahí  nada más entrar en el despacho del capitán.
Brian pareció sorprendido por el tono brusco de su voz, pero se tomó su tiempo, cerró la puerta y se apoyó en ella.
—Quiero decir que has vuelto a desobedecer una orden, pero no sé de qué me extraño.
—No me vengas con rollos, Brian, no he hecho nada que no debiera. Sin embargo, tú has vuelto a abusar de tu poder, golpeando a un hombre que ni siquiera está detenido oficialmente.
—¿Ya te ha ido tu antiguo amante, el bueno de Howard, con el cuento?
—No ha hecho falta. —Procuró que el tono insultante que desplegaba contra ella no le afectara—. No es la primera vez que solucionas los interrogatorios en un despacho, a puerta cerrada. Recuerda que conozco tus métodos.
Él pareció captar la mezcla de rabia y pasión con la que hablaba, por lo que permaneció ante ella grande, silencioso y pensativo.
—Has incumplido una orden, Anahí . No creo que pretendas ocultarme que has seguido indagando con el abogado, haciendo preguntas y metiendo las narices donde no te llaman. ¿Piensas negármelo?
—No.
—No estás en mi jurisdicción, pero estás hablando con un superior. ¿No es así?
—Sí.
—Sí, ¿qué? —El tono de su voz fue como el chasquido de un látigo.
—Sí, señor —repitió ella con el tratamiento que él exigía.
—Lo que yo haga en mi comisaría es asunto mío. ¿No es así? —Caminó alrededor, obligándola a seguirle con la mirada.
—Sí.
—Sí, ¿qué más?
—Sí, señor —contestó con los dientes apretados.
—Sí, señor —repitió él con suavidad, colocándose a su espalda—. Hace un tiempo, cuando todo iba bien entre nosotros, me hablabas con dulzura, y yo no tenía que usar formalismos para evitar que me saltaras a la yugular. Porque sé que es lo que deseas en este momento. Y todo podría continuar igual que entonces, si ese abogado dejara de meterte ideas raras en la cabeza. Solo espero que ahora que ya sabes que no es mucho mejor que cualquier otro, recapacites y vuelvas conmigo.
Ella prefirió continuar con la vista fija en la ventana, desde la que pronto se vislumbrarían las primeras luces del día. En silencio y en permanente alerta.
—No me gusta que se cuestione mi trabajo, pero lo que realmente me repatea es ver cómo una mujer inteligente como tú no sabe valorar el tipo de hombre que tiene frente a ella.
—¿Te refieres a ti? —preguntó con prudencia.
—Me refiero al tipo de hombre que es detenido cuando está armando escándalo con una puta.
—¿Qué quieres decir? —Se volvió para mirarlo, tal vez pudiera comprender adónde quería llegar con tantos rodeos.
—¿No te ha contado el inspector Howard el motivo del arresto de ese idiota? —Al ver que ella no decía nada, continuó—: ¡Ya ves! Mientras acompañabas a papaíto a una recepción del alcalde, tu nuevo amante se estaba tirando en la calle a una de las putas de su cliente ruso.
—Eso no es cierto.
—¿Quieres leer la denuncia? Su abogado ya ha pagado la multa; con tal de no firmar una citación penal para la corte, ha desembolsado hasta el último dólar sin rechistar.
—Pero... él ha sido detenido como sospechoso de ser el Asesino de la Chistera.
—¿De verdad te ha dicho eso? —Sonrió con desfachatez mientras cogía un papel de la mesa y se lo entregaba—. Ese hombre es un peligro andante, te lo aseguro. Si eso fuera cierto, ya lo tendríamos encarcelado, con el fiscal arrancándole el hígado con sus propias manos.
Ella leyó por encima la denuncia, en la que se acusaba a Alfonso Barrymore y Sonia Spikes de escándalo público y resistencia a la autoridad. Cuando llegó a la parte en la que la bailarina corroboraba la declaración de él, afirmando que «solo íbamos a pasarlo bien en mi habitación de la pensión cuando nos sorprendió la policía besándonos en la calle», dejó el documento a un lado y se enfrentó a la mirada burlona de Brian, que parecía estar esperando su reacción.
—Entonces ¿por qué le has interrogado en tu despacho? ¿Por qué le has golpeado?
—Por ti —aseveró él con un irritante tono de superioridad—. Porque ningún desgraciado se burla de la mujer que me importa.
—¡Oh, Brian, por favor, no seas patético! —Se apartó de él al ver que pretendía abrazarla—. Si crees que me afecta que el abogado salga con otras mujeres, estás equivocado. Él no es nada para mí, ni tampoco yo significo nada para él.
—Eso no es lo que me dio a entender el otro día en tu apartamento, ni hace un rato en mi despacho. Por eso se me fue la mano, nena. Ese tío merece que le partan la boca.
—No sé adónde quieres llegar. Tú le acusaste de ser el Asesino de la Chistera; de hecho, su amigo me buscó para que viniera aquí.
—¿Lo ves? Otra vez te están utilizando, pequeña. —Suavizó el tono de su voz y consiguió pasarle el brazo sobre los hombros sin que ella se apartara—. Nuestra relación ha pasado por un mal momento, y Barrymore ha sabido aprovecharse de tu vulnerabilidad. ¿Vas a negarme que te ha utilizado para que le pases información de un caso que ni siquiera es de tu jurisdicción? Desde la noche del asesinato, ese tío no ha despegado su culo de tu lado. En el depósito, en casa de los Tilman, siempre aparece allá donde tú estás. ¿Crees que ha sido coincidencia? ¿No ves que te ha metido en más de un lío en los pocos días que lo conoces? Te ha enfrentado con tu padre, conmigo, con tu capitán, el cual no está muy satisfecho, hasta con el alcalde. Y todo para complacer a un mafioso del barrio ruso que le está llenando los bolsillos con dinero sucio. —Ella apretó los dientes en silencio. Aquellas verdades le afectaban más de lo que creía. Él le acarició la mejilla con el dorso de la mano y le alzó la cara por la barbilla, mostrándole una mirada que en un tiempo creería sincera—. Hasta que finalmente se ha metido en tu cama, Anahí , con mentiras y frases bonitas, para después entretenerse en desnudar a una mujer mientras ella le masturbaba en plena calle.
—Ahórrate los detalles, por favor. —Hizo amago de apartarse de él, le dolía el estómago y le faltaba el aire—. Tú también te metiste en la cama de Rachel y no pareció importarte.
—¿No has leído la declaración del agente que los detuvo? ¡Claro que en un principio lo confundieron con el Asesino de la Chistera! Sobre todo, cuando se resistió a los agentes, que lo descubrieron a punto de tirarse a aquella puta en la puerta de la pensión. Él le había quitado los zapatos, la estaba desnudando mientras ella indagaba en su entrepierna y...
—Ya vale, Brian, por favor. —«Yo nunca iría detrás de ti por un interés personal.» Aquellas palabras martilleaban su cerebro.
—Pasemos página, nena. Yo cometí un error con Rachel y tú te has dejado engañar por un picapleitos con mucha labia que lo único que quería era llevarte a la cama y sacarte información para su cliente.
—Tengo que irme, Brian. Déjame... —Salió de sus brazos que, sin saber cómo, la estaban rodeando.
—Tenemos una pista fiable, una huella que están contrastando con las que tienen en la oficina de investigación criminal. Si el sujeto está fichado por los federales será nuestro en pocas horas.
—¿Me estás incluyendo de nuevo en tu caso?
—Podríais haber estado dentro desde el principio, Lipton y tú. Ya os lo dije hace unos días. Solo se trata de que escojas bien a la persona que quieres a tu lado.
—No sé... —No entendía muy bien a qué se refería, pero prefería no preguntarlo.
—Al menos, piensa en lo que te he dicho. Todavía podemos arreglar lo nuestro.
Ella fue a decirle que no tenían nada que arreglar cuando su teléfono móvil comenzó a sonar en el bolsillo interior de su chaquetón.
—Poli, tengo algo para ti —le dijo la voz grave y susurrante de Sergey—. He seguido el rastro de ese cabrón y puedo ofrecerte su cabeza en bandeja.
—No hagas nada, espera a que yo llegue.
—Vale, pues date prisa. Después le partiré las piernas.
Escuchó las indicaciones que este le dio y cuando terminó la conversación miró a Brian, que parecía seguir esperando su respuesta. Últimamente, daba la impresión de que siempre estuviera esperando algo de ella.
—Me marcho, Brian.
Cuando la vio dirigirse hacia la puerta, la retuvo por un brazo.
—Piensa en lo que hemos hablado. Por favor —insistió con brusquedad al ver que no pensaba hacerlo—. Hay mucho en juego entre nosotros, nena.
—Tengo prisa, capitán. Lo pensaré —añadió al sentir sus dedos como garfios alrededor del brazo. De un tirón, se liberó de él.
—¿Te llevo a algún sitio? No he visto tu coche fuera.
Ella cayó en la cuenta de que era cierto. No tenía tiempo de llamar un taxi y no iba a dejar que él la acompañara.
—¿Podrías dejarme el tuyo? Te lo devolveré enseguida.
—No tengas prisa. —Le lanzó las llaves a las manos—. Esta noche me pasaré por tu casa para recogerlo.
—Gracias —fue todo lo que dijo ella antes de salir del despacho.—¡Maldita estúpida! —gritó él, al tiempo que golpeaba la pared con un puño tras quedarse solo.
Cuando Anahí  llegó al lugar de la cita con el ruso, se ajustó la cartuchera en el costado, apartó el chaquetón a un lado para asegurarse de que podría sacar el arma sin dificultad y se adentró en el callejón. Estaba oscuro, mucho más que el resto de la ciudad que ya pintaba el albor del día tras una húmeda neblina. Los edificios abandonados y ennegrecidos por el humo de lo que tiempo atrás fueron naves industriales y la estrechez de la calle le conferían un aspecto mucho más siniestro a esas horas que en plena noche.
Mientras avanzaba por el suelo mojado, escuchó unos pasos que parecían casi un eco de los suyos. Se detuvo, llevó la mano a la cartuchera y puso el dedo sobre el seguro, a un milímetro del gatillo, al tiempo que una sensación de peligro culebreaba en su espalda. Al dejar de andar, el sonido cesó. Miró a ambos lados, las columnas de las fachadas y los cubos de basura arrojaban siluetas espectrales por todas partes. Se dio la vuelta lentamente, observó la entrada del callejón y después echó un vistazo a las sombras. Al no ver nada extraño,
siguió caminando. Al principio solo oyó sus propios pasos, pero a medida que llegaba a la mitad de la calle, el seco golpeteo volvió a sonar tras ella.
—¡Eh, poli! —la llamó la voz susurrante de Sergey, al tiempo que le tocaba el brazo.
—¡Joder! —exclamó ella dando un respingo. Ni siquiera había percibido su presencia y lo tenía a menos de un palmo de distancia.
Él extendió la mano en plan amistoso, tal vez consciente del susto de muerte que le había dado. Ella se la estrechó, para lo que tuvo que soltar la pistola que aferraba con fuerza. O tal vez él también previera eso y solo trataba de tranquilizarla antes de volarle la cabeza.
—Tengo a tu hombre. —Aquella voz grave y cadenciosa que para muchas mujeres podría resultar sensual, la ponía nerviosa.
—Dime dónde se esconde y yo me ocuparé del resto —pidió Anahí  con determinación. Al ver que él no se movía, añadió con impaciencia—. ¡Venga, hombre! Si hay algo que detesto es el misterio.
A pesar de la oscuridad, lo vio entornar los ojos, como si calibrara la acidez del comentario. Permaneció frente a ella quieto, como si fuera un monumento erigido al secretismo que lo envolvía.
—Pues si detestas el misterio te has equivocado de profesión, detective.
—¿Cómo has encontrado al sujeto?
—Ha sido fácil. Solo he tenido que tocar algunas teclas, además de seguir su pista como un perro sabueso. Un ladrón fetichista no deja pasar mucho tiempo sin regresar al lugar donde guarda sus trofeos; solo era cuestión de saber esperar y de paciencia, mucha paciencia. Porque este es tu hombre, no el de Kinney.
—¿Qué quieres decir?
—Que él no es el asesino que andáis buscando, solo un atracador de poca monta.
—Y tú, ¿cómo sabes eso? —preguntó con cautela, al tiempo que obedecía su orden de seguirlo al interior de un cochambroso local abandonado.
—Ya te he dicho que ha sido fácil. Él mismo ha confesado. ¡Cuidado con la cabeza! —le advirtió al girar en la oscuridad y encontrarse con una viga que colgaba del techo—. Tendremos que buscar más a fondo, ahora que Barrymore ya está en la calle.
—¿Y cómo sabes eso, también? —Ella procuraba esquivar los trastos con los que iba chocando y que él parecía sortear como si poseyera visión nocturna.
—Muy sencillo, me ha telefoneado. Con un teléfono, ya sabes... —Su tono condescendiente le recordó que no le caía precisamente bien—. Me ha echado una buena regañina por llevarte a la 33, pero no sé de qué se extraña. Estaba cantado que sabrías mediar entre lo que se está cociendo al calor de esos dos. Kinney y él —aclaró como si dudara de su perspicacia para comprenderlo.
—La confesión que le hayas arrancado al sujeto no tiene ningún valor —ella prefirió continuar con la conversación anterior.
Iba a decir algo más cuando él se paró bruscamente ante una puerta de hierro que a todas luces había sido forzada, chocando contra su espalda sin poder remediarlo. Una espalda musculada, con anchos hombros que le conferían un aspecto demasiado siniestro para su gusto y cuya calidez traspasaba la eterna cazadora de cuero negro con la que solía dejarse ver. Vestía como uno de tantos de los que operaban en las calles. La culata de una Magnum 357, capaz de abrir un boquete del tamaño de una pelota de béisbol, se perfiló bajo la prenda de piel al inclinarse para quitar la barra de hierro que impedía el paso.
—¿Dónde vamos? ¿Y el sospechoso?
—No es sospechoso. Ya te digo que ha cantado hasta La Traviata. Y a tu otra pregunta, nos encontramos en un viejo almacén de una antigua sastrería que en sus mejores tiempos surtía de vestuario a la mayoría de los teatros del distrito. Hace muchos años, estos comercios tenían la puerta principal en la avenida porque era mucho más transitada y aprovechaban la parte posterior, la que da al callejón, como almacén.
—Sí, he visto otros con estas características. La discoteca Blue Moon, sin ir más lejos.
—Casi todos son así. —Él se había acomodado en la puerta, como si no tuviera mucha prisa por salir—. No veas la cantidad de chisteras que hay en aquellas cajas.
Ella se giró para mirar el lugar que él señalaba con la cabeza.
—Entonces ya sabemos por qué utilizaba el dichoso sombrero.
—Sí, y allá encontrarás la colección de zapatos de tu hombre. —Hizo otro gesto hacia el fondo del local—. Pero no encontrarás los de la muchacha Tilman.
—¿Y todo esto lo has descubierto en unas horas?
—Barrymore siempre sospechó que el tipo de los robos andaría cerca de aquí, pero tu hombre, no el suyo. ¿Acaso no habláis cuando estáis juntos? No tenéis una buena sociedad... —Movió la cabeza—. Por cierto, según me ha dicho, lo han interrogado como si se tratara de Jack el Destripador. ¡Qué oportuno detenerle justo cuando esa bailarina tenía información para él! Kinney, siempre tan acertado... —Al ver que sus facciones se ensombrecían, ella se puso en alerta. Él iba a seguir con el tema que tanto le asqueaba—. Sabía que conseguirías convencer a tu novio.
—Si tan listo eres, deberías saber también que todo era una trampa. Tu amigo y yo hemos estado metiendo las narices en un caso de la 33 y eso les ha molestado. Y como podrás suponer, si ahora resulta que no buscábamos al mismo hombre, no creo que nos faciliten las cosas para seguir investigando.
—Según se mire.
Él tiró de la puerta y le indicó que saliera delante. El sol intentaba abrirse paso entre unos nubarrones negros que presagiaban una lluvia inminente.
—Espero que no hayas tocado ninguna prueba. Me refiero a los trofeos del sujeto, o las chisteras, o cualquier otra cosa.
—Sé cómo mirar sin dejar huellas desde mucho antes que te quitaran el pañal. Pero ya que hablamos de huellas, me gustaría que me pasaras el informe de la que han encontrado los de la científica.
Ella lo miró sin comprender.
—Creía que era un farol del capitán Kinney.
—Pues esta vez no lo es. Aunque no te fíes mucho de tu ex novio, ex capitán o lo que sea... Está sucio como el desagüe de un váter de los suburbios. Claro que no eres capaz de ver más allá de tus preciosas narices.
—Será mejor que me entregues de una vez al sujeto. No me apetece seguir charlando contigo de mis defectos y virtudes.
—Como quieras. —Se encogió de hombros. A pesar de sus palabras, se apoyó en la pared con expresión obstinada. Ella solo pudo afrontar su oscura mirada mediante una gran fuerza de voluntad—. Al fin y al cabo, solo eres una esclava del sistema.
—Y tú un intruso y un farsante.
—Ahórrate los sentimentalismos. Ya no es un secreto lo que te ata al capitán de la 33. —Su voz estaba llena de aversión.
Según Alfonso, confiaba en aquel hombre con los ojos cerrados, dejaría su vida en sus manos sin dudarlo. Unas manos que a saber para cuántos puñetazos o cosas peores las habría utilizado en el tiempo que llevaba en las calles.
—¿Has estado investigándome, Saenko?
—Sí, es una mala costumbre que tengo, investigar a todo aquel que me crea problemas.
—Supongo que encima tengo que darte las gracias.
—Sí —repuso, echando a andar avenida arriba.
—Pues no te las voy a dar.
—No las esperaba. —Al ver que no le seguía, regresó a su lado—. Escucha, detective, es obvio que ni yo te gusto, ni tú me gustas a mí, pero tienes cogido de los huevos a mi amigo, y eso sí es un problema. En especial, cuando un tiburón como Kinney se encuentra en mitad del fuego cruzado.
—Sé que Brian es un hombre sin escrúpulos, pero jamás podría llamársele tiburón. Él siempre está al lado de la ley. —Incomprensiblemente, se vio saliendo en su defensa—. Por otro lado, te aseguro que los testículos de tu amigo suelen cambiar muy a menudo de manos.
—Para tu información, Alfonso y yo hemos descubierto esta semana algunos trapicheos que no han hecho mucha gracia al honroso capitán, pero bien, como quieras. —Por fin, pareció darse por vencido. Alzó los brazos como si perdiera la paciencia y continuó caminando hacia el coche—. Estoy seguro de que algún día madurarás. Si no... Bueno... ¿Qué se le puede pedir a una niña que juega a ser policía en el departamento de papá?
—Dame al sospechoso y terminemos con esta conversación absurda. —Ahora fue ella la que aceleró el paso calle arriba. No estaba dispuesta a escuchar más insultos de un hombre que... ¡No soportaba a aquel tipo!
A unos cuantos metros, Sergey se paró junto a su coche, dio un golpecito en la chapa y algo se movió en el interior.
—Aquí lo tienes, detective Logan, entero y listo para ir al trullo.
Abrió el capó y en su interior se agitó un hombre amordazado. Tenías las manos y los pies engrilletados; también la nariz partida, un ojo morado y la frente algo hinchada. De modo que ella comprendió qué era lo que llamaba la atención de los dos limpiadores que seguían corriendo a pesar de estar a más de cien metros de distancia.
—¿Qué le ha ocurrido al sujeto? —Alarmada, se inclinó para quitarle la mordaza.
—Tropezó cuando le indiqué que entrara en el coche.
—¿Tropezó? —Le lanzó una mirada acusadora—. Al parecer, esta noche todos los detenidos tropiezan a gusto de sus interrogadores. ¿Y por qué lo has encerrado aquí?
—No iba a dejar que me manchara la tapicería de sangre.
—¡Gracias a Dios, la pasma! —exclamó Joe cuando se vio libre del precinto que cerraba su boca—. Este hombre ha intentado matarme, quiero poner una denuncia. ¡Arreste a este loco! Yo no he matado a nadie. Yo no he matado a nadie...

Sublime Temptation (AyA Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora